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La fisioantropometría de la respiración en
las alturas, un debate por la patria
 
Laura Cházaro

 
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A principios de los sesentas decimonónicos, el doctor Denis Jourdanet, con el apoyo del doctor Leon Coindet —miembro del ejército francés que llegó a México en ese entonces—, planteó la tesis de que, dada la baja cantidad de oxígeno de las regiones altas de la tierra, los mexicanos del valle del Anáhuac, a cada respiración, pierden los beneficios del oxígeno. De ahí, decía, la “torpeza intelectual” e “incapacidad para toda clase de progreso moral” de los habitantes del valle. El tema, por supuesto, suscitó una larga serie de trabajos entre los médicos mexicanos. Daniel Vergara Lope, miembro del Instituto Médico Nacional y de la Academia Nacional de Medicina, fue quizás el principal oponente. Indagando en la fisiología y morfología del mexicano buscó derrotar a “los fisiologistas (distinguidos con el gran premio bienal de la Academia de Ciencias de París) que son tan perniciosos para la especie humana, como los conquistadores más sanguinarios”.

Esta disputa tuvo lugar en una época que hizo de la diferencia corporal, también llamada variación, el signo de las patologías. La clínica decimonónica abandonó la idea de lo patológico como una entidad azarosa que se apodera del cuerpo, y lo concibió como un estado regido por leyes, diferencia cuantitativa con lo normal. Por eso, las variaciones fisiológicas y antropométricas exhibidas por la raza mexicana se volvieron sospechosas de ser patológicas.

Fue en 1861 cuando Jourdanet, también miembro de la Academia Nacional de Medicina, publicó Les altitudes de l’Amerique Tropicale. Ahí concluyó que una de las más importantes causas de mortalidad entre los mexicanos era la anoxihemia, un tipo de anemia. Estaba convencido de que la baja presión atmosférica provocaba entre los habitantes del Anáhuac un severo empobrecimiento de la sangre, condenándolos a ser una raza predispuesta a las patologías, a “un sistema nervioso cuyas funciones se ejercitan sin energía”, al “abatimiento moral”, al “carácter agrio o blando” y propensos a “juicios injustos”. A esa disfuncionalidad respiratoria, según él, le correspondía una anatomía desproporcionada. Así, los indios, los más viejos habitantes del territorio, mostraban un pecho ensanchado y asimétrico en relación a su talla y una acelerada respiración para compensar la falta de oxígeno: desde todos los puntos de vista una deformidad.

Antes de Vergara ni la clínica ni la higiene habían podido negar lo dicho por Jourdanet. No habían podido mostrar cómo el mexicano con una fisiología tan modificada de la francesa podía ser normal. Él esperaba mostrar, con la verdad de las mediciones antropométricas y fisiológicas, la magia de aquella región montañosa.

Como parte de sus trabajos en el Instituto Médico Nacional, Vergara montó el primer laboratorio de fisiología experimental del país. Para refutar las tesis fisiológicas francesas, entre 1890 y 1909 realizó múltiples experiencias y ensayó diversas respuestas: teorías, imágenes y medidas fisioantropométricas. Preguntándose por los límites de lo normal y lo patológico de la raza mexicana, midió funciones y manufacturó, en el laboratorio y con instrumentos de precisión, gráficas fisiológicas y representaciones antropométricas de esos cuerpos. Unas revelaron las funciones respiratorias y otras la morfología y el diseño corporal; unas fueron creadas por medio de la experimentación, las otras con instrumentos antropométricos. Así, aunque distintos, ambos tipos de representaciones se forjaron bajo la pretensión de la precisión del laboratorio. Dada su objetividad, fueron creadas con la intención de borrar las diferencias como signos de anormalidad y ofrecer para la raza mexicana sus estándares de normalidad.

La normalidad de la raza mexicana

Para Vergara la variación biológica se explica por el medio ecológico. Independientemente de la raza, los individuos modifican sus funciones para aclimatarse a la diversidad geográfica. La aclimatación es entonces el mecanismo productor de las variaciones que hacen viable la vida en las alturas. Pretendiendo eludir la discusión sobre el poligenismo y el monogenismo, Vergara rechazó las clasificaciones raciales para determinar la normalidad de un grupo de individuos. No era posible hablar de una normalidad mexicana y otra francesa. Todos muestran una sola normalidad, como hay una única manera de aseverar las patologías. Así, para adaptarse fisiológicamente al medio, los mexicanos respiran más veces por minuto y poseen una sangre más densa. En ese sentido, el “visible y muy notable aumento de la amplitud del pecho que aquí en México se encuentra” es directamente proporcional a la altitud. Esas modificaciones no eran exactamente raciales, sino adaptativas. Cualquier individuo sometido a las alturas, tarde o temprano, modificaba sus funciones respiratorias para adaptarse al medio.

Pero la prueba definitiva de que los mexicanos son tan normales como los franceses es que los fenómenos respiratorios están sujetos al universal mecanismo de la compensación de los excesos y las carencias para mantener el equilibrio. La naturaleza, dice Vergara, busca un punto medio: “avara de gastar sus fuerzas inútilmente, procura siempre de no poner de más sino cuando éste le es indispensable a la conservación de su equilibrio”. Así, la respiración en las alturas es un fenómeno proporcional al que sucede en las llanura. Si el aparato respiratorio sufre modificaciones siempre serán proporcionales a la conservación del equilibrio. Midiendo se podía mostrar que la proporcionalidad respiratoria entre París y México es casi matemática. A mayor altura mayor número de glóbulos rojos y menor tensión sanguínea. Lo que quedaba por probar era que, a pesar de la diferencia, mexicanos y europeos son iguales en proporción, y que, por lo tanto, la respiración en México no es patológica. Para responder esas cuestiones Vergara echó mano de las imágenes experimentales y antropométricas, ambas diseñadas en el laboratorio.

La producción de lo real

Tenemos ante nosotros una imagen de laboratorio, lugar donde el cuerpo se interroga a plenitud. Ahí se le sujeta a la teoría y a sus instrumentos y, en condiciones artificiales, se le exige mostrar con exactitud sus medidas.

La ciencia del siglo xix se fincó en la visión. La clínica y la experimentación dependen de la observación: “un médico sólo debe creer lo que ve”, dice el doctor Adrián Segura, colega de Vergara en la Academia Nacional de Medicina. Y en el laboratorio la mirada se hace virtuosa: deja de ser pasiva como la clínica y se hace activa e interventora. Ahí se observa para comprobar lo observado una vez y modifica lo ya visto. Esas características hacían de la mirada un acto mecánico, pues para ver las leyes se requiere una mirada repetitiva, constante, infatigablemente acechante. Lo real no es lo que se tiene a simple vista, es lo que el médico crea con la obsesiva repetición del experimento. Hay que repetir mecánicamente para hallar lo homogéneo en lo diferente.

Este tipo de mirada requiere de instrumentos. Los métodos de laboratorio incluían, como una extensión del ojo médico, aparatos para lograr ese juego infinito de interrogar causas seguidas de efectos. Sólo con esos artefactos el médico confiaba ser preciso. Así, más allá de los falibles sentidos, el médico usó instrumentos para penetrar en las imperceptibles funciones humanas. El laboratorio de fisiología que dirigió Vergara en 1895 contaba con más de cien aparatos. Eran múltiples, como múltiples son las miradas sobre el cuerpo. Entre ellos estaban los inscriptores o productores de gráficas, como el esfigmógrafo de Marey, que registraba los movimientos del corazón y la tensión cardiaca. Los inscriptores estaban diseñados para reproducir, en una hoja ahumada, cada impulsión y movimiento de los órganos, en este caso el corazón. Hacían posible visualizar a la naturaleza y reproducirla cuantas veces se deseara: “con la invención del esfigmógrafo, decía un animado médico inglés, ‘el pulso […] escribe su propio diagrama y registra sus propios caracteres’”. La fisiología manufactura representaciones tan fieles que la gráfica es el objeto mismo de estudio. Para dilucidar sus leyes fisiológicas no es necesario ningún otro artificio que su propia existencia. Así, decía Vergara, cuando se usan medios mecánicos “los fenómenos se nos revelan autografiados de tal manera que las conclusiones se imponen sin que sea necesario de inferencias ni de ninguna otra representación difícil de raciocinio”. Decididamente, el “ver” asegura el “creer”.

Pero la posibilidad de realismo pronto se desvanece. Esta gráfica escrita por el corazón en las hojas ahumadas del esfigmógrafo, a la hora de terminarse, ya no es el órgano. Ahora la imagen, dato exacto, sólo mantiene con él relaciones impresionistas. El trazo es sólo un eco lejano del cuerpo, huellas de su presencia. Esa representación gráfica es ya otra existencia: el corazón se convirtió en gráfica. De la repetición infinita de experiencias, lo real se transforma: ahora equivale al lenguaje del gráfico y sus formas. Desaparece lo tangible del órgano; su sensación y color se desdibujan en trazos. Paradójicamente, para asegurar el dominio de la mirada y la observación, el cuerpo desaparece detrás de esas líneas arrojadas por los instrumentos, se vuelve medida y cuadro simétrico.

Entonces, ante esta otra existencia, el discurso requiere lo subjetivo para afirmarse. Estas líneas que tenemos ante nosotros es el corazón hablando a través del esfigmógrafo. Pero, para saberlo, el médico necesita intervenir. Frente a esa imagen confusa el médico requiere la palabra: “ahí está dibujada la tensión sanguínea a diferentes altitudes”. Irónicamente, esas imágenes, inicialmente espejos de la naturaleza, necesitan ser aclaradas “a la altitud de 2 250 metros, con 80 pulsaciones por minuto se representa la tensión normal del mexicano”. El discurso, no la imagen, requiere entrar al espacio inscrito y señalar al que ve lo que debe ver: leyes de la fisiología respiratoria normal. Pues, ¿cómo saber que esa imagen que devuelve la observación mecánica representa la función normal? ¿Acaso niegan al texto médico que busca en ellas la proporcionalidad fisiológica entre mexicanos y franceses?

Entre más gráficas y mediciones se sucedían, más eran evidentes las diferencias entre ellas; ni siquiera las gráficas de los mexicanos coincidían. Las imágenes parecían negarse a reproducir esa idea de que lo normal y lo patológico eran una única naturaleza: de la repetición sólo resultaba la diferencia. Con los instrumentos en general sucedía un artificio. Si el médico utilizaba los aparatos para hacer hablar de forma imparcial al órgano y su función, lo que obtenía era un lenguaje manufacturado que requería ser sometido con sus juicios. Pues a cada instante parecían precipitarse a una libre interpretación, a una voluntad propia. Para domesticarlas y otorgarles la calidad de reales y creíbles, el médico interviene y con sus juicios calibra al aparato. Entonces, el efecto de una realidad estándar se desvanece. Pues si sólo lo diferente es aquí lo predominante, ¿cómo mostrar que el mexicano no es un ser patológico?, ¿cómo afirmar que las gráficas producidas en el laboratorio mexicano eran tan normales como las producidas en un laboratorio francés?

Pero quizás la verdad sería mostrada con las medidas antropométricas de los mexicanos. Para Vergara, el análisis del ser vivo, en pleno cambio, requiere medidas de la función y de la forma anatómica. De su combinación debía resultar la verdad.

La restitución de la imagen humana

Vergara tuvo poco tiempo para dedicarse a la antropometría. Entre 1908 y 1909 transformó su laboratorio de fisiología del imn en uno de antropometría. En el más riguroso método antropométrico tomó y sistematizó mediciones de cerca de cien niños de un hospicio de la ciudad de México. Pero en 1909 fue trasladado a la Inspección de Higiene Escolar de la Secretaría de Educación Pública. Aunque esta decisión le permitió profundizar su interés en la antropometría, en 1911 fue sustituido por el doctor Nicolás León en el Servicio de Antropometría Escolar de aquella Secretaría. Pocos años más tarde, Vergara también tuvo que abandonar sus labores de la Escuela Nacional de Medicina, acabándose su labor experimental.

Inspirado en los estudios de Paul Broca, decía que la antropometría provee con mayor precisión que la fisiología el conocimiento del hombre en el “estado vivo”. Su poder estaba en la capacidad de “traducir en números las variaciones de dimensión y forma del cuerpo humano”. Considerando que “el hombre medio de México no es aún conocido”, invitó a sus colegas a “definir exactamente los promedios anatomofisiológicos correspondientes a todas sus variantes, sexos, y edades”. Una vez más, acumulando medidas pretendía definir la proporcionalidad del mexicano al francés.

Como en el caso de la fisiología, usó instrumentos para mirar de forma precisa la estructura anatómica. Vergara usó los aparatos de moda en Europa: la toise vertical y la cinta métrica para determinar las tallas; para las mediciones craneométricas (índices cefálicos), el compás de espesor y el goniómetro. Pero también creó los suyos, como es el caso del toracógrafo, diseñado para medir la amplitud del tórax. Fiel al aforismo de que “las imágenes no mienten”, fue muy afecto a visualizar siluetas corporales completas. Para ello usaba un estesiómetro, una suerte de mesa que sujetaba al cuerpo para copiar todo su contorno. Con esas siluetas y cifras esperaba resaltar con exactitud matemática el orden y desorden corporal.

Una vez calculados los promedios anatomofisiológicos los vertía en una ficha. Pero, como naipes, cada ficha es una superficie accidentada de números donde una fotografía de perfil y de frente del niño medido son el único testigo de la posible unidad de aquellos datos. Una vez más, el cuerpo parece negarse a mostrar su normalidad a través de los índices. Como antropómetra, Vergara sólo sacó algunas tímidas conclusiones. Habló de la media de índices cefálicos y dolicocéfalos de los niños. Más adelante aventuró que “lo que llama más vivamente la atención” es la “semejanza que guardan entre sí” los datos de las tallas de los niños mexicanos y los franceses. Pero, ¿no había más conclusión que sacar?, ¿no podían sumarse todos los demás índices? Los números parecían haberle robado la palabra, eludían la sanción teórica de lo normal y lo patológico. Otro médico y colega de Vergara en la Secretaría de Educación Pública, Máximo Silva, dijo: “si dispusiéramos de una substancia modelable, podríamos, sirviéndonos de los datos anotados en la boleta antropométrica, obtener un modelo que fuese una representación del organismo”. El problema era que las cifras obtenidas parecían no hallar tal modelo estándar que unificara al cuerpo ni imagen tangible que lo definiera.

Quizás los límites del discurso médico para ofrecer una definición empírica de la normalidad mexicana fue lo que incentivó que la imagen se desviara hacia las intenciones. Entonces, por fin, dieron sustancia a lo medido. A la pregunta ¿quién es el mexicano normal? las imágenes respondieron. Y en lugar de afirmar las diferencias empíricas modelaron a un hombre medio mexicano según el deseo. Los índices abstractos volvieron al modelo inicial, como si fuera el único modelo posible: el tipo europeo, imagen de perfección y equilibrio. La proporcionalidad entre el francés y el mexicano sólo podía darse con relación al ideal. La solución numérica lleva a un artificio y ahí el esquema de Vergara se afirmará. Esas fichas-naipes serán liadas no como documentos precisos, sino como ilustraciones de una conclusión previa.

La creación de una efigie normal

Por cada ficha antropométrica había un perfil para ilustrar el deseo y restituir al cuerpo fisiológico en una figura humana. Esos perfiles no eran función de las mediciones antropométricas, eran copias, a escala, de cada cuerpo infantil. Resultaban en una serie compleja de reproducciones. Primero se colocaba al sujeto en una mesa, el estesiómetro, luego, recostado, se le fijaba a “clavijas dispuestas alrededor del tronco y miembros”. Una vez que el paciente se encontraba inmovilizado, el antropómetra trazaba, con la ayuda de un estilete fijo a la mesa en ángulo recto, “el perímetro [del cuerpo] con absoluta fidelidad”. El trazo original se hacía sobre una hoja de papel, previamente cuadriculado en decímetros. Después, con la ayuda de un pantógrafo (regla para copiar, ampliar o reducir un dibujo), la imagen era reducida a un quinto de su tamaño, obteniéndose las pruebas heliográficas finales. Esas imágenes no tenían profundidad, daban una perspectiva ortogonal del cuerpo entero. La intención era ilustrar, con exactitud, el orden corporal, aunque no resultaran de los disparejos promedios fisioantropológicos ordenados en las fichas de índices.

La silueta antropométrica parece romper los silencios impuestos por los números, rebelarse contra esa condena. Lejos del lenguaje numérico aparece una mónada que se muestra para anular las diferencias individuales, donde sólo queda la esencia. Recurrentemente, la huella del cuerpo es una evocación de la variabilidad de la ficha antropométrica que rechaza la precisión aritmética. Esa imagen es el resultado final de una investigación pero también el principio del discurso.

Esta imagen es un símbolo. Ya no pertenece a la obra del médico mexicano, ella adquiere valor por sí misma y se llena de los significados de su tiempo. Es un testigo de su época de lo que debía ser un hombre normal: un abstracto, ideal. En ella ya no existe ni lo preciso ni la medida. La forma prevalece, el fondo se niega. El tiempo y el espacio ya no son los de aquel cuerpo que dejó su huella. Lejos del propósito inicial, carece de características empíricas: no posee nombre, nacionalidad, tampoco historia. Niega el pecho dilatado y la fisiología aclimatada para respirar en las alturas. Es figura perfecta, donde reinan las simetrías: tronco y extremidades, cabeza y columna, manos y pies. Aquí ya no hay proporción sino geometría. Ese hombre, evocación del hombre promedio estadístico, niega la pluralidad de razas, niega al mexicano y afirma lo normal como una imagen perfecta e intemporal, como una representación masculina que echa fuera lo femenino y los accidentes: sólo queda un vacío normal, pura forma sin fondo, puro trazo, sin piel.

El camino que el discurso médico quiso imponerles se interrumpe, a veces se invierte. La imagen fisiológica no parece continuarse en la antropométrica. Esta última rechaza la variabilidad empírica que la fisiología encontró y la troca por un mundo ideal. Si la imagen fisiológica pretendía probar la igualdad funcional a costa de hacer evidente la diferencia, la antropométrica borra la particularidad proporcional del mexicano, para afirmar su normalidad como un ideal.

Pero en este espacio que se abre entre ellas, ambas se conjugan para afirmar lo que el discurso nunca terminó por decir: negar al sujeto de las alturas. Con su dominio de abstracción gráfica y numérica, la primera imagen lo cubre con líneas y números fisiológicos, la segunda lo encubre con un ente, tan abstracto e ideal como el anterior. A pesar de sus diferencias, ambas imágenes parecen resolverse en el deseo y prejuicio médico por definir lo normal. Por más precisión y exactitud matemática se vuelven el deber ser que borra los rasgos de los indios, débiles y de baja estatura; desproporcionados por el pecho ensanchado. Es posible entonces pensar que esta última imagen, en realidad, fue la primera: lo normal, como ideal, guió el trabajo. Y es que ninguna medida, gráfica o estadística parece poder consignar lo patológico como cuantitativamente diferente de lo normal. La medida, eso que compara al hombre con el número se recrea como un estándar ideal. Esta vuelta al juicio, sin embargo, no es ficticia: se afirma con el poder de realidad que adquiere la imagen. Decididamente, en la medicina el ver es lo único que hace creer.

Finalmente, habría que preguntarse si ese estándar hecho del deseo médico de afirmar su raza dentro de los parámetros de lo normal, no es hoy nuestra definición corriente. Finalmente, habrá que preguntarse si ese deseo del médico por verse a sí mismo como parte de una raza normal no es también nuestro deseo de vernos, de encontrarnos ahí, con formas y contornos ideales, plenos de una modernidad abstracta, hecha de números.
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Laura Cházaro
El Colegio de Michoacán.
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como citar este artículo

Cházaro, Laura. (2001). La fisioantropometría de la respiración en las alturas, un debate por la patria. Ciencias 60-61, octubre-marzo, 37-43. [En línea]
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