El joven mar Caribe |
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Juan José Morales
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Frente al litoral de Quintana Roo, en el extremo oriental de México, se extienden los casi 2.8 millones de kilómetros cuadrados del Caribe, un joven mar mediterráneo —quinto en el mundo por su extensión— de aguas cálidas, cristalinas y coloridas, menos salinas que las del Atlántico, biológicamente pobres y muy escasas en pesca, pero que a la vez albergan uno de los ecosistemas más bellos y ricos de este planeta. Un mar turístico por excelencia, con playas de arena fina y deslumbradoramente blanca, profundo, con una espectacular topografía submarina —resultado de portentosos movimientos tectónicos que aún siguen manifestándose violentamente— y cuyas aguas cumplen la doble función de incubadoras de tormentas y huracanes, y de sistema de calefacción con alcance transoceánico que ayuda a suavizar el duro clima del norte de Europa.
Delimitado por la península de Yucatán, el extenso arco insular de las Antillas, el norte de Sudamérica y el istmo centroamericano, el Caribe se formó durante el período Terciario, entre 65 y dos millones de años antes del presente, como resultado de la llamada deriva continental o desplazamiento de las placas de la corteza terrestre. En un largo y lento proceso, las placas continentales de Norte y Sudamérica se fueron alejando del primitivo supercontinente de Pangea y así se formó el océano Atlántico. A la vez, se iban separándo una de la otra, y en el espacio que dejaban se fue introduciendo un gran trozo rectangular de la placa del Pacífico, que finalmente se separó y se diferenció de ella para constituir lo que ahora es la placa del Caribe. Finalmente, los movimientos tectónicos llevaron al istmo centroamericano hasta el sitio que ahora ocupa, separando por completo al Atlántico del Pacífico en esa región. Había nacido el mar Caribe.
Si se pudiera vaciar completamente o si sus aguas fueran tan transparentes como el aire, ofrecería un paisaje extraordinario, con una espectacular sucesión de montañas, volcanes, mesetas, barrancas, escarpas, colinas, llanuras, cordilleras, desfiladeros, hondonadas, picos y cañones que constituyen una de las más accidentadas y complejas topografías submarinas del mundo.
El lecho del Caribe se divide en cinco cuencas o regiones claramente diferenciadas, separadas entre sí por cordilleras o mesetas. La más próxima a México es la cuenca de Yucatán, de forma aproximadamente triangular. Sus límites son por el oeste el talud continental de la península de Yucatán, al norte la costa de Cuba y al sureste una cordillera submarina que corre del sur de Cuba hasta Belice y Guatemala, y de la cual las islas Caimán son picos emergentes.
Usualmente se considera la totalidad del Caribe como un solo mar, incluso hay quienes lo engloban junto con el Golfo de México en una misma unidad a la que llaman Gran Caribe o Mediterráneo Americano. Pero tanto entre el Golfo y el Caribe, como entre las porciones oriental y occidental de este último, hay claras y marcadas diferencias, a tal punto que algunos oceanólogos consideran que las dos secciones caribeñas son dos mares y no uno solo.
La mitad oriental es la más antigua y su origen está relacionado con los grandes plegamientos que ocasionaron la formación de las cadenas montañosas del norte de Sudamérica y las islas de las Antillas Menores, que son volcanes, en algunos casos aún activos, como Montserrat. La parte occidental, a la que a veces se llama mar de las Antillas o mar de Yucatán, geológicamente tiene un origen distinto y es muy estable —prácticamente inactivo— desde el punto de vista sísmico y volcánico.
Esta zona occidental se halla sobre la placa de Norteamérica, lejos de la línea de contacto con la del Caribe. Ambas placas, además, se deslizan en sentido opuesto a lo largo de sus bordes, por tanto no hay procesos de encuentro o subducción que provoque sacudidas sísmicas, la formación de magma ni actividad volcánica. Por eso en la península de Yucatán y zonas aledañas no hay volcanes ni terremotos.
En cambio, en la región oriental la placa del Caribe colisiona con la de Norteamérica y se introduce bajo ella en un proceso de subducción, en el cual la fricción entre los bordes de esos dos grandes fragmentos de la corteza terrestre produce terremotos y una gran cantidad de energía térmica que se manifiesta en actividad volcánica. En las Antillas Menores hay no menos de 15 volcanes activos, más otra docena que se considera latente, y de mediados del siglo xvii a fines del xx ocurrieron más de 15 fuertes temblores, por lo menos 25 erupciones en tierra firme y diez de un volcán submarino situado al norte de la pequeña isla de Granada.
Un mar pobre en pesca
El Caribe se caracteriza por lo reducido de su plataforma continental o zócalo submarino, que es la porción del fondo inmediata a las islas y continentes, de suave pendiente y profundidad no mayor de 200 metros. Mientras en el Golfo de México la plataforma es muy ancha y se extiende usualmente 50, 100 y hasta 250 kilómetros desde la costa —como en el norte de Yucatán—, en el Caribe por lo general no mide más de unos kilómetros y en algunos lugares prácticamente no existe. Tal es el caso de la región oriental de Cuba, donde las montañas de la Sierra Maestra se hunden directamente en la fosa de las Caimán, de modo que la diferencia de nivel entre el fondo marino y el pico más alto de la sierra resulta ser de 8 274 metros, comparable a la altura del Everest.
En Quintana Roo, a escasos 20 kilómetros de la playa se registran profundidades de mil metros o más, y aunque el estado tiene una larga línea costera de 800 kilómetros, su plataforma continental es de tan sólo nueve mil kilómetros cuadrados. En cambio, el vecino estado de Yucatán, con 360 kilómetros de costa, tiene cien mil kilómetros cuadrados de plataforma, y a 20 kilómetros del litoral la profundidad es de apenas 20 o 25 metros.
Por ser tan reducido el zócalo submarino y tratarse de un mar tropical profundo —7 535 metros en la fosa de las Caimán o fosa de Bartlett, sobrepasando 3 600 metros en la mitad de su extensión y 75% de ella a más de 1 800—, el Caribe tiene muy baja productividad biológica y, consecuentemente, es pobre en pesca, salvo en las zonas de arrecifes coralinos. En conjunto, todos los países de la región obtienen anualmente sólo medio millón de toneladas de productos pesqueros, o sea la tercera parte de lo que México produce.
Lo que ocurre es que los principales recursos pesqueros se encuentran en las plataformas continentales, no en las zonas profundas. Para crecer, el fitoplancton —que es la base de la vida en el mar— requiere nutrimentos, que se hallan en el fondo, y energía luminosa, que abunda en las capas superiores del océano a las que puede penetrar la luz solar. En los mares fríos y templados, donde hay grandes diferencias estacionales de temperatura, durante el invierno las aguas superficiales se enfrían, se hacen más densas y se hunden, obligando a las del fondo a levantarse. Se forman así las llamadas corrientes de surgencia, que llevan hacia arriba nutrimentos del lecho marino. Este fenómeno, que se repite año con año, sumado a la abundante luz de los largos días veraniegos, propicia el crecimiento del fitoplancton y en consecuencia de plancton animal, peces, crustáceos, moluscos y demás organismos marinos.
En el Caribe el mar conserva prácticamente la misma temperatura todo el año —25.5 °C en invierno, y 28 en verano—, por lo que no ocurre tal cosa, y la enorme profundidad impide que la turbulencia causada por las corrientes y las tormentas alcance el lecho marino y levante materiales de él, como sucede en las someras aguas de la extensa plataforma continental del Golfo de México.
Playas, sol y huracanes
Pero la pobreza biológica y la escasa pesca tienen su cara positiva: las tibias, límpidas y cristalinas aguas caribeñas junto a su blanca y fina arena, que se mantiene fresca aún a mediodía bajo los ardientes rayos del sol, son muy atractivas para los visitantes, lo cual ha propiciado el gran desarrollo del turismo en la región. La blancura de la arena se debe a que es de carbonato de calcio. Parte de ella consiste en restos de corales y conchas de moluscos molidos y pulverizados por el oleaje, pero la mayor parte se forma por la descomposición de algas calcáreas. Estas pequeñas plantas marinas, muy abundantes en aguas someras y de las cuales hay numerosas especies, contienen tanto carbonato de calcio que a veces sus hojas son rígidas. Como los granos de arena son muy pequeños, tienen una superficie muy grande en relación con su volumen. Ello hace que no puedan acumular mucho calor y además lo irradien rápida y fácilmente. Por eso no llegan a calentarse y siempre se sienten frescos.
El sol con que se broncean los turistas es la fuente de energía que hace del Caribe generador e incubadora de tormentas tropicales y huracanes. Estos fenómenos se dan únicamente en el océano —sobre tierra se debilitan y desvanecen—, pues para su formación requieren condiciones específicas: aguas de por lo menos 200 metros de profundidad a temperatura de 27 a 29 °C calentadas por el sol durante un tiempo prolongado.
En el Caribe la temporada de huracanes comienza oficialmente el 1 de junio y concluye el 30 de noviembre. Durante esa época los días son más largos y los rayos solares inciden más directamente. El mar acumula así una gran cantidad de energía térmica que luego transmite a la atmósfera. El aire, al calentarse, se dilata y eleva, formándose una zona de baja presión a la que fluye aire de los alrededores. Así se desarrolla un sistema de fuertes vientos que circulan en espiral alrededor de un pequeño núcleo: el ojo del huracán.
La porción oriental del Caribe es una zona matriz o generadora de huracanes. Ahí se han formado, entre otros, el Mitch, que en octubre de 1998 devastó Centroamérica con un saldo de miles de muertos y cientos de miles de damnificados, y el Isidore, que en 2002 causó estragos en el estado de Yucatán. Pero muchos de los que llegan a suelo mexicano desde el Caribe no se originan en sus aguas sino que éstas únicamente actúan como una especie de incubadora que los nutre y fortalece con más energía. Los huracanes especialmente intensos y destructores provienen por lo general del otro lado del Atlántico, de la zona de las islas de Cabo Verde, cerca de la costa occidental de África. Su gran magnitud y violencia se deben a que —si encuentran condiciones propicias en su largo recorrido— tienen mucho tiempo para crecer y vigorizarse, y parte de este proceso ocurre durante su tránsito sobre el Caribe.
Ese mismo sol caribeño que fortalece los huracanes al cargar de energía térmica las aguas tropicales es también el motor del gran sistema meteorológico de irrigación que cada año, durante los meses cálidos, levanta vapor de agua del mar, lo acumula en grandes formaciones nubosas y lo lleva a tierra bajo el impulso de los vientos alisios. No es casual que en la península de Yucatán a las precipitaciones veraniegas se les llame “lluvias orientales”, pues de esa dirección del Caribe provienen. Tampoco es casual que la temporada de lluvias en México —salvo en el extremo noroeste, que tiene clima mediterráneo con lluvias en invierno— coincida con la temporada de huracanes. Y es que tanto éstos como las tormentas y sus predecesoras, las depresiones tropicales, se caracterizan precisamente por sus extensas y densas masas de nubes. En una tormenta o un huracán de regular tamaño, éstas abarcan en promedio 300 000 kilómetros cuadrados y provocan precipitaciones del orden de 150 a 300 milímetros sobre amplias zonas, incluso a cientos de kilómetros de su centro. En los grandes huracanes pueden cubrir dos o tres millones de kilómetros y descargar en un par de días sobre una región hasta la mitad de la lluvia que normalmente cae en un año.
Las corrientes marinas
El sol caribeño es igualmente la fuente de energía del colosal sistema de calefacción que, mediante caudalosas corrientes marinas, lleva el calor del trópico más allá del Círculo Polar Ártico y permite que el norte de Europa sea habitable.
La famosa Corriente del Golfo o Gulf Stream, como se le conoce en inglés, de hecho nace con el nombre de Corriente del Caribe. Se forma por la confluencia de tres corrientes procedentes del norte y del sur del Atlántico —la Ecuatorial del Norte, la de Brasil y la de las Guayanas—, que penetran por los pasos entre las islas, principalmente las de las Antillas Menores. La Corriente del Caribe sigue una dirección general hacia el oeste, acumulando calor en todo el trayecto, y entra al Golfo de México por el canal o estrecho de Yucatán, entre el Cabo Catoche, en el noreste de la península, y el Cabo San Antonio, en Cuba. Allí su caudal es de 30 millones de metros cúbicos por segundo. Tal cantidad de agua equivale a 120 veces el desfogue máximo del Amazonas.
En el canal de Yucatán existe una especie de escalón o umbral submarino cuya profundidad, de 1 800 metros, es mucho menor que la del resto de la cuenca de Yucatán. Al topar con ese obstáculo, las enormes masas de agua que circulan por las profundidades tienen que ascender, levantando sedimentos del fondo que, arrastrados por la corriente, se van desparramando sobre la extensa plataforma continental del norte y occidente de la península. Por eso a partir de la zona de la isla del Contoy, en Quintana Roo, hay abundante pesca.
Después de moverse por el Golfo, la corriente regresa al Atlántico por el estrecho de La Florida —ya con el nombre de Corriente del Golfo— y toma rumbo hacia Europa, acrecentándose con la Corriente de las Antillas y otros grandes aportes de aguas del Atlántico mientras avanza a lo largo de la costa norteamericana, hasta alcanzar un máximo de 130 millones de metros cúbicos por segundo. Finalmente, llega a las islas británicas y la península escandinava, todavía con suficiente calor como para que los puertos noruegos situados más allá del Círculo Ártico se mantengan libres de hielo todo el año, aun en los meses de la larga y gélida noche polar. En cambio, Groenlandia, situada a menor latitud pero no bañada por esas aguas caribeñas, es una masa perpetua de hielo y nieve.
El Gran Arrecife Maya
El rasgo distintivo de la costa del Caribe mexicano es la cadena de arrecifes coralinos —escollos sumergidos constituidos por masas de coral que llega cerca de la superficie— que la bordea desde la isla del Contoy, al norte de Cancún, hasta Belice y Honduras. Se le conoce como Sistema Arrecifal Mesoamericano o Gran Arrecife Maya y se le considera la segunda del mundo después de la Gran Barrera Coralina de Australia. Pero mientras esta última tiene más de 2 000 kilómetros de largo y 80 de ancho, la nuestra es bastante modesta: sólo unos 500 kilómetros de longitud total y amplitud que va de escasos 100 o 200 metros en su porción norte, a dos o tres kilómetros en el sur, donde alcanza su máximo desarrollo.
Este sistema arrecifal, por otro lado, no es continuo, sino que en distintos sitios se interrumpe en tramos de varios kilómetros. Además, en muchos puntos presenta angostos cortes o brechas, llamados localmente “quebrados”, que son como canales naturales enteramente desprovistos de coral y lo bastante profundos para permitir el paso de pequeñas o medianas embarcaciones.
Los arrecifes caribeños son bastante jóvenes —sólo unos 20 000 años de edad— y por ello todavía incipientes y poco desarrollados. De hecho, se les puede considerar de segunda generación, pues se formaron sobre los restos de otros más antiguos, que murieron durante la última glaciación debido al frío y al descenso del nivel del mar. Aquellos antiguos arrecifes dejaron una especie de escalón rocoso a lo largo de la costa oriental de la península, y al finalizar la glaciación, subir el nivel del mar y calentarse el agua, las nuevas formaciones de coral pudieron restablecerse sobre ese borde. Luego, al ascender un poco más el mar, penetró detrás de ellas, dejándolas separadas de la costa por una franja de aguas marinas someras a la que se llama laguna arrecifal.
Los pólipos y su exoesqueleto
Hay dos tipos de corales: los duros o pétreos, con esqueleto rígido, de los cuales en el Caribe existen unas 70 especies, y los blandos, cuyo esqueleto es flexible y está formado por multitud de agujillas de carbonato de calcio, llamadas espículas, embebidas en una matriz de material córneo relativamente suave. Estos corales, que ondulan suavemente con el oleaje, son popularmente llamados abanicos, látigos o plumas de mar, crecen con mayor rapidez que los duros, ya que no consumen mucha energía en formar grandes esqueletos. En el Caribe abundan mucho más que en otros mares tropicales y hay numerosas especies de muy variadas formas y colores, algunas de gran tamaño.
Todos los corales, duros o blandos, están constituidos por colonias de pólipos, que son minúsculos animales muy primitivos y rudimentarios, usualmente de uno a diez milímetros de largo, con forma de pequeños sacos o bolsas. En la abertura poseen un manojo de tentáculos que les permiten atrapar pequeñas partículas alimenticias arrastradas por el agua o capturar diminutas presas. Cada pólipo segrega carbonato de calcio, con el que forma el esqueleto externo o exoesqueleto colectivo de la colonia, cuya forma es típica de cada especie. Las hay que parecen cuernos de alce o de venado, cerebros humanos, órganos musicales, manos, flores, cactos, candelabros, pilares, lechugas, cortinajes, arbustos o coliflores. A medida que los pólipos se multiplican por división, va creciendo la colonia, hasta cierto límite según la especie. La rosa de coral Manicina areolata alcanza como máximo 20 centímetros, pero los corales cerebro Meandrina meandrites pueden sobrepasar siete metros de diámetro, aunque para ello demoran miles de años.
El arrecife coralino es uno de los ecosistemas más ricos y diversificados de la Tierra, comparable a la selva tropical. En él coexisten, además de los corales, una enorme cantidad de algas y esponjas, alrededor de 400 especies de peces, y entre dos y tres mil de caracoles, cangrejos, estrellas de mar, erizos, langostas, pulpos, anémonas, camarones, tortugas, gusanos y otros muchos crustáceos, moluscos, celenterados, equinodermos y demás invertebrados, muchos de ellos de gran belleza por sus extrañas y llamativas formas y gran colorido.
Puede parecer anómalo y contradictorio que en aguas como las del Caribe, tan pobres en nutrimentos, haya tal abundancia y concentración de formas de vida. Eso fue durante muchos años un enigma incluso para los biólogos, porque en el arrecife aparentemente el número de consumidores —esto es, animales herbívoros o carnívoros— supera al de productores, o sea organismos vegetales capaces de formar su propio material alimenticio mediante la fotosíntesis. Esa situación viola un principio básico de la ecología y de la lógica misma, ya que obviamente en cualquier ecosistema la masa de productores —de organismos que son consumidos— debe necesariamente ser mayor que la de los consumidores que se alimentan de ellos. Finalmente se descubrió que los productores —los organismos vegetales— estaban integrados en los corales mismos y ocultos en ellos.
Los pólipos tienen los tejidos llenos de algas microscópicas llamadas zooxantelas con las que mantienen una relación simbiótica de mutuo beneficio. Muchos biólogos opinan que no se les puede considerar estrictamente plantas, sino más bien organismos intermedios con características tanto animales como vegetales, pues si bien poseen cloroplastos, estructuras celulares cargadas de clorofila en las cuales se realiza la fotosíntesis, y normalmente se hallan dentro de los pólipos, también pueden vivir independientemente y moverse por sí mismas. Estas algas, mediante la fotosíntesis, producen alimento para los pólipos y a la vez aprovechan los desechos del metabolismo de sus hospederos —dióxido de carbono, amoniaco, fosfatos y minerales. También contienen pigmentos que dan a los corales vivos sus colores característicos, muy diferentes al blanco de los esqueletos muertos.
Los arrecifes coralinos, además de ser un gran atractivo turístico, albergan valiosas especies pesqueras, como la langosta marina y el boquinete. Asimismo, actúan como una especie de rompeolas natural que protege la costa del oleaje durante los huracanes y las tormentas tropicales. Pero durante las últimas décadas se ha observado en ellos un alarmante deterioro cuyas causas son todavía motivo de discusión, pero al parecer obedecen a una combinación de factores, como contaminación con aguas negras, aumento en la temperatura del mar por efecto del calentamiento global, sobrepesca y daños por el exceso de visitantes.
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Juan José Morales
Escritor, periodista y divulgador de la ciencia,especialista en temas marinos.
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como citar este artículo → Morales, Juan José. (2004). El joven mar caribe. Ciencias 76, octubre-diciembre, 34-41. [En línea] |
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