revista de cultura científica FACULTAD DE CIENCIAS, UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
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El maíz en México: problemas ético-políticos
 
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León Olivé
   
               
               
La problemática del maíz, como se ha ve­ni­do planteando en
México en las décadas re­cientes, tiene muchas aristas: económicas, sociales, culturales, éticas, políticas, agríco­las, alimentarias, técnicas y científicas, sólo para mencionar algunas. Hay dos temas de relevancia ético-política que deben tener un sustento en concepciones adecuadas de los sistemas técnicos, tecnológicos y científico-tecnológicos, y que son cruciales en estos momentos en México: 1) ¿Cómo debería enfrentarse socialmente la problemática de los organismos genéticamente modificados, en general, de las plantas transgénicas, en particular, y muy especialmente el cultivo de maíz transgénico? 2) ¿Por medio de qué tipos de mecanismos, y con la participación de quiénes, debería decidirse el tipo de tec­nología que tendría que adoptarse para incrementar la producción de maíz en nuestro país y, sobre todo, para ga­ran­tizar el autoabasto nacional?

Para responder a estas interrogantese es preciso pri­me­ro examinar diferentes maneras de concebir la ética, la ciencia y la tecnología, y mostrar que estas concepciones no son neutrales, sino que desempeñan un papel ideológico y tienen consecuencias importantes sobre las formas en que se considera correcto tomar decisiones con respec­to a los ámbitos científico-tecnológicos, especialmente los que afectan a la sociedad y al ambiente.

En efecto, las formas de entender la ética no son va­lo­rativamente neutrales ni están libres de intereses no filo­só­ficos y no epistémicos. Las concepciones de la ética, especialmente en relación con la ciencia y la tecnología, están ligadas a intereses políticos y económicos, y tampoco están libres de sesgos cul­turales.

Por ejemplo, desde cierto punto de vis­ta la bioética ha sido entendida como una éti­ca “principalista”, basada digamos en los lla­mados principios de Georgetown (be­ne­fi­cencia, no maleficencia, autonomía y jus­ticia). Esta concepción ha sido acu­sa­da de insensibilidad ante la diversidad cultural y valorativa que prevalece en el mundo, apar­te de que es afín a una visión verti­cal de las prácticas científicas y tec­nológicas, donde los principios éticos se im­ponen desde arri­ba y se excluye la par­ticipación de todos los involucrados para establecer las normas y valores pertinentes en contextos específicos.
 
En oposición a una concepción principalista de la bioé­tica puede proponerse que la tarea de ésta debe ser el aná­lisis crítico de la estructura axiológica de las prácticas so­ciales que tienen que ver con la vida, con sus condi­cio­nes de posibilidad y con su entorno. De esta manera, los ob­je­tos de análisis de la bioética incluirían, entre otras, a las prác­ticas médicas, las de investigación farmacológi­ca, las que afectan el ambiente, y en el caso de México y de mu­chos paí­ses de América Latina, todas aquellas in­vo­lu­cradas en la cadena de producción, distribución, trans­formación y con­sumo del maíz, en la medida que tie­nen que ver con el ambiente y con aspectos funda­men­ta­les de la vida huma­na, tanto desde una perspec­ti­va social y cultural, como in­dividual, muy especialmente con la nu­trición.

Las diferentes concep­cio­nes tienen distintas con­se­cuen­cias sobre las formas de responder a la pregunta que nos interesa. Por ejemplo, ¿quiénes deberían inter­venir en los procesos de críti­ca y, en su caso, modificación de las normas y valores que guían a las prácticas en la pro­duc­ción del maíz, su dis­tri­bu­ción, co­mercialización, transfor­ma­ción y consumo, tanto de se­millas como de los produc­tos derivados de su cultivo?

En relación con las prác­ti­cas médicas, bajo la con­cep­ción que aquí sugerimos se des­pren­de que los grupos que deben intervenir en el análi­sis y crítica de las normas y va­lores correspondientes no son sólo los médicos y en­fer­meros, ni sólo ellos junto con los funcionarios institu­cio­na­les responsables de los ser­­vi­cios de salud, sino que tam­bién deben participar los gru­pos sociales afectados, pa­­cien­tes, grupos unidos en tor­no a en­fermedades y pa­de­ci­mientos específicos, etcétera.
 
También las concepciones de la ciencia o de la tecnología que se utilicen tienen consecuencias para considerar si éstas son éticamente neutrales. La tesis de la neutralidad ética de la ciencia afirma que la ciencia está libre de va­lores morales, y que los únicos valores que deben im­pe­rar en la ciencia son los epistémicos, es decir aquellos que entran en juego para formular hipótesis y teorías, así como en la decisión de aceptarlas o re­cha­zarlas. Mediante una separación de los con­ceptos de “ciencia” y de “científicos”, esta posición considera que los científicos, como personas, ciertamente pueden enfrentar problemas éticos, y sus acciones es­tán sujetas a evaluación desde un pun­­to de vista ético. Por ejemplo el plagio o el fraude son éti­ca­mente condenables. Pero en tanto que el objetivo de la ciencia es pro­ducir co­no­cimiento, la evaluación acer­ca de si una propuesta de conocimiento está bien fun­dada y se trata de conocimiento autén­tico, de­pende de la correcta aplicación de normas y valores me­todológicos y epis­­té­micos, pero de ninguna manera éticos. De aquí apresurada e injustificadamente se concluye que la ciencia está libre de va­­lores no epistémicos. Otra cosa —para la posición que defiende la neutralidad ética de la ciencia— es que el conocimiento, una vez pro­du­cido, se use para bien o para mal. Pero desde el punto de vista de quienes defienden esta tesis, eso ya no es un pro­blema de la ciencia, ni de los científicos, sino de quienes la usan y la aplican (políticos, empresarios, militares, etcétera). Como veremos, esto es controvertible, por decir lo menos, pues depende de una concepción estrecha de la ciencia, que la reduce a sus productos: los conocimientos.
 
La tesis de la neutralidad ética de la ciencia se sostiene, pues, sobre la base de una concepción de la ciencia que la identifica con sus resultados. Pero existen otras formas de concebir a la ciencia que arrojan consecuencias muy dife­rentes sobre la tesis de la neutralidad. La ciencia pue­de con­cebirse no únicamente como el conjunto de los re­sul­ta­dos de las acciones de los científicos, sino como el con­junto de prácticas científicas que generan esos resulta­dos (los cono­cimientos). De acuerdo con esta concepción, los cono­cimientos forman parte de esas prácticas, y los cientí­ficos (las personas) también son elementos cons­titutivos de ellas.
 
Prácticas sociales y prácticas científicas
 
Para elucidar el concepto de “práctica científica” comen­te­mos primero el de “prácticas social”. Las prácticas so­cia­les están constituidas por grupos de seres humanos que rea­li­zan ciertos tipos de acciones intencionales y son, por tan­to, agentes. Además de los agentes, las prácticas in­clu­yen una estructura axiológica compuesta por los fines que se per­si­guen mediante esas ac­cio­nes, así como los valores y las normas in­vo­lucradas. Las acciones son guiadas por las representaciones (creencias, teorías y modelos) que tie­nen los agentes, y también involucran conocimiento tá­ci­to. Por lo general en todas las sociedades hay prácticas, por ejemplo, económicas, técnicas, educativas, políti­cas, re­crea­tivas y religiosas. En las socieda­des mo­der­nas hay además prácticas tecnológicas y cien­tíficas.
Las prácticas científicas son un tipo de prácticas sociales, que se ca­­racterizan porque el objetivo principal que se persigue en ellas es la generación de conocimiento, el cual es sancionado de acuerdo con va­lo­res y normas metodológicas propias de cada disciplina científica, las cua­les garantizan, humanamen­te ha­blan­do, que los resultados que satis­facen dichas nor­mas y valores constituyen cono­cimiento fiable, aunque falible.
 
Desde este otro punto de vista, en­tonces, la ciencia se entiende co­­mo un conjunto de prácticas que se desarrollan dentro de los sistemas de ciencia, que incluyen no sólo a las ins­ti­tu­cio­nes (centros, institutos, uni­versidades, etc.) donde se desa­rro­lla la ciencia en sentido estricto, sino tam­bién a las instituciones y agen­cias encargadas del diseño e im­ple­mentación de políticas cien­tí­fi­cas, como el conacyt, por ejemplo, e incluyen también a los órganos en­cargados de la enseñanza y de la comunicación de la ciencia. Así, por ejemplo, la Fa­cultad de Cien­cias de la unam, en tanto insti­tución en­car­gada de la formación de nuevos cien­tíficos y de profesores de ciencias, forma parte del sis­tema científico de México, y la revista Ciencias, en tanto que tiene por mi­sión la co­mu­nicación de la ciencia a un alto nivel, también.

Los conceptos de “práctica científica” y “sistema cientí­fico” son complementarios. De hecho la distinción se hace para fines del análisis únicamente, pues en la realidad social las prácticas científicas están insertas en sistemas científicos, y éstos no existen al margen de las prácticas; al contrario, los sistemas existen y se reproducen por me­dio de ellas. Con el concepto de “sistema científico”, por ejem­plo, se hace énfasis en las instituciones en las que se desarrollan las prácticas científicas (centros de investigación y enseñanza, universidades), así como en las que se diseñan y aplican las políticas científicas (instituciones como conacyt), incluyendo los procesos de evaluación (de individuos, de grupos y de instituciones), así como en las relaciones e interacciones entre todas ellas.

Una importante consecuencia de esta manera de con­cebir a la ciencia es que a partir de ella ya no es sostenible la tesis de su neutralidad ética. Pa­ra ver eso, basta reparar en que se le en­tiende como un conjunto de prác­ticas que con­sis­ten en grupos de agentes intencionales que reali­zan determinadas acciones con cier­tos propósitos, que uti­li­zan determina­dos medios para sus fines, y que de hecho generan resultados, algunos previstos y buscados inten­cio­nal­men­te, pero otros imprevistos y no buscados. Los medios utilizados, los fines que se bus­can, las intencio­nes, y los re­sultados de hecho pro­du­cidos, todo esto es sus­ceptible de evaluación desde un pun­to de vista ético.
 
Hay un caso histórico que ilustra esto con claridad. Se trata de uno de los episodios más citados en la his­to­ria de la ciencia donde se vio­la­ron las normas éticas más elemen­ta­les: la investigación sobre la sífilis en Tuskegee, Alabama, donde du­ran­te cuarenta años, entre 1932 y 1972, con el fin de obtener conocimiento científico acerca del desa­rro­llo de la enfermedad en pacientes que no recibían tratamiento alguno, se hizo un seguimiento de su evolu­ción en alrededor de 400 sujetos, to­dos ellos negros, sin informarles que realmente estaban enfermos de sí­fi­lis, haciéndoles creer que tenían otro padecimiento, sin ofre­cerles ningún tratamiento —co­mo el de la penicilina que se hizo común a partir de 1943—, y evitando que recibieran ayuda por parte de alguna otra institución. El experi­mento sólo se detuvo cuando surgió un escándalo nacional en los Estados Unidos a partir de una filtración de la información a la prensa. A partir de esta in­vestigación, hecha en nombre de la ciencia, para obtener conoci­miento científico, se redactó el llamado Informe Belmont, don­de se establecieron en los Estados Unidos los derechos de las personas que participen en investigaciones de ese estilo.
 
Podría replicarse que éste es un ejemplo inadecuado, porque esas situaciones ya no ocurren más. Al respecto ha­bría que decir que está por verse que en efecto ya no ocu­rran, es decir, necesitaríamos información empírica para determinar si tienen lugar o no. Pero en cualquier caso, la proliferación de comités de ética, no sólo en la práctica clínica, sino en la investigación en salud en general, es un reconocimiento de la existencia de una variedad de problemas éticos que surgen en la investigación misma, y no sólo en la aplicación de los conocimientos.

En cualquier caso, el ejemplo anterior muestra que es indispensable evaluar los medios que se utilizan, aunque el fin que se busque, y el principal resultado de he­cho, sea genuino y puro conocimiento científico.

Algo análogo puede decirse con res­pec­to de la tecnología. Suele reducirse la tec­nología a los artefactos, o en todo caso a los artefactos más las técnicas por medio de las cuales éstos se producen, en­ten­diendo por técnicas a los conjun­tos de reglas, instrucciones y habilidades para transformar objetos. De nueva cuenta, el problema de concebir así a la tecnología es que se excluye a los sujetos que tienen intenciones, buscan determinados fines, utilizan ciertos medios para lograrlos, y obtienen de hecho ciertos resultados que tienen consecuencias en la sociedad y en el ambiente.

Pero existe otra forma de entender a la tecnología, tam­bién como un conjunto de prácticas que se desarrollan dentro de un determinado sistema conformado por insti­tu­cio­nes, empresas, industrias, organismos de regulación (que otorgan o niegan permisos para la fabricación y distribución de determinados artefactos) y que están encargados de establecer políticas, etcétera.

Bajo esta concepción, las prácticas tecnológicas, a di­fe­ren­cia de las científicas, están orientadas no ha­cia la ge­ne­ración de conocimiento, sino a la trans­formación de ob­jetos, que pueden ser materiales o simbólicos, aunque muchas veces para ello generan nuevo conocimiento. No necesa­riamente buscan satisfacer un valor de mercado, como lo ilustra el caso de mucho del tra­bajo que se ha ve­nido rea­li­zando en torno al software libre en nuestros días, pero es cierto que en las sociedades cuya economía se rige por el mercado, la tendencia dominante es que las prác­­ticas tecnológi­cas generen productos con un valor de cam­bio que se realiza en el mercado.

Las prácticas tecnológicas incluyen co­no­­ci­miento tácito que las hace posibles, pero ade­más están basadas en conoci­­mien­tos que pro­vienen en gran medida de prác­ti­cas distintas. Una de las características de las prác­ti­cas tec­nológicas es que nece­sa­ria­­mente deben basarse en conocimien­tos científicos, aun­que no exclusivamente en ellos.

Esta propuesta distingue entonces en­tre prácticas téc­ni­cas y tecnológicas, re­ser­vando el término de “tecnología” para aque­llas prácticas cuyo objetivo central es la trans­for­ma­ción de objetos mediante pro­cedimientos que se bene­fician del co­no­ci­miento científico. Las prácticas técni­cas, en general, son aquéllas que transforman objetos sin hacer uso nece­sa­riamente del conocimiento científico.

Transformaciones en los sistemas de ciencia y tecnología
 
Las prácticas científicas y tecnológicas que conocemos ac­­tualmente se vinieron conformando a partir de la revo­lución científica de los siglos XVI y XVII y de la revolución industrial del XVIII, y claramente subsisten hasta nuestros días. Sin embargo, en el siglo XX sucedió otra revolución, la que algunos autores han llamado la revolución tecnocientífica.

Dicha revolución consiste en el surgimiento, clara­men­te desde mediados del siglo xx, pero no sin antece­den­tes significativos, de prácticas generadoras y transfor­ma­do­ras de conocimiento que no existían antes. En ellas se ge­ne­ra conocimiento, se transforma y ahí mismo, en su seno, ese conocimiento se incorpora a otros productos, materia­les o simbólicos, que tienen valor añadido por el hecho mis­mo de incorporar ese conocimiento. Dicho valor normalmente se debe a que los resultados de esas prácti­cas tienen un valor que se realizará en el mercado, o bien por­que son útiles para mantener el poder económico, ideoló­gico o militar (por ejemplo técnicas de propaganda o de con­trol de los medios de comunicación).

El conocimiento y la técnica, en tanto que permiten trans­formar la realidad natural y social, han sido aprovechadas por muchos grupos humanos para satisfacer sus necesidades, y también han sido puestas al servicio de quie­nes han detentado el poder político, económico y mi­­li­tar desde los principios de la humanidad. Eso no es ningu­na novedad. Pero lo inédito en la historia es que las nue­­vas prácticas “tecnocientíficas” tienen una estructura distinta a las prácticas científicas y tecnológicas tradicionales, incluyendo sobre todo su estructura axiológica, por lo que requieren de novedosos criterios de evaluación, y tienen efectos importantes en las políticas de ciencia, tecnología e innovación.

Suele mencionarse al proyecto Manhattan (la cons­truc­ción de la bomba atómica) como uno de los primeros gran­des proyectos tecnocientíficos del siglo XX. Otros ejemplos paradigmáticos de tecnociencia hoy en día los encontramos en la investigación espacial, en las redes satelitales y telemáticas, en la informática en general, en la biotec­no­logía, en la nanotecnología, en la genómica y en la pro­teómica.

Los sistemas tecnocientíficos están conformados por gru­pos de científicos, de tecnólogos, de administradores y gestores, de empresarios e inversionistas y muchas veces de militares. Aunque no es una característica in­trín­se­ca de la tecnociencia, hasta ahora el control de los siste­mas tecnocientíficos ha estado en pocas manos, de élites políticas, de grupos dirigentes, de empresas trasnacionales o de mi­li­tares, asesorados por expertos tecnocientíficos. Éste es un rasgo de la estructura de poder mundial en virtud del cual, además del hecho de que el conocimiento se ha con­­ver­ti­do en una nueva forma de riqueza que ­pue­de reproducir­se a sí misma, también es una forma nove­do­sa de poder.

No es de sorprender, entonces, que los sistemas y las prácticas que mayores recursos económicos reciben hoy en día (públicos y privados) sean los tecnocientíficos, a diferencia de los científicos y tecnológicos que relativamente reciben ahora menos atención y financiamiento. Pero también las prácticas y sistemas tecnocientíficos son los que tienen mayores efectos sociales y ambientales.
 
¿Cómo evaluar y juzgar esos efectos? ¿Existe un con­jun­to de criterios, o es posible llegar a un consenso social so­bre un conjunto de criterios que permitan hacer una eva­luación desde un punto de vista unificado? Para res­pon­der a esta pregunta es necesario examinar la estruc­tura axiológica de las prácticas tecnocientíficas. Veremos que esa estructura explica que sea prácticamente imposible lle­gar a un consenso social sobre un único conjunto de cri­te­rios para evaluar las prácticas tecnocientíficas y sobre todo su impacto social y ambiental. Ésta es una de las ra­zo­nes fundamentales por las cuales la evaluación de las prácticas tecnocientíficas y la toma de decisiones con res­pecto a ellas trasciende el campo puramente cien­tífico y tecnológico para pasar al político. Se requieren acuerdos políticos y sistemas políticos de participación pública para realizar las evaluaciones, especialmente en ca­sos como el maíz, donde se afectan intereses de toda la sociedad.
 
Veamos primero la estructura axiológica de las prácticas tecnocientíficas, para pasar después a la propuesta de los mecanismos de evaluación y toma de decisiones que se­rían aceptables desde un punto de vista ético, y bajo una perspectiva política que tome en serio la democracia, es de­­cir como democracia participativa y no como mera democracia formal.

Estructura axiológica de la tecnociencia


Las prácticas científicas, en sentido estricto, nunca han es­ta­do orientadas a la producción de resultados con un va­lor de mercado, y jamás han sometido sus resultados a pro­ce­­sos de compra-venta en mercados de conocimiento. Por el contra­rio, si de algo se ha preciado y sigue pre­­ciándose la ciencia moderna es del carácter pú­blico de sus resultados. Así ha ­si­do des­de sus inicios, y así si­gue sien­do. Esto es, los valores que dominan den­tro de las prácticas cien­tíficas son sobre todo valores epis­témicos, aun­­que como hemos sos­te­ni­do, no de­jan de estar en jue­go valores éticos y otros como los es­téticos, pero el ob­je­ti­vo de la cien­cia tradicional al ge­nerar conocimien­to nunca ha si­do el de obtener ganancias econó­micas.

Sin embargo esto es radical­men­te distinto en las prác­ti­cas tec­no­cien­tíficas. En la estructura axiológica de éstas se encuentran valores eco­nó­micos como la ganancia fi­nan­cie­ra, o valores militares y políticos co­mo la ventaja para vencer y dominar a otros, junto con valores que aho­ra son considerados positivos por algu­nos sectores —si re­­dun­dan en un beneficio económico— y que afectan di­rec­ta­men­­te el dominio epistémico, tales co­mo la apropiación privada del conocimiento, y por tan­to el secreto y a veces hasta el plagio.

El filósofo español Javier Echeverría ha propuesto que en las prácticas tecnocientíficas pueden estar presentes 12 tipos de valores (sin pretender exhaustividad y re­co­no­­cien­do que no en toda práctica tecnocientífica están ne­ce­saria­mente todos ellos), a los cuales podemos añadir un ti­po más, el de los valores éti­cos, haciendo una distinción entre moral y ética. Por moral entenderemos la moral po­sitiva, es decir, el conjunto de normas y valores mo­ra­les de hecho aceptados por una co­munidad para regular las relacio­nes entre sus miembros. Por ética en­ten­deremos el conjunto de valores y de nor­mas racionalmente acep­ta­dos por comunidades con diferentes mo­rales positivas, que les permiten una convivencia ar­mo­­nio­­sa y pacífica entre ellos, y que in­clu­so puede ser cooperativa; el res­pe­to a la diferencia, así como la tolerancia horizontal, por ejemplo, son valores éticos fundamenta­les. Ba­jo esta concepción, la ética tie­ne la tarea de propo­ner valores y normas para la con­vivencia entre grupos con morales diferentes, los cua­les deben ser acep­­tables para cada uno de esos grupos por sus propias ra­zones. Éstos son: básicos (como la preservación de la vida con buena ca­lidad); epistémicos (como la ade­cua­ción de una teo­ría a los datos que per­miten su acep­ta­ción, la fecun­di­dad en las explicacio­nes, la sim­pli­­ci­dad en las pruebas); técnicos (co­mo la eficiencia o la efi­cacia); económi­cos (como la ganancia); militares (co­mo la victoria, la capacidad de intimidar al enemigo); jurídicos (como la propiedad); políticos (el poder); so­ciales (como la justicia social, la igualdad; pero también para otros los valores pueden ser la desigualdad, el prestigio, la riqueza); ecológicos (la preservación de la biodiversidad); estéticos (elegancia de una teoría o de una demostración matemática); religiosos (por ejemplo los involu­cra­dos en la investigación con em­briones o células troncales); morales (en el mis­mo tipo de investigaciones mencionadas arriba están involu­cra­dos también valores morales, por ejem­plo para quienes por creen­cias religiosas consideran que el em­brión es una per­sona); éticos (por ejemplo el va­lor del no sufrimiento inú­til de los animales, lo cual daría lu­gar a una norma­ti­vi­dad para que la investiga­ción con ani­males se haga bajo con­di­ciones que garanticen el menor sufrimien­to posible, y que los animales sean su­jetos de experimentos sólo cuan­do no haya otras opciones viables).
 
Esta complejidad axiológica da lu­gar a prácticas tec­no­científicas que aparentemente son similares, pero que real­mente se distinguen precisa­mente porque se separan en algún valor o en un grupo de ellos. Así, por ejemplo, una de­terminada práctica bio­tec­nológica, en­mar­cada en una empresa transnacional, puede responder de manera privilegiada al valor económico de la ganancia, su­bor­dinando los valores epis­témicos, es de­cir, en ella se vigilará que se cum­plan los valores epistémicos al nivel mínimo indispensable para lo­grar los resultados que se buscan en el or­den científico y tec­nológico, por ejem­plo que una determinada semi­lla trans­génica produzca una planta con determinadas carac­terísticas, pero el va­lor fundamental para hacer eso se­rá el de la ganancia, y probablemente no se actúe de acuer­do con cierto valor eco­lógico como podría ser el de pre­servar la bio­diversidad, evitando riesgos de con­ta­minación transgénica en otras variedades de la especie, como ha ocurrido con el maíz en México.

En cambio otra práctica biotecno­ló­gi­ca, por ejemplo de­sarrollada en el se­no de instituciones públicas de in­vestiga­ción, puede responder precisamente al valor de la pre­ser­vación de la biodiversidad, y en ella la generación de co­nocimiento no buscaría la ganancia económica, sino quizá el bien público. Por ejemplo, al hacer públicos los cono­ci­mientos generados en esa práctica no ha­bría ánimo de lu­cro, y se buscaría el fin de que tales conocimientos sean úti­les a la sociedad para tomar decisiones digamos en ma­teria de bioseguridad.

Por sus características, incluyendo su estructura axio­ló­gica, entonces, aunque aparentemente pertenezcan al mis­­mo campo (digamos a la biotecnolo­gía, o a la ingeniería genética), puede ha­ber prácti­cas tecnocientíficas que en rea­li­dad sean diferentes en función de los va­lo­res que asumen y a los cuales res­pon­den. Es­to ex­plica que en la arena so­cial con­tem­po­ránea sean inevitables las con­­­­fron­ta­cio­nes y choques entre grupos hu­­manos a la hora de evaluar prácticas tec­­no­cien­tí­ficas y sus resultados en la so­ciedad y en el ambiente, pues nor­mal­men­te lo ha­­rán con base en diferentes gru­pos de valores y respondiendo a distintos intereses.

La problemática del maíz en México está íntimamente ligada a la operación de determinadas prácticas tecnocientífi­cas, en la medida en que muchas de és­tas tie­nen el interés de colocar sus pro­duc­­tos en el mercado mexicano, respon­­dien­do principalmente a ciertos valores eco­­­nó­mi­cos, sobre todo el de la ganancia, que pri­vilegian por encima de otros co­mo la justicia social, la preservación de la bio­diversidad y el derecho de los cam­pe­­si­nos a realizar sus tradicionales prácticas productivas (de cultivo) que, para conti­nuar siendo tradicionales, deberían ha­cer­se sin semillas transgénicas.
 
La participación democrática

¿Significa lo anterior que no queda otro ca­mino que el en­frentamiento entre gru­pos con intereses y valores di­fe­ren­tes, don­de inevitablemente saldrá victorioso el más poderoso política y económicamen­te?

Si bien ésta es la triste situación que de hecho se ha da­­do hasta la fecha en México, no debemos caer en el error de pensar que es ine­vi­table y que así tie­ne que ser en vir­tud del desarrollo cien­tífico y tecnológico. Co­mo ade­lan­ta­mos antes, precisamente porque la estructu­ra axio­ló­gica de las práctica tecnocientí­ficas lleva a con­frontacio­nes en­tre grupos con intereses distintos, la resolución de esta pro­ble­má­ti­ca tiene que entender­se de manera po­lítica, en el me­jor senti­do de política que podamos asumir, a sa­ber, el de la bús­que­da de procedimientos y mecanismos para la toma de decisiones que afectan la esfera pública, los cua­les deberían re­sul­tar aceptables para to­dos los interesa­dos, siempre y cuando se acepte el su­pues­to de que nadie tiene de­recho a im­poner su punto de vista y an­teponer sus intereses particulares a los de los demás.

Desde luego el último supuesto no se da en México, y de ahí deriva la actual si­tuación en la cual unos grupos imponen sus intereses particulares aun en te­­mas tan básicos como el del maíz. Pero la idea anterior es­boza en sus rasgos ele­men­ta­les un prin­ci­pio de organización de­mo­crá­ti­co, en el sentido de de­mo­cra­cia par­ticipativa, no formal. Es de­cir, en un sentido en donde se reco­no­ce que la toma de decisiones debe ha­cerse, y los conflictos de­ben re­solverse, mediante su airea­­mien­­to en la esfera pública, a la cual to­dos tienen derecho de ac­ce­der y en la cual todos tienen de­recho a presentar y defender sus intereses particulares, y en don­de deben debatirse todas las posicio­nes presentadas, pero de la cual se espera que los resultados, por ejemplo una decisión acer­ca de qué tipo de tecnología resulta más conveniente para resolver el problema del abas­to de maíz en México, se deriven de acuerdos que sa­tisfagan el bien público, según como la mayoría entienda ese bien público.

Sistemas sociales científico-tecnológicos


Para responder a nuestras dos preguntas iniciales, el primer paso sería reconocer que una problemática como la del maíz en México no debe enfocarse como un asunto ex­clusivamente científico-tecnológico (ni siquiera inclu­yen­do a las ciencias sociales, como la economía, la sociología o la antropología en la definición del problema y en la propuesta de soluciones). Es preciso concebirlo en todas sus dimensiones, que incluyen problemas ético-políticos, culturales, sociales y ambientales.

En virtud de la dimensión científico-tecnológica, desde luego que en el diagnóstico y en la formulación precisa del problema, así como en su discusión, en el debate de las pro­puestas de solución, y en la ejecución de las posibles medidas para resolverlo, deben participar expertos de las diferentes disciplinas científicas y tecnológicas invo­lu­cradas, de las ciencias naturales, de las exactas, de las so­ciales y de las humanidades.
 
Por otra parte, las soluciones requerirán decisiones en cuanto a políticas públicas, en el terreno de la agricultura, la economía, la salud, la edu­cación, la cultura, por lo que des­de luego deben participar tam­bién los responsables de la to­ma de de­cisiones en esos ámbitos. Pero en atención a las otras aristas, que afectan la vida de muchos grupos humanos, así como al ambiente en el que habitamos todos, y a la luz de la conclusión a la que llega­mos en la sección anterior de que no basta con la participación de po­líticos y de expertos, sino que en un problema de esta naturaleza es necesario que la solución pro­ven­ga de un amplio debate en la esfe­ra pública, entonces ciertamen­te en la definición del problema, en la propuesta y discusión de po­sibles soluciones, así como en su implementación, deben participar todos los interesados, con plena li­bertad para aportar al debate propuestas de acuerdo con su experiencia, sus conocimientos, sus deseos y sus ex­pec­tativas. La solución debería satisfacer a la mayoría de que se está preservando el bien común.

De lograrse algo como lo apuntado arriba, se habría cons­tituido lo que bien podríamos llamar una red socio-­cul­tural de innovación. Es decir, una red social que permita amplias interacciones y circulación de conocimientos, de opiniones y propuestas entre diferentes grupos sociales, con distintos puntos de vista e intereses y respondiendo a valores diferentes, pero que al final de cuentas genera un acuerdo satisfactorio para todos, que en la opinión ma­yo­ritaria preserva el bien común.
 
Podemos entender el concepto de innovación como refiriéndose a la capacidad de generar conocimiento y de aplicarlo mediante acciones que transformen a la so­cie­dad y su entorno, generando un cambio en artefactos, sis­temas o procesos que permiten la resolución de pro­ble­mas de acuerdo con valores y fines consensados entre los diversos sectores que están involucrados y que son afec­ta­dos por el problema en cuestión. A partir de lo anterior, las prác­ticas de innovación serían prácticas generadoras de co­nocimiento y transformadoras de la realidad, donde el cono­cimiento que producen tiene un valor añadido por­­que ta­les prácticas expresamente han constituido el proble­ma que tratan de resolver, en ellas se realiza investigación y se genera el conocimiento pertinente, incorporando conocimiento previamente existente, y trans­formando la realidad mediante acciones que tratan de re­solver el problema.

Las redes socio-culturales de innovación, entonces, in­­cluyen a miembros de comunidades de expertos de di­fe­ren­te clase —de las ciencias naturales y exactas, de las so­ciales, de las humanidades y de las disciplinas tecnológicas—, a gestores profesionales de los sistemas científico-tecnológicos, a profesionales de mediación que no sean sólo “divulgadores” del conocimiento científico, tecnológi­co y científico-tecnológico (que lleven mensajes sólo en el sentido de la ciencia y la tecnología a la sociedad), sino que sean capaces de comprender y articular las demandas de diferentes sectores sociales y llevarlas hacia el medio científico-tecnológico y facilitar la comunicación entre unos y otros.

Tales redes incluyen entre sus nodos a los sistemas don­de se genera el conocimiento, los procesos mediante los cuales se hace eso involucra circulación de información y conocimiento entre los nodos de la red, así como nu­merosas interacciones entre esos nodos. Pero estas redes también incluyen a los mecanismos que garantizan que tal conocimiento será aprovechado socialmente para satisfacer demandas de diferentes sectores, y por medios aceptables desde el punto de vista de quienes serán afectados. Esto significa que garantizan la participación de quie­nes tienen los problemas, desde la conceptualización y formulación del problema, hasta su solución. Por eso es in­dispensable la participación de representantes de los gru­pos que serán afectados y, en su caso, beneficiados, así como de especialistas de diversas disciplinas, entre las cua­­les necesariamente deben estar científicos sociales y humanistas.
 
Democracia, ciencia y tecnología

El debate sobre el maíz en México, la generación de más co­nocimiento para entenderlo mejor y para proponer so­lu­ciones pero, sobre todo, la posibilidad efectiva de diseñar y tomar medidas exitosas para su solución, requiere la constitución de redes socio-culturales de innovación. De esa manera se superarán los planteamientos que favorecen los intereses de las empresas transnacionales de semi­llas transgénicas, y de los grupos políticos y empresariales que actúan de acuerdo con esos intereses.

Pero mientras no se constituyan tales redes, en virtud de los riesgos que se corren mediante la importación de maíz transgénico, entre otros por ejemplo la introgresión genética en variedades criollas, así como riesgos culturales y sociales al afectarse prácticas tradicionales de cultivo que son constitutivas de las formas de vida de muchos grupos, lo adecuado desde un punto de vista ético sería hacer una aplicación juiciosa del principio precautorio, que es un prin­cipio ético que da pautas de acción en situaciones don­de los daños posibles son grandes y que pueden conducir a situaciones irreversibles de perjuicios al ambiente o a la sociedad, y que en un sentido amplio puede enunciarse como “la ausencia de certeza al nivel exi­gido usualmente para aceptar hipótesis cien­tíficas no es una razón suficien­te ­para posponer políticas ambientales o de con­trol de riesgos, así como medidas específi­cas de control, si el retraso en tomar ta­les medidas puede resultar en daños se­rios e irreversibles para la salud de los seres hu­manos o para el ambiente”.

En el caso del maíz en México, una de­cisión éticamen­te correcta, con base en el principio precautorio, sería que mientras no se desarrollen las redes socio-cul­turales que sean necesarias para debatir y tomar medidas para la solución del pro­blema alimentario y el abasto del maíz, no debería continuar la importación de se­millas transgénicas y el uso de tecnologías transgénicas en relación con el maíz. Esta conclusión se refuerza al tomar en cuenta que no existen ac­tual­mente los mecanismos sociales adecuados para eva­luar los riesgos en la sociedad, la cultura y el ambiente, por el uso de tecnologías que por ellas mismas generan una alta incertidumbre —es decir, que pueden pro­­ducir con­se­cuen­cias que son imposibles de prever en el momento de su apli­cación, co­mo en el caso de liberación de semillas trans­génicas al ambiente—, y mucho menos tenemos las instancias sociales que vigilen esos riesgos y que tengan la ca­pacidad de decisión y de acción adecuada para controlar debidamente los daños que pudieran lle­gar a ocurrir.
 
La conclusión es que mientras no existan redes socio-culturales de innovación que en pleno ejercicio democrá­tico pudieran decidir otra cosa en el futuro, por ahora debe buscarse el fortalecimiento y desarrollo de tecnologías tra­dicionales para el cultivo y transformación del maíz en la gran variedad de productos alimentarios y de otro tipo que de él se pueden derivar. Para esto se requiere un cam­bio ra­dical en las políticas públicas con respecto al campo, la agricultura, la educación, la eco­nomía, la cultura, la cien­cia y la tecnología en México. Pero esa transformación en las políticas públicas difícilmente se dará al mar­gen de un viraje en nuestro país hacia una so­ciedad auténticamente democrática, donde la gente participe en las discusiones públicas y en la toma de decisiones.
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como citar este artículo
Olivé, León. (2009). El maíz en México: problemas ético-políticos. Ciencias 92, octubre-marzo, 146-156. [En línea]
     

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