El maíz en México: problemas ético-políticos
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León Olivé
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La problemática del maíz, como se ha venido planteando en
México en las décadas recientes, tiene muchas aristas: económicas, sociales, culturales, éticas, políticas, agrícolas, alimentarias, técnicas y científicas, sólo para mencionar algunas. Hay dos temas de relevancia ético-política que deben tener un sustento en concepciones adecuadas de los sistemas técnicos, tecnológicos y científico-tecnológicos, y que son cruciales en estos momentos en México: 1) ¿Cómo debería enfrentarse socialmente la problemática de los organismos genéticamente modificados, en general, de las plantas transgénicas, en particular, y muy especialmente el cultivo de maíz transgénico? 2) ¿Por medio de qué tipos de mecanismos, y con la participación de quiénes, debería decidirse el tipo de tecnología que tendría que adoptarse para incrementar la producción de maíz en nuestro país y, sobre todo, para garantizar el autoabasto nacional?
Para responder a estas interrogantese es preciso primero examinar diferentes maneras de concebir la ética, la ciencia y la tecnología, y mostrar que estas concepciones no son neutrales, sino que desempeñan un papel ideológico y tienen consecuencias importantes sobre las formas en que se considera correcto tomar decisiones con respecto a los ámbitos científico-tecnológicos, especialmente los que afectan a la sociedad y al ambiente. En efecto, las formas de entender la ética no son valorativamente neutrales ni están libres de intereses no filosóficos y no epistémicos. Las concepciones de la ética, especialmente en relación con la ciencia y la tecnología, están ligadas a intereses políticos y económicos, y tampoco están libres de sesgos culturales. Por ejemplo, desde cierto punto de vista la bioética ha sido entendida como una ética “principalista”, basada digamos en los llamados principios de Georgetown (beneficencia, no maleficencia, autonomía y justicia). Esta concepción ha sido acusada de insensibilidad ante la diversidad cultural y valorativa que prevalece en el mundo, aparte de que es afín a una visión vertical de las prácticas científicas y tecnológicas, donde los principios éticos se imponen desde arriba y se excluye la participación de todos los involucrados para establecer las normas y valores pertinentes en contextos específicos. En oposición a una concepción principalista de la bioética puede proponerse que la tarea de ésta debe ser el análisis crítico de la estructura axiológica de las prácticas sociales que tienen que ver con la vida, con sus condiciones de posibilidad y con su entorno. De esta manera, los objetos de análisis de la bioética incluirían, entre otras, a las prácticas médicas, las de investigación farmacológica, las que afectan el ambiente, y en el caso de México y de muchos países de América Latina, todas aquellas involucradas en la cadena de producción, distribución, transformación y consumo del maíz, en la medida que tienen que ver con el ambiente y con aspectos fundamentales de la vida humana, tanto desde una perspectiva social y cultural, como individual, muy especialmente con la nutrición.
Las diferentes concepciones tienen distintas consecuencias sobre las formas de responder a la pregunta que nos interesa. Por ejemplo, ¿quiénes deberían intervenir en los procesos de crítica y, en su caso, modificación de las normas y valores que guían a las prácticas en la producción del maíz, su distribución, comercialización, transformación y consumo, tanto de semillas como de los productos derivados de su cultivo? En relación con las prácticas médicas, bajo la concepción que aquí sugerimos se desprende que los grupos que deben intervenir en el análisis y crítica de las normas y valores correspondientes no son sólo los médicos y enfermeros, ni sólo ellos junto con los funcionarios institucionales responsables de los servicios de salud, sino que también deben participar los grupos sociales afectados, pacientes, grupos unidos en torno a enfermedades y padecimientos específicos, etcétera. También las concepciones de la ciencia o de la tecnología que se utilicen tienen consecuencias para considerar si éstas son éticamente neutrales. La tesis de la neutralidad ética de la ciencia afirma que la ciencia está libre de valores morales, y que los únicos valores que deben imperar en la ciencia son los epistémicos, es decir aquellos que entran en juego para formular hipótesis y teorías, así como en la decisión de aceptarlas o rechazarlas. Mediante una separación de los conceptos de “ciencia” y de “científicos”, esta posición considera que los científicos, como personas, ciertamente pueden enfrentar problemas éticos, y sus acciones están sujetas a evaluación desde un punto de vista ético. Por ejemplo el plagio o el fraude son éticamente condenables. Pero en tanto que el objetivo de la ciencia es producir conocimiento, la evaluación acerca de si una propuesta de conocimiento está bien fundada y se trata de conocimiento auténtico, depende de la correcta aplicación de normas y valores metodológicos y epistémicos, pero de ninguna manera éticos. De aquí apresurada e injustificadamente se concluye que la ciencia está libre de valores no epistémicos. Otra cosa —para la posición que defiende la neutralidad ética de la ciencia— es que el conocimiento, una vez producido, se use para bien o para mal. Pero desde el punto de vista de quienes defienden esta tesis, eso ya no es un problema de la ciencia, ni de los científicos, sino de quienes la usan y la aplican (políticos, empresarios, militares, etcétera). Como veremos, esto es controvertible, por decir lo menos, pues depende de una concepción estrecha de la ciencia, que la reduce a sus productos: los conocimientos.
La tesis de la neutralidad ética de la ciencia se sostiene, pues, sobre la base de una concepción de la ciencia que la identifica con sus resultados. Pero existen otras formas de concebir a la ciencia que arrojan consecuencias muy diferentes sobre la tesis de la neutralidad. La ciencia puede concebirse no únicamente como el conjunto de los resultados de las acciones de los científicos, sino como el conjunto de prácticas científicas que generan esos resultados (los conocimientos). De acuerdo con esta concepción, los conocimientos forman parte de esas prácticas, y los científicos (las personas) también son elementos constitutivos de ellas.
Prácticas sociales y prácticas científicas
Para elucidar el concepto de “práctica científica” comentemos primero el de “prácticas social”. Las prácticas sociales están constituidas por grupos de seres humanos que realizan ciertos tipos de acciones intencionales y son, por tanto, agentes. Además de los agentes, las prácticas incluyen una estructura axiológica compuesta por los fines que se persiguen mediante esas acciones, así como los valores y las normas involucradas. Las acciones son guiadas por las representaciones (creencias, teorías y modelos) que tienen los agentes, y también involucran conocimiento tácito. Por lo general en todas las sociedades hay prácticas, por ejemplo, económicas, técnicas, educativas, políticas, recreativas y religiosas. En las sociedades modernas hay además prácticas tecnológicas y científicas.
Las prácticas científicas son un tipo de prácticas sociales, que se caracterizan porque el objetivo principal que se persigue en ellas es la generación de conocimiento, el cual es sancionado de acuerdo con valores y normas metodológicas propias de cada disciplina científica, las cuales garantizan, humanamente hablando, que los resultados que satisfacen dichas normas y valores constituyen conocimiento fiable, aunque falible.
Desde este otro punto de vista, entonces, la ciencia se entiende como un conjunto de prácticas que se desarrollan dentro de los sistemas de ciencia, que incluyen no sólo a las instituciones (centros, institutos, universidades, etc.) donde se desarrolla la ciencia en sentido estricto, sino también a las instituciones y agencias encargadas del diseño e implementación de políticas científicas, como el conacyt, por ejemplo, e incluyen también a los órganos encargados de la enseñanza y de la comunicación de la ciencia. Así, por ejemplo, la Facultad de Ciencias de la unam, en tanto institución encargada de la formación de nuevos científicos y de profesores de ciencias, forma parte del sistema científico de México, y la revista Ciencias, en tanto que tiene por misión la comunicación de la ciencia a un alto nivel, también.
Los conceptos de “práctica científica” y “sistema científico” son complementarios. De hecho la distinción se hace para fines del análisis únicamente, pues en la realidad social las prácticas científicas están insertas en sistemas científicos, y éstos no existen al margen de las prácticas; al contrario, los sistemas existen y se reproducen por medio de ellas. Con el concepto de “sistema científico”, por ejemplo, se hace énfasis en las instituciones en las que se desarrollan las prácticas científicas (centros de investigación y enseñanza, universidades), así como en las que se diseñan y aplican las políticas científicas (instituciones como conacyt), incluyendo los procesos de evaluación (de individuos, de grupos y de instituciones), así como en las relaciones e interacciones entre todas ellas. Una importante consecuencia de esta manera de concebir a la ciencia es que a partir de ella ya no es sostenible la tesis de su neutralidad ética. Para ver eso, basta reparar en que se le entiende como un conjunto de prácticas que consisten en grupos de agentes intencionales que realizan determinadas acciones con ciertos propósitos, que utilizan determinados medios para sus fines, y que de hecho generan resultados, algunos previstos y buscados intencionalmente, pero otros imprevistos y no buscados. Los medios utilizados, los fines que se buscan, las intenciones, y los resultados de hecho producidos, todo esto es susceptible de evaluación desde un punto de vista ético. Hay un caso histórico que ilustra esto con claridad. Se trata de uno de los episodios más citados en la historia de la ciencia donde se violaron las normas éticas más elementales: la investigación sobre la sífilis en Tuskegee, Alabama, donde durante cuarenta años, entre 1932 y 1972, con el fin de obtener conocimiento científico acerca del desarrollo de la enfermedad en pacientes que no recibían tratamiento alguno, se hizo un seguimiento de su evolución en alrededor de 400 sujetos, todos ellos negros, sin informarles que realmente estaban enfermos de sífilis, haciéndoles creer que tenían otro padecimiento, sin ofrecerles ningún tratamiento —como el de la penicilina que se hizo común a partir de 1943—, y evitando que recibieran ayuda por parte de alguna otra institución. El experimento sólo se detuvo cuando surgió un escándalo nacional en los Estados Unidos a partir de una filtración de la información a la prensa. A partir de esta investigación, hecha en nombre de la ciencia, para obtener conocimiento científico, se redactó el llamado Informe Belmont, donde se establecieron en los Estados Unidos los derechos de las personas que participen en investigaciones de ese estilo.
Podría replicarse que éste es un ejemplo inadecuado, porque esas situaciones ya no ocurren más. Al respecto habría que decir que está por verse que en efecto ya no ocurran, es decir, necesitaríamos información empírica para determinar si tienen lugar o no. Pero en cualquier caso, la proliferación de comités de ética, no sólo en la práctica clínica, sino en la investigación en salud en general, es un reconocimiento de la existencia de una variedad de problemas éticos que surgen en la investigación misma, y no sólo en la aplicación de los conocimientos.
En cualquier caso, el ejemplo anterior muestra que es indispensable evaluar los medios que se utilizan, aunque el fin que se busque, y el principal resultado de hecho, sea genuino y puro conocimiento científico. Algo análogo puede decirse con respecto de la tecnología. Suele reducirse la tecnología a los artefactos, o en todo caso a los artefactos más las técnicas por medio de las cuales éstos se producen, entendiendo por técnicas a los conjuntos de reglas, instrucciones y habilidades para transformar objetos. De nueva cuenta, el problema de concebir así a la tecnología es que se excluye a los sujetos que tienen intenciones, buscan determinados fines, utilizan ciertos medios para lograrlos, y obtienen de hecho ciertos resultados que tienen consecuencias en la sociedad y en el ambiente. Pero existe otra forma de entender a la tecnología, también como un conjunto de prácticas que se desarrollan dentro de un determinado sistema conformado por instituciones, empresas, industrias, organismos de regulación (que otorgan o niegan permisos para la fabricación y distribución de determinados artefactos) y que están encargados de establecer políticas, etcétera. Bajo esta concepción, las prácticas tecnológicas, a diferencia de las científicas, están orientadas no hacia la generación de conocimiento, sino a la transformación de objetos, que pueden ser materiales o simbólicos, aunque muchas veces para ello generan nuevo conocimiento. No necesariamente buscan satisfacer un valor de mercado, como lo ilustra el caso de mucho del trabajo que se ha venido realizando en torno al software libre en nuestros días, pero es cierto que en las sociedades cuya economía se rige por el mercado, la tendencia dominante es que las prácticas tecnológicas generen productos con un valor de cambio que se realiza en el mercado. Las prácticas tecnológicas incluyen conocimiento tácito que las hace posibles, pero además están basadas en conocimientos que provienen en gran medida de prácticas distintas. Una de las características de las prácticas tecnológicas es que necesariamente deben basarse en conocimientos científicos, aunque no exclusivamente en ellos. Esta propuesta distingue entonces entre prácticas técnicas y tecnológicas, reservando el término de “tecnología” para aquellas prácticas cuyo objetivo central es la transformación de objetos mediante procedimientos que se benefician del conocimiento científico. Las prácticas técnicas, en general, son aquéllas que transforman objetos sin hacer uso necesariamente del conocimiento científico. Transformaciones en los sistemas de ciencia y tecnología Las prácticas científicas y tecnológicas que conocemos actualmente se vinieron conformando a partir de la revolución científica de los siglos XVI y XVII y de la revolución industrial del XVIII, y claramente subsisten hasta nuestros días. Sin embargo, en el siglo XX sucedió otra revolución, la que algunos autores han llamado la revolución tecnocientífica.
Dicha revolución consiste en el surgimiento, claramente desde mediados del siglo xx, pero no sin antecedentes significativos, de prácticas generadoras y transformadoras de conocimiento que no existían antes. En ellas se genera conocimiento, se transforma y ahí mismo, en su seno, ese conocimiento se incorpora a otros productos, materiales o simbólicos, que tienen valor añadido por el hecho mismo de incorporar ese conocimiento. Dicho valor normalmente se debe a que los resultados de esas prácticas tienen un valor que se realizará en el mercado, o bien porque son útiles para mantener el poder económico, ideológico o militar (por ejemplo técnicas de propaganda o de control de los medios de comunicación). El conocimiento y la técnica, en tanto que permiten transformar la realidad natural y social, han sido aprovechadas por muchos grupos humanos para satisfacer sus necesidades, y también han sido puestas al servicio de quienes han detentado el poder político, económico y militar desde los principios de la humanidad. Eso no es ninguna novedad. Pero lo inédito en la historia es que las nuevas prácticas “tecnocientíficas” tienen una estructura distinta a las prácticas científicas y tecnológicas tradicionales, incluyendo sobre todo su estructura axiológica, por lo que requieren de novedosos criterios de evaluación, y tienen efectos importantes en las políticas de ciencia, tecnología e innovación. Suele mencionarse al proyecto Manhattan (la construcción de la bomba atómica) como uno de los primeros grandes proyectos tecnocientíficos del siglo XX. Otros ejemplos paradigmáticos de tecnociencia hoy en día los encontramos en la investigación espacial, en las redes satelitales y telemáticas, en la informática en general, en la biotecnología, en la nanotecnología, en la genómica y en la proteómica. Los sistemas tecnocientíficos están conformados por grupos de científicos, de tecnólogos, de administradores y gestores, de empresarios e inversionistas y muchas veces de militares. Aunque no es una característica intrínseca de la tecnociencia, hasta ahora el control de los sistemas tecnocientíficos ha estado en pocas manos, de élites políticas, de grupos dirigentes, de empresas trasnacionales o de militares, asesorados por expertos tecnocientíficos. Éste es un rasgo de la estructura de poder mundial en virtud del cual, además del hecho de que el conocimiento se ha convertido en una nueva forma de riqueza que puede reproducirse a sí misma, también es una forma novedosa de poder. No es de sorprender, entonces, que los sistemas y las prácticas que mayores recursos económicos reciben hoy en día (públicos y privados) sean los tecnocientíficos, a diferencia de los científicos y tecnológicos que relativamente reciben ahora menos atención y financiamiento. Pero también las prácticas y sistemas tecnocientíficos son los que tienen mayores efectos sociales y ambientales. ¿Cómo evaluar y juzgar esos efectos? ¿Existe un conjunto de criterios, o es posible llegar a un consenso social sobre un conjunto de criterios que permitan hacer una evaluación desde un punto de vista unificado? Para responder a esta pregunta es necesario examinar la estructura axiológica de las prácticas tecnocientíficas. Veremos que esa estructura explica que sea prácticamente imposible llegar a un consenso social sobre un único conjunto de criterios para evaluar las prácticas tecnocientíficas y sobre todo su impacto social y ambiental. Ésta es una de las razones fundamentales por las cuales la evaluación de las prácticas tecnocientíficas y la toma de decisiones con respecto a ellas trasciende el campo puramente científico y tecnológico para pasar al político. Se requieren acuerdos políticos y sistemas políticos de participación pública para realizar las evaluaciones, especialmente en casos como el maíz, donde se afectan intereses de toda la sociedad.
Veamos primero la estructura axiológica de las prácticas tecnocientíficas, para pasar después a la propuesta de los mecanismos de evaluación y toma de decisiones que serían aceptables desde un punto de vista ético, y bajo una perspectiva política que tome en serio la democracia, es decir como democracia participativa y no como mera democracia formal.
Estructura axiológica de la tecnociencia Las prácticas científicas, en sentido estricto, nunca han estado orientadas a la producción de resultados con un valor de mercado, y jamás han sometido sus resultados a procesos de compra-venta en mercados de conocimiento. Por el contrario, si de algo se ha preciado y sigue preciándose la ciencia moderna es del carácter público de sus resultados. Así ha sido desde sus inicios, y así sigue siendo. Esto es, los valores que dominan dentro de las prácticas científicas son sobre todo valores epistémicos, aunque como hemos sostenido, no dejan de estar en juego valores éticos y otros como los estéticos, pero el objetivo de la ciencia tradicional al generar conocimiento nunca ha sido el de obtener ganancias económicas. Sin embargo esto es radicalmente distinto en las prácticas tecnocientíficas. En la estructura axiológica de éstas se encuentran valores económicos como la ganancia financiera, o valores militares y políticos como la ventaja para vencer y dominar a otros, junto con valores que ahora son considerados positivos por algunos sectores —si redundan en un beneficio económico— y que afectan directamente el dominio epistémico, tales como la apropiación privada del conocimiento, y por tanto el secreto y a veces hasta el plagio. El filósofo español Javier Echeverría ha propuesto que en las prácticas tecnocientíficas pueden estar presentes 12 tipos de valores (sin pretender exhaustividad y reconociendo que no en toda práctica tecnocientífica están necesariamente todos ellos), a los cuales podemos añadir un tipo más, el de los valores éticos, haciendo una distinción entre moral y ética. Por moral entenderemos la moral positiva, es decir, el conjunto de normas y valores morales de hecho aceptados por una comunidad para regular las relaciones entre sus miembros. Por ética entenderemos el conjunto de valores y de normas racionalmente aceptados por comunidades con diferentes morales positivas, que les permiten una convivencia armoniosa y pacífica entre ellos, y que incluso puede ser cooperativa; el respeto a la diferencia, así como la tolerancia horizontal, por ejemplo, son valores éticos fundamentales. Bajo esta concepción, la ética tiene la tarea de proponer valores y normas para la convivencia entre grupos con morales diferentes, los cuales deben ser aceptables para cada uno de esos grupos por sus propias razones. Éstos son: básicos (como la preservación de la vida con buena calidad); epistémicos (como la adecuación de una teoría a los datos que permiten su aceptación, la fecundidad en las explicaciones, la simplicidad en las pruebas); técnicos (como la eficiencia o la eficacia); económicos (como la ganancia); militares (como la victoria, la capacidad de intimidar al enemigo); jurídicos (como la propiedad); políticos (el poder); sociales (como la justicia social, la igualdad; pero también para otros los valores pueden ser la desigualdad, el prestigio, la riqueza); ecológicos (la preservación de la biodiversidad); estéticos (elegancia de una teoría o de una demostración matemática); religiosos (por ejemplo los involucrados en la investigación con embriones o células troncales); morales (en el mismo tipo de investigaciones mencionadas arriba están involucrados también valores morales, por ejemplo para quienes por creencias religiosas consideran que el embrión es una persona); éticos (por ejemplo el valor del no sufrimiento inútil de los animales, lo cual daría lugar a una normatividad para que la investigación con animales se haga bajo condiciones que garanticen el menor sufrimiento posible, y que los animales sean sujetos de experimentos sólo cuando no haya otras opciones viables). Esta complejidad axiológica da lugar a prácticas tecnocientíficas que aparentemente son similares, pero que realmente se distinguen precisamente porque se separan en algún valor o en un grupo de ellos. Así, por ejemplo, una determinada práctica biotecnológica, enmarcada en una empresa transnacional, puede responder de manera privilegiada al valor económico de la ganancia, subordinando los valores epistémicos, es decir, en ella se vigilará que se cumplan los valores epistémicos al nivel mínimo indispensable para lograr los resultados que se buscan en el orden científico y tecnológico, por ejemplo que una determinada semilla transgénica produzca una planta con determinadas características, pero el valor fundamental para hacer eso será el de la ganancia, y probablemente no se actúe de acuerdo con cierto valor ecológico como podría ser el de preservar la biodiversidad, evitando riesgos de contaminación transgénica en otras variedades de la especie, como ha ocurrido con el maíz en México.
En cambio otra práctica biotecnológica, por ejemplo desarrollada en el seno de instituciones públicas de investigación, puede responder precisamente al valor de la preservación de la biodiversidad, y en ella la generación de conocimiento no buscaría la ganancia económica, sino quizá el bien público. Por ejemplo, al hacer públicos los conocimientos generados en esa práctica no habría ánimo de lucro, y se buscaría el fin de que tales conocimientos sean útiles a la sociedad para tomar decisiones digamos en materia de bioseguridad. Por sus características, incluyendo su estructura axiológica, entonces, aunque aparentemente pertenezcan al mismo campo (digamos a la biotecnología, o a la ingeniería genética), puede haber prácticas tecnocientíficas que en realidad sean diferentes en función de los valores que asumen y a los cuales responden. Esto explica que en la arena social contemporánea sean inevitables las confrontaciones y choques entre grupos humanos a la hora de evaluar prácticas tecnocientíficas y sus resultados en la sociedad y en el ambiente, pues normalmente lo harán con base en diferentes grupos de valores y respondiendo a distintos intereses. La problemática del maíz en México está íntimamente ligada a la operación de determinadas prácticas tecnocientíficas, en la medida en que muchas de éstas tienen el interés de colocar sus productos en el mercado mexicano, respondiendo principalmente a ciertos valores económicos, sobre todo el de la ganancia, que privilegian por encima de otros como la justicia social, la preservación de la biodiversidad y el derecho de los campesinos a realizar sus tradicionales prácticas productivas (de cultivo) que, para continuar siendo tradicionales, deberían hacerse sin semillas transgénicas. La participación democrática
¿Significa lo anterior que no queda otro camino que el enfrentamiento entre grupos con intereses y valores diferentes, donde inevitablemente saldrá victorioso el más poderoso política y económicamente? Si bien ésta es la triste situación que de hecho se ha dado hasta la fecha en México, no debemos caer en el error de pensar que es inevitable y que así tiene que ser en virtud del desarrollo científico y tecnológico. Como adelantamos antes, precisamente porque la estructura axiológica de las práctica tecnocientíficas lleva a confrontaciones entre grupos con intereses distintos, la resolución de esta problemática tiene que entenderse de manera política, en el mejor sentido de política que podamos asumir, a saber, el de la búsqueda de procedimientos y mecanismos para la toma de decisiones que afectan la esfera pública, los cuales deberían resultar aceptables para todos los interesados, siempre y cuando se acepte el supuesto de que nadie tiene derecho a imponer su punto de vista y anteponer sus intereses particulares a los de los demás. Desde luego el último supuesto no se da en México, y de ahí deriva la actual situación en la cual unos grupos imponen sus intereses particulares aun en temas tan básicos como el del maíz. Pero la idea anterior esboza en sus rasgos elementales un principio de organización democrático, en el sentido de democracia participativa, no formal. Es decir, en un sentido en donde se reconoce que la toma de decisiones debe hacerse, y los conflictos deben resolverse, mediante su aireamiento en la esfera pública, a la cual todos tienen derecho de acceder y en la cual todos tienen derecho a presentar y defender sus intereses particulares, y en donde deben debatirse todas las posiciones presentadas, pero de la cual se espera que los resultados, por ejemplo una decisión acerca de qué tipo de tecnología resulta más conveniente para resolver el problema del abasto de maíz en México, se deriven de acuerdos que satisfagan el bien público, según como la mayoría entienda ese bien público. Sistemas sociales científico-tecnológicos Para responder a nuestras dos preguntas iniciales, el primer paso sería reconocer que una problemática como la del maíz en México no debe enfocarse como un asunto exclusivamente científico-tecnológico (ni siquiera incluyendo a las ciencias sociales, como la economía, la sociología o la antropología en la definición del problema y en la propuesta de soluciones). Es preciso concebirlo en todas sus dimensiones, que incluyen problemas ético-políticos, culturales, sociales y ambientales. En virtud de la dimensión científico-tecnológica, desde luego que en el diagnóstico y en la formulación precisa del problema, así como en su discusión, en el debate de las propuestas de solución, y en la ejecución de las posibles medidas para resolverlo, deben participar expertos de las diferentes disciplinas científicas y tecnológicas involucradas, de las ciencias naturales, de las exactas, de las sociales y de las humanidades. Por otra parte, las soluciones requerirán decisiones en cuanto a políticas públicas, en el terreno de la agricultura, la economía, la salud, la educación, la cultura, por lo que desde luego deben participar también los responsables de la toma de decisiones en esos ámbitos. Pero en atención a las otras aristas, que afectan la vida de muchos grupos humanos, así como al ambiente en el que habitamos todos, y a la luz de la conclusión a la que llegamos en la sección anterior de que no basta con la participación de políticos y de expertos, sino que en un problema de esta naturaleza es necesario que la solución provenga de un amplio debate en la esfera pública, entonces ciertamente en la definición del problema, en la propuesta y discusión de posibles soluciones, así como en su implementación, deben participar todos los interesados, con plena libertad para aportar al debate propuestas de acuerdo con su experiencia, sus conocimientos, sus deseos y sus expectativas. La solución debería satisfacer a la mayoría de que se está preservando el bien común.
De lograrse algo como lo apuntado arriba, se habría constituido lo que bien podríamos llamar una red socio-cultural de innovación. Es decir, una red social que permita amplias interacciones y circulación de conocimientos, de opiniones y propuestas entre diferentes grupos sociales, con distintos puntos de vista e intereses y respondiendo a valores diferentes, pero que al final de cuentas genera un acuerdo satisfactorio para todos, que en la opinión mayoritaria preserva el bien común. Podemos entender el concepto de innovación como refiriéndose a la capacidad de generar conocimiento y de aplicarlo mediante acciones que transformen a la sociedad y su entorno, generando un cambio en artefactos, sistemas o procesos que permiten la resolución de problemas de acuerdo con valores y fines consensados entre los diversos sectores que están involucrados y que son afectados por el problema en cuestión. A partir de lo anterior, las prácticas de innovación serían prácticas generadoras de conocimiento y transformadoras de la realidad, donde el conocimiento que producen tiene un valor añadido porque tales prácticas expresamente han constituido el problema que tratan de resolver, en ellas se realiza investigación y se genera el conocimiento pertinente, incorporando conocimiento previamente existente, y transformando la realidad mediante acciones que tratan de resolver el problema.
Las redes socio-culturales de innovación, entonces, incluyen a miembros de comunidades de expertos de diferente clase —de las ciencias naturales y exactas, de las sociales, de las humanidades y de las disciplinas tecnológicas—, a gestores profesionales de los sistemas científico-tecnológicos, a profesionales de mediación que no sean sólo “divulgadores” del conocimiento científico, tecnológico y científico-tecnológico (que lleven mensajes sólo en el sentido de la ciencia y la tecnología a la sociedad), sino que sean capaces de comprender y articular las demandas de diferentes sectores sociales y llevarlas hacia el medio científico-tecnológico y facilitar la comunicación entre unos y otros. Tales redes incluyen entre sus nodos a los sistemas donde se genera el conocimiento, los procesos mediante los cuales se hace eso involucra circulación de información y conocimiento entre los nodos de la red, así como numerosas interacciones entre esos nodos. Pero estas redes también incluyen a los mecanismos que garantizan que tal conocimiento será aprovechado socialmente para satisfacer demandas de diferentes sectores, y por medios aceptables desde el punto de vista de quienes serán afectados. Esto significa que garantizan la participación de quienes tienen los problemas, desde la conceptualización y formulación del problema, hasta su solución. Por eso es indispensable la participación de representantes de los grupos que serán afectados y, en su caso, beneficiados, así como de especialistas de diversas disciplinas, entre las cuales necesariamente deben estar científicos sociales y humanistas. Democracia, ciencia y tecnología
El debate sobre el maíz en México, la generación de más conocimiento para entenderlo mejor y para proponer soluciones pero, sobre todo, la posibilidad efectiva de diseñar y tomar medidas exitosas para su solución, requiere la constitución de redes socio-culturales de innovación. De esa manera se superarán los planteamientos que favorecen los intereses de las empresas transnacionales de semillas transgénicas, y de los grupos políticos y empresariales que actúan de acuerdo con esos intereses. Pero mientras no se constituyan tales redes, en virtud de los riesgos que se corren mediante la importación de maíz transgénico, entre otros por ejemplo la introgresión genética en variedades criollas, así como riesgos culturales y sociales al afectarse prácticas tradicionales de cultivo que son constitutivas de las formas de vida de muchos grupos, lo adecuado desde un punto de vista ético sería hacer una aplicación juiciosa del principio precautorio, que es un principio ético que da pautas de acción en situaciones donde los daños posibles son grandes y que pueden conducir a situaciones irreversibles de perjuicios al ambiente o a la sociedad, y que en un sentido amplio puede enunciarse como “la ausencia de certeza al nivel exigido usualmente para aceptar hipótesis científicas no es una razón suficiente para posponer políticas ambientales o de control de riesgos, así como medidas específicas de control, si el retraso en tomar tales medidas puede resultar en daños serios e irreversibles para la salud de los seres humanos o para el ambiente”. En el caso del maíz en México, una decisión éticamente correcta, con base en el principio precautorio, sería que mientras no se desarrollen las redes socio-culturales que sean necesarias para debatir y tomar medidas para la solución del problema alimentario y el abasto del maíz, no debería continuar la importación de semillas transgénicas y el uso de tecnologías transgénicas en relación con el maíz. Esta conclusión se refuerza al tomar en cuenta que no existen actualmente los mecanismos sociales adecuados para evaluar los riesgos en la sociedad, la cultura y el ambiente, por el uso de tecnologías que por ellas mismas generan una alta incertidumbre —es decir, que pueden producir consecuencias que son imposibles de prever en el momento de su aplicación, como en el caso de liberación de semillas transgénicas al ambiente—, y mucho menos tenemos las instancias sociales que vigilen esos riesgos y que tengan la capacidad de decisión y de acción adecuada para controlar debidamente los daños que pudieran llegar a ocurrir. La conclusión es que mientras no existan redes socio-culturales de innovación que en pleno ejercicio democrático pudieran decidir otra cosa en el futuro, por ahora debe buscarse el fortalecimiento y desarrollo de tecnologías tradicionales para el cultivo y transformación del maíz en la gran variedad de productos alimentarios y de otro tipo que de él se pueden derivar. Para esto se requiere un cambio radical en las políticas públicas con respecto al campo, la agricultura, la educación, la economía, la cultura, la ciencia y la tecnología en México. Pero esa transformación en las políticas públicas difícilmente se dará al margen de un viraje en nuestro país hacia una sociedad auténticamente democrática, donde la gente participe en las discusiones públicas y en la toma de decisiones.
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como citar este artículo →
Olivé, León. (2009). El maíz en México: problemas ético-políticos. Ciencias 92, octubre-marzo, 146-156. [En línea]
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