de lo soluble y lo insoluble |
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El consuelo que da
el conocimiento |
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Andrés García Barrios
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Toda adicción alivia una ausencia. Muchas de ellas
forman parte de lo que llamamos destino personal, comer, acumular bienes, atraer las miradas o poseer gente, y se presentan en cada uno de nosotros con diferente urgencia y llenan distintos huecos. Pero otras adicciones surgen para mitigar un vacío esencial, no sólo circunstancial y personal sino universal, de nuestra especie y de idéntica intensidad. Ese vacío parece inherente al hecho evolutivo de adquirir conciencia y se expresa en el mito del paraíso perdido, un lugar en el que nuestra angustia existencial estaba resuelta, donde cada individualidad convivía plenamente con todo y no había contradicción entre la eternidad y el tiempo. Según dicho mito, la mortal pérdida de ese espacio representa la caída en un mundo en el que lo finito y lo infinito se separan y oponen, pero que al seguir coexistiendo se vuelven ambos imposibles. En la vida real el mito encarna de manera consciente ese doloroso pasmo que nos asalta en la adolescencia, cuando advertimos que el universo que habitamos es interminable y al mismo tiempo no puede serlo.
Es sobre todo en esa etapa de la vida cuando buscamos alivio en adicciones que nos devuelven sensaciones de unión con una totalidad sólida y cierta. El rumor registra dos: el enamoramiento y las drogas psicodélicas. Nosotros hemos detectado uno más: el conocimiento, el cual nos hace también sentir uno con el cosmos.
Para la ciencia la unificación completa de las teorías es condición sine qua non del conocimiento verdadero, al grado que el simple atisbo de esa unión, el solo presentimiento de que es posible trae al científico sensaciones de éxtasis que pueden volverse irrenunciables.
Es bien conocida la anécdota del arrobo que, en la catedral de Pisa, vivió el joven Galileo ante el altísimo péndulo que se mecía desde el techo con un vaivén cuya duración el sabio midió con su pulso, descubriendo que aunque el trayecto era más y más corto, el tiempo de cada vuelta era el mismo. Al ver en un objeto tan familiar el cumplimiento de una ley ridícula (ahora le llamamos antintuitiva) se presentaron frente a él todos los ángeles del conocimiento y le insinuaron que quizás el Universo entero se movía de una manera así de absurda. Desde ese momento Galileo no pudo abandonar el ansia de hacer converger toda la realidad en una sola certidumbre y, fiel a ella, estuvo a punto de ser quemado vivo.
Pero así como el científico está destinado a vivir la unidad con nuevos éxtasis, también una y otra vez sentirá los fragmentos como amenazantes. La mera insinuación de que una parte de la realidad puede quedarse sin resolver desata en él esa profunda y persistente ansiedad que los otros llamamos —con belleza y crueldad— sed de conocimiento. Pero eso no es lo peor, si llegara a ocurrir que dos verdades confirmadas se contradijeran, el vacío se volvería insoportable, el equivalente a un pasón o a un “mal viaje”. Los filósofos suelen resistirlo, pues son personas de piel curtida en quienes —según chistes que corren— a esa sed se une el hambre. Como afirmaban algunos sabios sesenteros que consumían drogas visionarias, para los filósofos siempre es buena una mala experiencia. Pero los científicos no están acostumbrados a tales rarezas: ¿dos verdades opuestas?
Al parecer el primer caso se presenta con la inmersión en el mundo subatómico y el descubrimiento de la física cuántica a principios del siglo xx. Ante la evidencia que acreditaba esta nueva ciencia, para salvaguardar su entendimiento Albert Einstein llegó incluso a sostenerse en una extraña tesis: “dios no juega a los dados”. Sus oponentes le respondieron enfáticamente: “Einstein, deja de decirle a dios lo que debe hacer”. A pesar del tono personal, era la primera rivalidad sur-gida no entre científicos sino entre ciencias. El físico teórico Sylvester James Gates Jr. describió a la perfección la pugna: “se supone que las leyes de la naturaleza se cumplen en todas partes así que si tanto la teoría de Einstein como las de la mecánica cuántica se cumplen siempre, resulta que tenemos dos siempres distintos”.
Al paso del tiempo, una suerte de fea alucinación habrá asaltado en forma recurrente a Einstein cuando volteaba a su alrededor y advertía cómo el alud de pruebas irrefutables de la incertidumbre cuántica lo iba rebasando mientras él permanecía inmóvil buscando una teoría del todo fundada en la certidumbre. Su deseo auténtico de conocer la verdad le habrá susurrado una y otra vez que los misterios del universo son algo más que un hueco que algún día acabaremos de zurcir. En tan angustiosos momentos —cuando, como él mismo contó, sentía que le quitaban el suelo bajo los pies— Einstein intentaría convencerse a sí mismo de que era él y no los cuánticos quien se estaba moviendo. Pero enfrentado en un juego de dados contra el creador no siempre habrá salido triunfante.
Se equivocan quienes creen que la angustia ante la incertidumbre es sólo un porrazo a la vanidad científica, un daño al ego al ponerlo en entredicho. En este caso el golpe es mucho más profundo y abre un hueco esencial. Ya Descartes sabía que cuando las verdades se contradicen es posible dudar de todo y pensar que nada es cierto. A la sensación que se deriva de ello los especialistas en adicciones la llaman visión de túnel. El filósofo francés, que la habrá vivido muchas veces, pudo por fin librarse de ella al darse cuenta de que el hecho de pensar era la prueba contundente de su existencia personal y a partir de esa sola evidencia creó un cuerpo filosófico con el que pudo reconstruir en su mente la totalidad del mundo.
Pero para nosotros no es tan simple. Han pasado casi cinco siglos desde Descartes y los humanos postcuánticos sabemos que, puestos a pensar, cuando acabemos de hacerlo todavía estaremos de pie ante la incertidumbre. Adictos aún a la razón (o con poderosos duelos de abstinencia), no hallamos la forma de resolver el terror que surge cuando la nada hace su aparición y nosotros, en vez de esfumarnos, seguimos presentes. Sí, ya hace tiempo que el vacío total nunca está solo: siempre le acompaña este yo que piensa.
Siendo así, ¿quién se atreve a juzgar de ególatras a los adictos al conocimiento cuando lo que está en juego es una de las bases de nuestra conciencia y sólo héroes míticos como ellos se atreven a asumir la labor atlántica de sostener al mundo?
Mientras el enamorado y el usuario de drogas psicodélicas se limitan a su propia conservación —¿quién va a reprochárselos?—, el científico persevera en el viaje buscando una verdad universal que nos salve a todos. Los demás, dotados del mismo vacío esencial, sabemos o intuimos que en ese intento se juega algo más que la identidad personal. Y aunque algunos a veces pensamos que la ciencia es una puerta falsa (y seguimos acechando el retorno a un paraíso libre de adicciones), siempre reservaremos para el conocimiento racional el beneficio de la duda, concediendo que incluso vale la pena esperar siglos si al final llegamos a la conclusión correcta.
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Andrés García Barrios Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México. |
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cómo citar este artículo →
García Barrios, Andrés. 2017. El consuelo que da el conocimiento. Ciencias, núm. 122-123, octubre 2016-marzo, pp. 74-76. [En línea].
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