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La enfermedad de Chagas
Marcelino Cereijido
   
   
     
                     
Del libro Recuerdos y Milanesas que escribiré en cuanto tenga tiempo


Con toda seguridad que el mentado Chagas debía ser una
de
esos ricachos a los que un chofer de gorra y galones le conduce el coche, un ex-boxeador enmiseriado le lustra los zapatos encorvándose sobre su cajoncito, y un jardinero sarmentoso y desarrapado le quita los yuyos de su jardín y le abona los rosales. O si no “Chagas” sería quizá alguna empresa del Centro, de aquellas que entregaban a mis vecinos hatos de ropa para que le hicieran ojales y le cosiesen botones, o de las que enviaban planos en lápiz para que Mario los pasara en tinte china. Mucha gente de mi barrio llevaba la contabilidad de otra, componía los coches de otro, zurcía los jirones de otro y tejía tricotas para las demás. Pero lo de Chagas ya me pareció un exceso.

La noticia se propagó en el vecindario con ese sottovoce que asegura la eficiente diseminación de los secretos. Nadie se hubiera detenido ante un par de vecinos que se transmitían una noticie en tono y volumen cotidianas. Pero si Doña Carmen hacia bocina con sus dos manos contra la oreja del repartidor de sifones, y éste iba cabeceando su comprensión con las comisuras de la boca descolgadas, uno debía cruzarse a la vereda de enfrente a preguntar de que se trataba. Yo era un niño y a mi no me lo hubieran confiado. Pero en casa el almuerzo era poco menos que una conferencia de prensa y mi abuela lo anunció con lúgubre claridad: “La prima de Faustino tiene le enfermedad de Chagas”.

¡Ayjuna! En parches me fui enterando de que la mujer, una campesina recién integrada al barrio, tenía su corazón y sus músculos debilitados por aquella enfermedad. Por eso que ya no trabajaba en la hilandería y se quedaba en casa. Por eso no baldeaba más su vereda, obligando así a que lo hiciera su anciana tía —madre de Faustino—. Por eso no la dejaban acarrear la bolsa de compra y daba propina a un changador para que la acompañara a la feria. ¡Esos ricos desalmados! Para colmo me enteré de que el Chagas ese era brasileño y ni siquiera vivía en nuestro país. Se humilló entonces mi patriotismo incipiente (y conste de que en aquellos años tempraneros no había sido yo de imperialismos ni ruindades internacionales). Por eso me propuse que cuando yo fuera presidente de la República —cargo que ya me había augurado mi abuela— no iba a permitir que argentino alguno, por más pobre que fuera, se viera precisado a ganarse la vida padeciendo enfermedades ajenas. Y menos la de Chagas: un extranjero.

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Marcelino Cereijido
Investigador del Centro de Investigación y Estudios Avanzados,
Instituto Politecnico Nacional.
     
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