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Johanna Broda |
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Existe una larga tradición de estudios eruditos sobre el calendario en Mesoamérica, derivados éstos del análisis de textos históricos y de las inscripciones encontradas sobre estelas. Recientemente, nuestros conocimientos sobre las observaciones astronómicas de los antiguos mexicanos, han registrado grandes avances, al constituirse, en los últimos 20 años, la nueva especialidad de la arqueoastronomía. Ésta ha incorporado sus métodos y conocimientos especializados al estudio histórico de los calendarios, y además, ha abierto un nuevo campo de investigación: el estudio sistemático del principio de la orientación en la arquitectura mesoamericana y en la planeación de ciudades y centros ceremoniales. Un rasgo particular de las antiguas civilizaciones mesoamericanas, es el de que las observaciones astronómicas no sólo se registraban en inscripciones y textos jeroglíficos, sino que el tiempo y el espacio estaban coordinados en el paisaje mediante la orientación de edificios y sitios ceremoniales. Las fechas más importantes del curso anual del sol se fijaban por medio de un sistema de puntos de referencia sobre el horizonte. El interés que despierta el estudio de las orientaciones consiste en el hecho de que constituyen un principio calendárico) diferente al representado en las estelas y los códices. Se trata, ciertamente, de un principio ajeno al pensamiento occidental. La "escritura" con la cual se escribe es, en este caso, la arquitectura y la coordinación de ésta con el ambiente natural. Es de hecho un sistema de códigos plasmados en el paisaje. Edificios aislados, conjuntos de edificios y planos de asentamiento de sitios enteros, muestran ciertos alineamientos particulares; en muchos casos, estos sitios están coordinados con puntos específicos del paisaje, ya sean cerros u otros elementos naturales, o también con marcadores artificiales en forma de petroglifos o de construcciones hechas en estos lugares. Finalmente, parece haber existido toda una compleja estructura que relacionaba entre sí a los asentamientos humanos con sus jerarquías políticas. Estos puntos sobre el horizonte o la orientación de los templos hacia las salidas o puestas del sol o de ciertas estrellas, también estaban en coordinación con el culto. Las elaboradas actividades rituales se mantenían en concordancia con los ciclos agrícolas, debido al hecho de que la estructura básica del calendario era el año solar y la principal función del culto era la de regular y controlar la vida social y económica. En la perspectiva de las presentes reflexiones, nuestra posición con respecto a lo que constituye la ciencia, necesariamente tiene que ser muy general. La ciencia de las civilizaciones arcaicas, se ve históricamente como parte de un todo social; al igual que la ciencia moderna es el producto histórico de la evolución cultural occidental, pero no representa el único parámetro para definir lo que es la ciencia. Este enfoque histórico que analiza a la ciencia como un cuerpo de conocimientos exactos, ligados a un contexto social, nos permite discutir la interrelación que existía en la sociedad prehispánica entre la observación de la naturaleza, la astronomía, la geografía, el clima, la ideología y la estructura socio-política y la cosmovisión en general. La observación de la naturaleza constituye la observación sistemática y repetida de los fenómenos naturales del medio ambiente que permite hacer predicciones y orientar el comportamiento social de acuerdo con estos conocimientos. La observación de la naturaleza proporciona uno de los elementos básicos para construir una cosmovisión. Por cosmovisión entendemos la visión estructurada en la cual las nociones cosmológicas estaban integradas a un sistema coherente. La cosmovisión explicaba el universo conocido en términos de un cuerpo de conocimientos exactos al mismo tiempo que satisfacía las necesidades ideológicas de las sociedades mesoamericanas. Sostengo, en términos generales, que la conceptualización de la naturaleza en una sociedad dada, constituye, la reelaboración en la conciencia social —a través del prisma de la conciencia social— de las condiciones naturales. Estas últimas nunca se presentan de manera igual en diferentes sociedades: no existe una percepción "pura" desligada de las condiciones e instituciones sociales en las cuales nace. Calendarios y astronomía forman parte y son expresión de un mismo proceso: el incipiente desarrollo histórico de las observaciones exactas sobre la naturaleza, el cielo, el ciclo de las estaciones y el medio ambiente; es decir, sobre el cosmos en el cual el hombre se veía inmerso y del cual se sentía partícipe. La observación astronómica era la condición previa para el diseño del calendario. Sin embargo, debe señalarse que calendario y astronomía no son idénticos, pues el calendario, como creación humana, constituye tanto un logro científico como un sistema social. El calendario es vida social, y el esfuerzo de su elaboración consiste precisamente en buscar denominadores comunes para ser aplicados tanto en la observación de la naturaleza como en la sociedad. El calendario se vincula estrechamente con el ritmo de las estaciones y el clima, así como con los ciclos agrícolas, —impone una medida del tiempo, socialmente definida— y además regulaba las actividades de la sociedad. Conforme va creciendo en forma considerable los datos sobre los alineamientos de los templos y de los asentamientos prehispánicos, vemos más claramente su intrínseca vinculación con las fechas calendáricas. Propongo la hipótesis de que en la cosmovisión mesoamericana, lo que más importaba eran las fechas, es decir, los días precisos del ciclo anual (los cuales estaban físicamente presentes en los alineamientos mediante la observación del sol sobre el horizonte). Estas fechas tenían un significado especial, tanto para la observación metereológica, como para la vida económica (su vinculación con los ciclos agrícolas, las fechas tributarias, etc.) y la vida social y política de las comunidades. Además jugaba un papel determinante en el registro histórico (la cronología de los anales indígenas) así como en los ciclos míticos del calendario ritual de fiestas. La conjunción de los fenómenos astronómicos con estas complejas asociaciones sociales (i.e. culturales), es lo que más les preocupaba a los antiguos mexicanos. Al preguntarnos sobre la función del calendario y de la astronomía en la sociedad prehispánica, nos estamos situando en el contexto sociocultural, materia ya de la antropología y la etnohistoria, que son las disciplinas que han desarrollado este tipo de análisis. Una de sus aportaciones fundamentales del estudio interdisciplinario de la arqueoastronomía, consiste en considerar el desarrollo de la astronomía en estrecha interacción con los ritos, las bases económicas y las estructuras de poder. De su vinculación con las actividades económicas se derivaba el importante papel que jugaba el calendario en la vida diaria, mientras que en su sacralización se basó su enorme poder religioso y el papel que llegó a desempeñar en la legitimación del poder de las clases gobernantes. La íntima relación que existía en la sociedad prehispánica entre la economía, la religión y la observación de la naturaleza, hizo posible que los sacerdotes-gobernantes actuaran aparentemente sobre los fenómenos que pretendía regular el calendario. Así, calendarios y astronomía proporcionaban también elementos esenciales de la ideología de esta sociedad, ya que, al basarse en la observación de ciclos recurrentes, hacían que quienes los manejaban adquirieran la apariencia de, controlar estos fenómenos y de poder provocarlos deliberadamente. En las fechas significativas, el calendario imponía la celebración de ciertas ceremonias. Éstas sólo podían realizarlas los sacerdotes-gobernantes, ya que ellos tenían el monopolio del culto estatal. Aunque íntimamente relacionado con la agricultura, este culto tenía lugar en las grandes pirámides que formaban el centro del asentamiento urbano y eran al mismo tiempo, el símbolo territorial del poder político. De esta manera la clase dominante aparecía como indispensable para dirigir el culto, del cual dependía la recurrencia de los fenómenos astronómicos y climatológicos, que, a su vez, eran una condición necesaria y real para que crecieran las plantas y se cumplieran exitosamente los ciclos agrícolas. El culto como acción social producía una transferencia de asociaciones que invertía las relaciones de causa y efecto, haciendo aparecer los fenómenos naturales como consecuencia de la ejecución correcta del ritual. De este nexo derivaba la extraordinaria importancia que se atribuía a la astronomía en los procesos de la legitimación del poder político en el Estado prehispánico. Sin embargo, también hay que tomar en cuenta otras circunstancias. Aunque el conocimiento astronómico daba a los sacerdotes-gobernantes una firme base para predecir los fenómenos naturales, estos últimos, conservaban siempre un aspecto inconocible y misterioso. La recurrencia de los ciclos de los astros nunca era completamente simétrica: el ciclo más regular era el solar, que variaba sólo un día cada cuatro años. Los ciclos de la luna y los planetas eran aun menos regulares y más difíciles de predecir, y, de hecho, sólo algunos de los planetas fueron conocidos en el mundo prehispánico. Si bien es cierto que la legitimación del poder de los sacerdotes-gobernantes se vinculaba con su dominio del calendario, ellos también fueron víctimas del sistema cosmológico que habían creado, pues estaban obsesionados por predecir los fenómenos recurrentes, por encajarlos dentro de la pretendidamente perfecta armonía de los ciclos calendáricos y por plasmar estas relaciones en la arquitectura de sus centros sagrados. Este esfuerzo era sumamente difícil de realizar y muy riesgoso, por lo que sus eventuales fracasos hicieron tambalear los fundamentos mismos de la cosmovisión. Por ejemplo en el caso de los mexica, en vísperas de la conquista española, esta cosmovisión estaba basada nada menos que en la creencia de que el moviendo del sol, la alteración entre día y noche y el ciclo anual de las estaciones, eran consecuencia directa de la participación de los hombres mediante los incensantes sacrificios humanos. Del derramamiento de la sangre humana La Mesoamérica prehispánica, al igual que otras civilizaciones arcaicas, se caracterizaba, en términos generales, por la polivalencia funcional de sus instituciones. Es decir, sus instituciones económicas no pueden estudiarse desligadas de las instituciones sociales, políticas e ideológicas, puesto que todas ellas formaban un todo inseparable. Sólo en la sociedad industrial moderna estas instituciones se vuelven entidades claramente delimitadas que desarrollan, cada una, su dinámica propia. Hoy en día, las ciencias se han emancipado del contexto religioso y la búsqueda del conocimiento es una tarea profana del acervo científico-intelectual. No era así en las civilizaciones arcaicas, donde los primeros conocimientos científicos se desarrollaron inmersos en la vida religiosa y social. La sede de la labor intelectual de los astrónomos-sacerdotes prehispánicos fueron los templos, que simultáneamente eran el símbolo del poder político. El auge que tuvieron las observaciones astronómicas a partir del primer milenio a.C. en Mesoamérica, se vincula con los procesos socio-económicos del surgimiento de la sociedad agrícola altamente productiva, su diferenciación interna en clases sociales y la formación de los primeros estados mesoamericanos. La astronomía, los calendarios, las matemáticas y la escritura, expresan el surgimiento del conocimiento exacto en la civilización prehispánica. Es pues, una tarea importante integrar los campos especializados de la investigación monográfica dentro de una historia general de las ciencias en Mesoamérica, y reivindicar estos temas como legítimos campos de estudio, tan legítimos como la investigación sobre las actividades científicas en etapas posteriores de la historia de México. |
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Refrerencias Bibliográficas Aveni Anthony F. 1977 Native American Astronomy. University of Texas Press, Austin (existe traducción española). |
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Johanna Broda Instituto de Investigaciones Históricas, UNAM.
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Mercedes de la Garza |
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En el mundo mesoamericano en general, las maneras de vivenciar, comprender y expresar la realidad, se inscriben en el campo de la religión, pues el origen y la existencia toda del cosmos se adjudica a la acción de seres o energías sobrenaturales. Los dioses, el mundo y el hombre son los tres grandes reinos temporales (y por ello polivalentes), que conforman el cosmos maya. Ellos no son concebidos como órdenes separados e independientes, pero tampoco se confunden en un todo indiferenciado; más bien son aspectos distintos de una misma realidad, cada uno con cualidades y funciones bien definidas, que, en constante interrelación dinámica, constituyen un universo armónico y equilibrado. Una de las características esenciales de la cosmovisión maya es el sitio principal que ocupa en ella la temporalidad, entendida como el dinamismo del espacio: dioses, mundo y hombre no son realidades estáticas, sino en un constante movimiento que les da cualidades cambiantes. Pero ese movimiento tiene un orden, una racionalidad, que permite la permanencia y la estabilidad. El Sol, por ejemplo, es una deidad que, de acuerdo con su trayectoria diaria y con su ciclo, es benéfica y maléfica, celeste e infraterrestre, fuente de vida y energía de muerte; pero su trayectoria y su ciclo siempre se repiten, repitiéndose así sus cualidades y la influencia que ejerce a su alrededor. De esta manera la temporalidad del cosmos es cíclica. El universo en el que el hombre habita es concebido por los mayas como una compleja estructura de planos horizontales superpuestos, poblados por fuerzas sagradas, que en múltiples combinaciones, de acuerdo con la temporalidad, determinan los cauces de todo acontecer. Esas energías divinas van, desde los grandes dioses cuyas epifanías son los astros, la lluvia, el relámpago, las montañas, el viento o la Tierra, hasta los protectores de los animales, las plantas sagradas (como el maíz y las psicoactivas), los patronos de las actividades humanas y las deidades maléficas. Hay tres grandes ámbitos del cosmos, que son el cielo, dividido en trece estratos, tal vez con forma de pirámide escalonada; la tierra, concebida como una plancha cuadrangular, y el inframundo, dividido en nueve estratos quizá como una pirámide invertida. Estos tres espacios cósmicos, se dividen a su vez horizontalmente en cuatro partes o "rumbos" (asociadas con colores y signos del calendario ritual), que más o menos coinciden con los puntos cardinales. En cada rumbo terrestre, y participando del color asociado, hay un árbol sagrado (ceiba) y un pájaro también divino, que parecen sostener la pirámide celeste, al lado de cuatro dioses antropozoomórficos, los Bacabes. Y en el centro de la tierra, fungiendo como axis mundi, se yergue la "ceiba madre", de color verde, cuyas raíces comunican el plano terrestre con el inframundo y cuyas ramas penetran en el nivel celeste. Entre las múltiples imágenes simbólicas que creó la mentalidad religiosa de los mayas para representar los niveles cósmicos, hay también formas animales, sobre todo grandes reptiles. De esta manera la tierra era un cocodrilo o lagarto fantástico, al que los mayas yucatecos llamaron Itzam Cab Ain, "Brujo-del-agua-tierra-cocodrilo" o Chac Mumul Ain, "Gran cocodrilo lodoso". Este ser flotaba en el agua, y sobre su espalda crecía la vegetación. Del nivel terrestre proceden dos de los animales sagrados por excelencia, que fueron concebidos como epifanías de fuerzas divinas de los tres ámbitos del cosmos: la serpiente, que encarna al agua, al cielo y a la tierra, como la fuerza fecundante y engendradora de la vida, y el jaguar, que simboliza las fuerzas irracionales, la destrucción, la naturaleza salvaje, el cielo nocturno y el Sol en su viaje por el inframundo. Dentro de esta misma concepción, bajo el nivel terrestre está el inframundo, de nueve estratos, el más profundo de los cuales (Mitnal o Xibalba), es la morada de los dioses de la muerte, encabezados por Ah Puch ("El descarnado"). Estos dioses se representan en los códices como esqueletos humanos o como cuerpos en estado de corrupción. En el simbolismo animal, el inframundo es el vientre de la deidad terrestre, la cual, en su asociación con la muerte, se representa en las artes plásticas como un gran mascarón descarnado. Pero en tanto que vientre, el inframundo es al mismo tiempo origen de vida nueva, por eso contiene agua y semillas. Así, la vida se toma muerte y la muerte, vida, en una alternancia cíclica de contrarios. Y sobre el plano terrestre se encuentran los cielos: trece estratos donde moran distintos dioses, por lo general astrales, el que está regido por Oxlahuntiku; "Trece Deidad", dios uno y trece al mismo tiempo. El estrato más alto es el sitio de la deidad suprema: Hunab Ku, "Dios Uno", para los mayas yucatecos, identificado con Itzamna. Itzamna fue simbolizado, en toda el área maya, por un dragón serpiente emplumada bicéfala o animal fantástico con cuerpo de serpiente, plumas, patas de lagarto o pezuñas de venado, que encarna la energía sagrada fecundante del cosmos. Sus dos cabezas representan la dualidad de contrarios cósmicos, cuya armonía hace posible la vida. Esta deidad es a la vez uno y cuatro, ya que hay un Itzamna en cada "rumbo", que comparte el color de este. En los códices, Itzamna se representa como un dragón, pero también en forma humana: como un anciano con rasgos serpentinos en el rostro; a su lado aparece su parte femenina, señora del tejido y la pintura con la que se coloreó el mundo. En su aspecto antropomorfo, Itzamna fue dios creador y héroe cultural, pues se dice que inventó la agricultura, la escritura, el calendario y la medicina. Además de este dios supremo y creador, fueron principales las deidades directamente asociadas con la fertilidad de la tierra: el Sol y el agua, llamados por los mayas yucatecos respectivamente Kinich Ahau y Chaac. La estrecha liga entre dioses, mundo y hombre dentro del pensamiento indígena, se manifiesta ante todo en las cosmogonías. El proceso de creación cósmica se produce según las leyes de la temporalidad cíclica y tiene como eje la creación y destrucción alternativas de los hombres, dinámica de la que deriva la existencia de los otros seres; el complejo universo maya fue creado, según los mitos cosmogónicos, para que ahí viviera el ser que tendría por misión venerar y sustentar a los dioses: el hombre. En los mitos quichés, los dioses creadores, en sucesivas edades del universo, modelan varios tipos de hombres, usando distintos materiales, hasta que encuentran la sustancia sagrada, el maíz, que dará por resultado al hombre requerido: el que es consciente de los dioses y de la finalidad de su existencia. Los hombres de maíz de la última edad, son formados, además, con sangre de la serpiente y el tapir, animales sagrados por representar, la primera, el principio vital del cosmos y el segundo, la diosa madre. Este hombre es cualitativamente distinto de los anteriores, porque es el resultado de una fusión de sustancias vegetales y animales sagradas; todo esto pone de manifiesto que para los mayas la materia es la que condiciona el espíritu y no éste el que da vida a la materia, como ocurre en otras cosmogonías. Esa edad de los hombres de maíz es la época actual, en la que siguiendo la inexorable ley cíclica, un nuevo diluvio destruirá algún día a los seres humanos. En esta concepción cíclica del devenir cósmico no encontramos ni la idea de un inicio absoluto, ni la de un fin, por lo que es evidente que, para ellos, el universo temporal es infinito. Y la idea de los dioses que se desprende de esta cosmogonía es la de unos seres sobrehumanos, capaces de crear, pero imperfectos, ya que requieren ser venerados y alimentados; tal concepción de lo sagrado fue la base del complejo ritual de los mayas, que tuvo como centro el sacrificio sangriento, porque la sangre fue considerada como el principio vital por excelencia en el que reside el espíritu y, por ello, como el alimento fundamental de los dioses. Además de la finalidad común de la existencia humana, cada hombre tiene un destino individual determinado por las influencias de los dioses regentes del día de su nacimiento; este destino se conocía elaborando un horóscopo que revelaba la carga de influencias, y era esencial en la vida del hombre, pues constituía la anticipación de su futuro y por ello, debía ser la guía de su vida. Si el destino era bueno, el individuo hacía todo lo posible por cumplirlo, pero si era malo, podía alterarlo con ritos diversos. Esto expresa que para los mayas las determinaciones no implican un fatalismo, ya que en ellas interviene la voluntad humana, la acción libre del hombre. Por otra parte, el hombre es, en su propia naturaleza, un ser dual compuesto, de cuerpo visible y espíritu; éste, a su vez (aunque hay variantes entre los distintos grupos mayances), parece estar dividido en una parte inmortal, consciente y racional, que está ligada al cuerpo humano y que lo abandona en el momento de la muerte, y una parte impulsiva, irracional y mortal que desde que el hombre nace encarna en un animal salvaje, relacionado con el día del nacimiento. Ese animal se convierte en un alter ego que comparte el destino y el carácter del hombre, e incluso su posición social (mientras más alta sea ésta, el animal es más fuerte y poderoso). Todo lo que le ocurra al animal, incluso la muerte, le acontece también al hombre y viceversa. Las ideas mayas acerca de los dioses, el mundo y el hombre, destacadas aquí muy breve y generalmente, constituyen una cosmovisión original, en la que sólo extrínsecamente caben las clasificaciones lógicas occidentales. El mundo de los valores es distinto también, así como el sitio del hombre en el cosmos, empezando por la idea de que el ser humano forma un todo unitario, incluso consubstancial, con su mundo y, aunque tiene la responsabilidad de la existencia toda, no se asume como el dueño que pueda dominar y explotar a la naturaleza para su propio beneficio. |
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Nota: Este breve trabajo resume algunas ideas desarrolladas en mis libros “El hombre en el pensamiento religioso náhuatl y maya” (unam, 1978) y “El universo sagrado de la serpiente entre los mayas (unam, 1984), así como en el artículo “El universo temporal de los mayas y los nahuas”, 42p., Relativismo cultural y filosofía, perspectivas norteamericana y latinoamericana, Ed. León Olivé. |
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Mercedes de la Garza
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Luis E. Acevedo Gómez |
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EFECTOS A LARGO PLAZO. EL INVIERNO NUCLEAR Cuando un volcán grande hace erupción en la superficie de la Tierra, expele hacia la estratósfera alrededor del globo una gran cantidad de materia. En algunos casos se puede conocer cuánto polvo llega a la alta atmósfera, el tamaño de las partículas (generalmente menores a 1 micra) y la composición de dichas partículas (generalmente ácido sulfúrico y silicatos). Como la estratósfera es muy seca, la lluvia no arrastra dichas partículas; y como el movimiento por convección es casi nulo en la estratósfera, los movimientos atmosféricos no desechan el polvo en la misma. El resultado es que las partículas caen por su propio peso, lentamente ya que son muy livianas y le toma a la estratósfera más de un año limpiarse totalmente. Para muchas explosiones volcánicas existen mediciones que indican un descenso de aproximadamente un grado en la temperatura global. Hoy en día, es posible calcular dichas bajas con gran precisión gracias a diversos métodos desarrollados. Actualmente se sabe que las explosiones nucleares envían grandes cantidades de polvo fino hacia la atmósfera y se han calculado los efectos climáticos que dicho fenómeno puede causar. Además se han hecho estimaciones preliminares de la cantidad de humo que puede surgir debido a incendios en los bosques y ciudades, causados por una guerra nuclear de grandes proporciones. Existe hoy en día en los arsenales de la Unión Soviética y de Estados Unidos, una capacidad de explosión de alrededor de los 60000 megatones. Esto sin incluir, por supuesto, los arsenales nucleares del resto del mundo, principalmente los de Inglaterra, Francia y China, que suman unos pocos cientos de megatones. No se sabe qué cantidad de estas armas podrían detonarse en una guerra nuclear, sólo como consecuencia de ataques directos a silos de misiles y vehículos cargados nuclearmente, además de las que podrían ocurrir por simples fallas técnicas. Sin embargo, sería casi imposible detener una pequeña guerra nuclear antes de que se utilice gran parte de los arsenales mundiales. Por estas razones, al examinar las posibles consecuencias de una guerra nuclear, se debe pensar en la posibilidad de que se desate un intercambio del orden de entre 5000 y 7000 megatones en su totalidad. Sin embargo, muchos de los artefactos que a continuación se discutirán podrían iniciarse con intercambios mucho más pequeños. Existen menos de 2500 ciudades en el mundo con una población de más de 100000 habitantes, de tal forma que la devastación de las mismas está al alcance de los arsenales mundiales. Las más recientes estimaciones de muertes inmediatas, debidas a los efectos directos de explosiones nucleares, y que fueron consideradas para el desarrollo de la primera parte de este trabajo, fluctúan entre 100000000 y 1100000000 que sucederían en el caso de un intercambio nuclear a gran escala. Además, alrededor de 110000000 de personas más sufrirían lesiones serias. Esto significa que cerca de la mitad de la población mundial moriría o sufriría lesiones que requieren atención médica inmediata. La desorganización social, la falta de electricidad, combustible, transporte, comida, comunicación y otros servicios, como los médicos y los de sanidad, así como la proliferación de enfermedades y de severos desórdenes psiquiátricos, causarían aún más muertes entre los sobrevivientes. Otros efectos que no han sido considerados hacen todavía más sombrío el panorama. Existen cuatro efectos que constituyen los principales adversarios del ambiente y que surgen como consecuencia de una guerra nuclear; sin embargo puede haber otros que ni siquiera nos imaginamos. Entre los efectos contemplados destacan: 1. La gran cantidad de partículas condensadas y polvo fino que sube a la alta tropósfera y a la estratósfera, como consecuencia de la vaporización, derretimiento y pulverización de la tierra en explosiones superficiales o de baja altura. 2. La gran cantidad de humo negro generado por los fuegos causados por explosiones sobre ciudades y bosques, el cual sube a la tropósfera (atmósfera baja) y en caso de tormento de fuego puede llegar a la estratósfera (atmósfera alta). 3. Las partículas radioactivas que son enviadas a la tropósfera en ataques de baja explosividad y a la estratósfera en ataques de alta explosividad. 4. La producción de óxidos de nitrógeno en la estratósfera como resultado de la combustión de dicho elemento. Esta combustión estaría causada por el fuego generado por explosiones de entre 0.1 y 1 megatón. Los óxidos de nitrógeno atacarían y destruirían químicamente la capa de ozono que se encuentra en la estratósfera media y causaría un aumento en el flujo de la radiación ultravioleta solar hacia la superficie de la Tierra. El polvo, y en especial el hollín negro, absorbería la luz visible ordinaria que proviene del Sol, calentando la atmósfera y enfriando la superficie. Hoy día está probado que después de una guerra nuclear, sobrevendría una prolongada etapa de temperaturas bajas severas, lo que se conoce como el invierno nuclear. Estos efectos no estarían restringidos a las latitudes medias del hemisferio norte, donde principalmente ocurriría el intercambio nuclear. Hay evidencia sustancial de que el calentamiento atmosférico sobre estas latitudes cambiaría fuertemente la circulación atmosférica global. Las partículas y el polvo atravesarían el ecuador en cosa de semanas llevando el invierno nuclear al hemisferio sur. Todo esto sin tomar en cuenta que también en el hemisferio sur estallarían alrededor de 100 megatones contribuyendo así localmente al invierno nuclear. Aunque en esta zona sería menos intenso, aún así se generarían desórdenes climáticos y ambientales masivos en la región. Debido a la alta capacidad calórica del agua, la temperatura en los mares y océanos bajaría aunque como máximo sólo serían unos cuantos grados. Esto originaría que las temperaturas en las costas no bajaran tanto como en las zonas continentales. Sin embargo, este contraste entre continentes congelados y mares poco fríos, produciría tormentas continuas de intensidades sin precedente en las costas, lo que provocaría gran cantidad de radiación en los vientos y lluvias que llegaran a dichas costas. Se han estudiado los efectos tan serios que se han causado en el mundo entero, cuando se han producido disminuciones en la temperatura global, menores a la que podemos esperar como consecuencia de una guerra nuclear. Estos descensos de temperatura se han dado varias veces debido a las explosiones volcánicas que envían polvo a la estratósfera y obstruyen el paso de la luz solar. Asimismo se ha observado que los pequeños cambios globales están asociados con cambios regionales de considerable magnitud. En los últimos mil años las bajas en la temperatura global no han pasado de 1°C. En una era glacial una baja en temperatura típica es alrededor de 10°C. Algunas estimaciones conservadoras indican que una guerra nuclear de pequeñas proporciones, causaría una baja global en la temperatura de este orden, aunque claro, ésta no duraría tanto como una era glacial. Debido al oscurecimiento del Sol, la luz a pleno día podría llegar a tener la intensidad de la penumbra crepuscular. En las latitudes medias del hemisferio norte estaría tan oscuro a mediodía que no se podría ver nada por espacio de cuatro semanas. En muchas partes del planeta los niveles de intensidad de luz bajarían a un porcentaje por debajo de la intensidad normal y, en algunos casos, podría llegarse a lo que se conoce como punto de compensación, en el cual la fotosíntesis no puede proveer la energía suficiente para que se realice normalmente el metabolismo vegetal en las plantas. La normalización de las temperaturas en todo el mundo puede tardar desde 100 días hasta un año, dependiendo de la cantidad de los arsenales mundiales que sean detonados. Mientras la lluvia radioactiva cae, los niveles de intensidad de luz aumentan calentando nuevamente la superficie. Ahora la reducida capa de ozono permite el paso de la radiación ultravioleta en grandes proporciones. Considerando, como ejemplo, un intercambio de 5000 megatones, se considera que para la radiación que llega pronto a la Tierra (la de mayor intensidad), los contornos de radiación esparcidos por el viento cubrirían 30% del hemisferio norte, con alrededor 250 rems. En adición, habría una dosis de 100 rems distribuida sobre todo este hemisferio. Existen también otros efectos, como serían agujeros en las nubes de polvo, congelamientos inmediatos, dispersión de nubes de humo, circulación atmosférica regional, efectos de precipitación de agua, variación diurna de temperaturas y otros más que pueden causar cambios en el esquema presentado. Algunos de estos podrían mejorar el panorama mientras que otros podrían hacerlo más sombrío. Por esta razón, los cálculos hechos no representan pronósticos completamente acertados, que deban forzosamente cumplirse en caso de una guerra nuclear. Sin embargo, hay acuerdo general en un sentido: después de una guerra nuclear hay un periodo de varios meses, caracterizado por un frío extremo y por penumbra radioactiva, seguido (luego de que se despeja el cielo) por un considerable y extenso periodo de aumento de la inestabilidad de la luz ultravioleta que llegaría a la superficie terrestre. Lo que se ha expuesto hasta aquí, en esta segunda parte es grosso modo lo que se conoce como el invierno nuclear. Sin embargo, cabe mencionar que otro efecto de gran importancia a considerar, es la producción de gases tóxicos provocados por los fuegos desatados. La combustión de una variedad de materiales que se encuentran en las ciudades, como por ejemplo, los empleados en la construcción, los químicos y otros, genera grandes cantidades de prototoxinas, entre los que se cuentan el monóxido de carbono, los cianuros, los cloruros de vinil, los óxidos de nitrógeno, las dioxinas y muchos más. En especial las ciudades de reciente construcción, al incendiarse, contribuirían en mayor cantidad a la generación de dichos químicos. Aunque la magnitud del daño causado por este efecto no se conoce, sí se considera que el ambiente cargado con dichos químicos podría permanecer por varios meses. A todo esto podríamos añadir los sinergismos, los cuales, según discutimos ya en la primera parte, incrementarían las condiciones adversas. Como ejemplo podríamos considerar el siguiente: el número de los depredadores de insectos, digamos, las aves, se reducirían notablemente (por no decir que se extinguirían), debido al frío y a la radiación. Entonces los insectos, siendo más resistentes a cambios severos en el ambiente, proliferarían enormemente. La radiación podría producir formas particularmente virulentas de microorganismos, los que a su vez, podrían ser transmitidos a los seres humanos por los insectos mismos, cuyo sistema inmunológico de alguna forma, se encontraría afectado por los efectos directos o indirectos causados por la guerra nuclear. Los cálculos hechos indican que una guerra nuclear que comprenda tan solo 100 megatones, puede desatar el invierno nuclear. Pero 100 megatones representan sólo el 0.8% de los arsenales mundiales. Este umbral de 100 megatones fue rebasado por los Estados Unidos a principios de la década de los 50. La Unión Soviética los rebasó a mediados de los 60. En ninguno de los dos casos se sabía que se estaba rebasando este límite, ya que no se habían hecho estudios en torno a los efectos climatológicos que podrían ser causados. Hoy en día, se conocen estos efectos y, sin embargo, la proliferación de las armas nucleares mantiene un aumento precipitado. LAS CONSECUENCIAS BIOLOGICAS DE UNA GUERRA NUCLEAR El destino de 2000 o 3000 millones de personas que no mueran inmediatamente en la guerra nuclear, incluyendo los de los países alejados de los blancos nucleares, podría, en muchos sentidos, ser peor que el de las personas en los países atacados. Esta gente, además de sufrir directamente de temperaturas de congelación, oscuridad y radiación, sufriría el peor efecto a largo plazo: el impacto de la guerra sobre los sistemas del medio ambiente del planeta. Para entender esto se debe conocer un poco de lo que en biología se denomina en ecosistema. Un ecosistema es una comunidad biológica (todos los animales, plantas y microorganismos que viven en un área), combinado con el medio ambiente físico en que ellos existen. El medio ambiente incluye la radiación solar, los gases de la atmósfera, el agua de los ríos, los minerales del suelo y otros elementos. La esencia de un ecosistema es una cadena de procesos que conectan a los organismos entre ellos y su medio ambiente físico. Estos procesos incluyen un flujo de energía unidireccional a través del ecosistema y un movimiento cíclico de material en el mismo. La luz solar es la fuente de todos los ecosistemas significativos, no sólo por el papel que juega en la fotosíntesis, sino también porque provoca procesos puramente físicos como la evaporación de agua de los mares y de las superficies terrestres para su recirculación. Se puede comprender entonces, fácilmente por qué un evento que bloquee la luz solar puede tener efectos catastróficos en el funcionamiento de los ecosistemas. Es aquí donde se debe entender que, siendo los humanos parte del ecosistema, su dependencia del mismo es total, para la producción agrícola y para otros servicios públicos. Estos servicios incluyen aspectos como: regulación de climas y mantenimiento de la composición gaseosa de la atmósfera, distribución de agua, eliminación de desechos, reciclamiento de nutrientes, preservación de suelos, control de una gran pare de las plantas que afectan al agro o al hombre, suministro de alimentos del mar y mantenimiento de una biblioteca genética basta, con la cual el hombre ha mantenido la base de la civilización. La perturbación de los ecosistemas significa la eliminación de estos servicios, y los que sobrevivan a la guerra nuclear necesitarán de ellos mucho más que nosotros actualmente. En una guerra nuclear los efectos mayores sobre los ecosistemas serían básicamente dos: la oscuridad extendida sobre el planeta y el frío extremo en los continentes. Sin embargo, hay que considerar otros más, como son los fuegos, la contaminación tóxica, la radiación ultravioleta (que entre otras cosas daña al material genético), la radiación nuclear, las lluvias ácidas, la contaminación química del suelo y de los cuerpos de agua y las tormentas violentas en zonas costeras. Las conclusiones biológicas de los efectos sobre los ecosistemas dependen menos de los patrones exactos de detonación que de los efectos inmediatos de la onda de choque, calor y radiación inicial. Sólo en caso de una guerra de pequeña escala el análisis a hacerse no aplicaría; sin embargo, según se ha discutido ya, una guerra de pequeñas proporciones no es muy factible. Es posible que las conclusiones subestimen las consecuencias debido a que no se conoce el mecanismo detallado global de los ecosistemas y, por lo tanto, no es posible evaluar las interacciones sinergísticas envueltas. Sin embargo, aunque los efectos climáticos no cubrieran el hemisferio norte o el planeta en su totalidad, los impactos de la guerra nuclear en los ecosistemas del planeta serían sustanciales. EFECTOS DEL FRIO Y LA OSCURIDAD Las temperaturas bajas tendrían efectos dramáticos en las poblaciones animales, muchas de las cuales serán eliminadas debido a que éstos no están acostumbrados a tales temperaturas. Sin embargo, la clave para los efectos sobre los ecosistemas, es el impacto de la guerra sobre las plantas. Su actividad se conoce como producción primaria (captura de energía solar a través de la fotosíntesis) y como la acumulación de nutrientes que son necesarios para el funcionamiento de todos los componentes biológicos de ecosistemas naturales y agrícolas. Sin la actividad fotosintética todos los animales dejarían de existir. El impacto de las temperaturas bajas en las plantas, depende, entre otras cosas, de la época del año en que ocurran, de su duración y de la resistencia de las plantas a la congelación. Un descenso abrupto en la temperatura es particularmente dañino. Después de una guerra nuclear las temperaturas bajarían rápidamente sin permitir que las plantas que posean cierta resistencia al frío pudieran aclimatarse antes de que la temperatura descendiera a niveles letales. Incluso si se dieran temperaturas considerablemente más altas que el punto de congelación, causarían daño a algunas plantas… Además, las plantas enfermas o dañadas poseen una reducida capacidad de aclimatación al frío. Todo esto causaría que virtualmente todas las plantas terrestres en el hemisferio norte se dañaran o murieran después de una guerra, si ésta ocurre durante una temporada de crecimiento o antes. Una guerra en otoño o invierno no causaría una gran devastación de cosechas, ya que el trigo, el arroz, el maíz y otros granos, ya estarían recogidos y almacenados. Sin embargo, debido a que el invierno nuclear duraría varios meses, la cosecha de la temporada siguiente no prosperaría. También, como las temperaturas de invierno alcanzarían extremos mayores a lo de costumbre, también serían destruidas las cosechas perennes como los árboles frutales y otras. Aunque las semillas de plantas de climas templados no se dañarán por el frío, las de plantas tropicales sí se afectarían. Una guerra en otoño o invierno tendría mucho menos impacto en las plantas de altas latitudes, que una guerra de primavera o verano; sin embargo, en los trópicos, donde las plantas crecen todo el año, sería catastrófico. Sólo en las zonas costeras las plantas terrestres no serían devastadas por el frío, pero las de estas zonas se verían sometidas a las tormentas causadas por las diferencias de temperatura entre los mares y los continentes. Además del frío, el bloqueo de la luz solar terminaría con la actividad fotosintética. Esto tendría consecuencias innumerables que se propagarían a lo largo de la cadena alimenticia. La producción primaria se vería reducida en proporción a la cantidad de luz que llegara del Sol. Si el nivel de luz decayera un 5% o menos, cosa que es muy probable en las latitudes medias del hemisferio norte, la mayoría de las plantas cesaría de crecer. Entonces, aún si las temperaturas permanecieran normales, la productividad de las cosechas y los ecosistemas naturales se vería reducida por el bloque de la luz. Combinados el frío y la oscuridad constituirían una catástrofe sin precedentes para los ecosistemas. EFECTOS DE LA RADIACION ULTRAVIOLETA Los óxidos de nitrógeno enviados a la estratósfera provocarían una reducción de la capa estratosférica de ozono del orden de 50%. Normalmente esta capa de ozono filtra la luz solar de la radiación ultravioleta. Aunque durante los primeros meses posteriores a la guerra, el polvo y el hollín impedirían que dicha radiación llegara a la superficie terrestre, la ausencia de ozono duraría más tiempo y cuando la atmósfera se despejara, los organismos se verían sometidos a niveles de radiación ultravioleta mucho más altos que los considerados como dañinos para ecosistemas y seres humanos. Las plantas reducen el proceso de fotosíntesis en presencia de la radiación ultravioleta. Pero además, las hojas que se han desarrollado en luz de poca intensidad, son dos o tres veces más sensitivas a esta radiación que las que se han desarrollado normalmente bajo luz solar. En este caso se complicaría el daño a las plantas por la radiación ultravioleta. El sistema inmunológico humano y de otros mamíferos se debilita, incluso, en presencia de bajas dosis de radiación ultravioleta. Este efecto, en combinación con las enfermedades y otras circunstancias más, afectaría de manera crítica la habilidad de recuperación del organismo. También se ha sugerido que la exposición prolongada a dicha radiación con niveles aumentados, produce pérdida de la visión. EFECTOS DE LA LLUVIA RADIOACTIVA Hechos estimados sugieren que las primeras 48 horas en el hemisferio norte un total de 2000000 de millas cuadradas serían expuestas a niveles de radiación sobre 1000 rems, en la dirección en que sopla el viento desde los puntos de detonación. Estas dosis son letales para todas las personas, animales y plantas expuestas. Aproximadamente un 30% del área de las latitudes medias del hemisferio norte, se expondría a más de 500 rems en las primeras 24 horas, con las consecuencias ya discutidas en la primera parte de este trabajo. El número total de personas afectadas en esta parte del globo sería mayor al 1000000000. Dosis más pequeñas que las anteriores cubrirían la mitad o quizás más, del hemisferio norte causando cáncer y mutaciones genéticas. El efecto de la radiación sobre los ecosistemas es más difícil de predecir, debido a que los distintos organismos poseen diferente susceptibilidad a la radiación. Los más vulnerables resultan ser las coníferas, que forman bosques extensos sobre las partes más frías del hemisferio norte. Esta vegetación quedaría destruida en un área total de más del 2% del hemisferio norte. Esto, a su vez, propiciaría las condiciones para el desarrollo de fuegos extensos. Aparte de las coníferas, las aves y los mamíferos son también muy sensitivos a la radiación. Así, pues, este fenómeno contribuiría al trastorno del funcionamiento normal de los ecosistemas. Además, algunos isótopos radioactivos entrarían en los ciclos alimenticios, concentrándose en el proceso y aumentando los daños sobre los organismos ya afectados. EFECTOS DE LOS FUEGOS Y LA NUBE DE POLVO Y OLLIN Muchos de los ecosistemas se dañarían o destruirían como resultado de la onda de choque, de la bola de fuego y de la radiación, durante las miles de explosiones nucleares en los distintos blancos. Además, los pozos petroleros, las reservas de carbón, etc., continuarían ardiendo por meses. Así, los fuegos secundarios, que cubrirían posiblemente 5% o más de la superficie del hemisferio norte, tendrían efectos devastadores sobre los ecosistemas. En el caso de las áreas extensamente quemadas, durante la siguiente temporada lluviosa se propiciarían inundaciones y erosiones catastróficas. Los desechos tóxicos y radioactivos arrastrados por las aguas, podrían matar gran pare de la fauna de los ríos, lagos y zonas costeras. En ese caso, se eliminaría esta fuente de alimentos para los humanos sobrevivientes, al morir o contaminarse los peces y otros alimentos. Los grandes fuegos calentarían suficientemente el suelo como para matar las semillas durmientes. Además, ha hechos que indican que los fuegos podrían llegar a cubrir hasta 600 millas cuadradas. Esto generaría un fuerte smog en la atmósfera, compuesto de una variedad de químicos tóxicos, y traería, como consecuencia probable, lluvias ácidas de alta toxicidad. La dinámica alterada de la atmósfera tendría por resultado severas sequías en ciertas áreas. Al someter los ecosistemas a la combinación de varios de los efectos ya considerados (frío, oscuridad, fuego, lluvia ácida, etc.) se podrían desatar plagas y enfermedades que se extenderían en tiempo y espacio, más allá de la devastación directa de la guerra. EFECTOS SOBRE VERTEBRADOS Y ORGANISMOS TERRESTRES Los herbívoros y carnívoros salvajes, al igual que los animales domésticos, morirían debido al frío, al hambre o inclusive a la sed, ya que los cuerpos de agua estarían congelados. Así, proliferarían, después de la guerra, los animales que se alimentan de organismos descompuestos gracias a la gran cantidad de cuerpos humanos y animales insepultos. Debido a esto, después del deshielo, los animales más numerosos serían: ratas, cucarachas, moscas y otros semejantes. Los organismos que no fotosintetizan podrían permanecer inactivos por largos periodos, No se verían muy afectados por el frío y la oscuridad. Pero en muchas áreas la ausencia de vegetación expondría el suelo a una gran erosión gracias al viento y al agua, por lo que, aunque estos organismos no son especialmente susceptibles a los efectos atmosféricos de la guerra, se verían afectados porque los ecosistemas en que ellos se encuentran sí serían destruidos. EFECTOS SOBRE LOS SISTEMAS AGRICOLAS Los sistemas agrícolas se afectarán mediante el mismo tipo de mecánica que los ecosistemas naturales. En los centros urbanos se almacenan pocos alimentos básicos, y en el caso de la carne y de otros productos perecederos, las existencias acumuladas son mínimas por tratarse de producción reciente. Sólo los cereales se guardan en cantidades significativas, pero, usualmente los lugares de almacenamiento se encuentran en sitios alejados de los centros urbanos. Debido a todo esto, después de la guerra las fuentes de comida en el hemisferio norte serían destruidas o contaminadas, o localizadas en áreas inaccesibles, o agotadas en poco tiempo. Los sobrevivientes de la guerra pronto estarían pasando hambre. Los países dependientes de importaciones, aunque no hayan sufrido ataques directos, resentirían el cese de dichas importaciones. Entonces estos países tendrían que depender de su agricultura y ecosistemas naturales, lo que para muchos países en desarrollo podría significar hambre en gran parte de su población. La recuperación de la agricultura en la posguerra sería muy difícil. Muchas cosechas dependen grandemente de subsidios de energía y fertilizantes. Además, la producción agrícola en masa necesita buena luz solar, fuentes de agua adecuada, supresión de plagas y otras circunstancias. Luego de que las condiciones ambientales regresaran a lo “normal”, la facilidad con que se pueda recuperar la agricultura, dependería de la reorganización de los sistemas sociales (la disponibilidad de energía y condición psicológica de la población), y del grado en que haya sobrevivido la producción de semillas y animales. Como las semillas para la mayor parte de Norteamérica, Europa y la Unión Soviética no se almacenan en granjas individuales, se reduciría aún más su disponibilidad para el cultivo. A todo esto le podemos añadir que, debido a la hostilidad del clima, las cosechas serían menos abundantes que lo normal si no es que fracasan. Se debe enfatizar que los sistemas agrícolas dependen inevitablemente del ecosistema natural en que ellos se encuentran. EL DESTINO DE LOS TROPICOS Para cualquier escenario de guerra nuclear, la propagación del frío y oscuridad en los trópicos de ambos hemisferios, es similar. Aunque estos efectos se encontraran perfectamente concentrados en las regiones más templadas del norte, los pulsos de aire frío penetrarían hacia los trópicos. Muchas plantas en las regiones tropicales y subtropicales no poseen mecanismos que les permitan inactivarse para tolerar temporadas frías. Y aunque las temperaturas no descendieran al punto de congelación, aún así se producirían daños en gran escala sobre las plantas. Además, grandes áreas de la vegetación tropical se encuentra cerca del “punto de compensación” fotosintético (su toma de CO2 es sólo un poco mayor que la expulsión del mismo). Si los niveles de luz bajan, aunque la temperatura no baje, dichas plantas empezarían a expulsar más CO2 del que toman. Si la oscuridad permaneciera por mucho tiempo o si además bajara la temperatura simultáneamente, desaparecerían muchos bosques tropicales. Al desaparecer se estaría perdiendo con ellos la diversidad genérica, incluyendo especies animales y vegetales. Los animales tropicales son más susceptibles al frío que los de las zonas templadas, por lo tanto muchos morirían. En resumen, las consecuencias debido a los cambios climáticos en las zonas tropicales, serían más severas que en las zonas templadas. Además, aún en ausencia de frío y oscuridad, en las zonas tropicales la dependencia de los humanos de importación de comida y fertilizantes, llevaría a problemas serios. Gran número de gente se vería forzada a salir de la ciudad a cultivar las áreas restantes de bosques lluviosos tropicales, acelerando su destrucción al forzar el sistema más allá de su capacidad. EFECTOS SOBRE LOS ECOSISTEMAS ACUATICOS En general, como la temperatura de los océanos bajaría un poco según se discutió ya, los sistemas acuáticos sufrirían menos los efectos del frío que los sistemas terrestres. Sin embargo, los cuerpos de agua dulce (ríos, lagos) se congelarían hasta profundidades considerables. Esto reduciría los niveles de intensidad de luz en los mismos, y por lo tanto, el oxígeno se acabaría y muchos organismos acuáticos morirían. En los océanos la oscuridad impediría la fotosíntesis de las algas que es la base de la cadena alimenticia. La reproducción de estas algas, conocidas como fitoplancton, sería reducida o eliminada en muchas partes y el fitoplancton sobreviviente sería consumido pronto por el zooplancton (consumidores de fitoplancton). Cerca de la superficie oceánica, la producción de fitoplancton se reduciría debido a los niveles de radiación ultravioleta. Mientras que en el hemisferio norte, las cadenas alimenticias marinas podrían ser alteradas gracias a la extinción de muchas especies de peces. A esto hay que añadir que las aguas del mar, después de la guerra, se verían convertidas en zonas tormentosas, lo que haría de la pesca una tarea difícil, si no es que imposible. En general, la situación tiende a indicar que la alimentación proveniente de la vida marina sería inaccesible para los sobrevivientes. EL DESTINO DE LA TIERRA Debido a los efectos del frío y la oscuridad, la sobrevivencia humana se vería claramente restringida a las islas y zonas costeras del hemisferio sur y la población humana retrocedería a niveles prehistóricos. Aún admitiendo esta posibilidad, es cuestionable la sobrevivencia de estos grupos de gente, o de individuos solitarios. Los humanos son animales sociales, son muy dependientes de las estructuras sociales que han construido. Tendrían que enfrentarse a un medio ambiente, no sólo extraño para ellos, sino además mucho más maligno de lo que jamás han experimentado. Los sobrevivientes se enfrentarían a una mundo salvaje donde tendrían que cazar para sobrevivir. Aquí debemos señalar que en el pasado, los que han tenido que vivir de esta forma conocían ampliamente su medio ambiente, mientras que después del holocausto nuclear, los sobrevivientes se encontrarían con un medio ambiente nunca antes experimentado por el hombre. El estado psicológico de los sobrevivientes es difícil de imaginar, por lo que no hay que descartar la posibilidad de que los sobrevivientes sean incapaces de reconstruir sus poblaciones y que al cabo de algunos siglos, o posiblemente décadas, el Homo sapiens sea una especie extinta. |
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Refrerencias Bibliográficas Glasstone, S. P. J., Dolan, 1977, The effects of nuclear weapons, U.S. Department of Defense and Energy, Washington, D. C. Amenaza nuclear I apareció en CIENCIAS 17, enero, 1990. |
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Luis E. Acevedo Gómez
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Alfredo López Austin |
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La preocupación por el tiempo Si tuviéramos que describir el pensamiento de los pueblos mesoamericanos a partir de unas cuantas características, una de ellas sería su obsesión por el flujo del tiempo. Esta obsesión estuvo presente a lo largo y a lo ancho de Mesoamérica como parte fundamental de una tradición que fue común. El complejo sistema calendárico mesoamericano existe al menos desde el siglo vii a.C., antigüedad que se atribuye a sus más antiguos signos1. Estos signos son suficientes para establecer que desde esa época o antes y hasta los días de la conquista española, hubo un solo sistema mesoamericano de cómputo de tiempo, aunque con importantes variantes. Más aún, las antiguas formas de calcular el arribo de los destinos subsisten hasta hoy, aunque escasas, dispersas y ocultas, en México y en Centroamérica. Las mayores variantes del sistema radican en lo que respecta a su complejidad. Serían los mayas, entre todos los mesoamericanos, quienes elaboraran en su periodo Clásico (de fines del siglo iii d.C. a principios del siglo x d.C.) los más artificiosos sistemas de cómputo y registro del tiempo. En contra de lo que constantemente se sostiene, la obsesión por el flujo del tiempo no tuvo su origen en las graves especulaciones de los sabios adscritos a las cortes. La obsesión fue parte de una concepción del mundo que se creó, siglo tras siglo, en el trato social cotidiano general y en la acción transformadora de los hombres sobre la naturaleza. En efecto, y volviendo en particular a los mayas, el asombroso adelanto de su calendario y su escritura se debió a que ambos servían de sustento a la legitimidad de los linajes dominantes. Por medio de los complicados mecanismos, cómputos y registros, las historias dinásticas se enlazaban con las de los dioses. En esta forma habían marchado juntos el poder, la sabiduría especializada y la preocupación por las vueltas del destino. El acrecentamiento del dominio político y del desarrollo del aparato gobernante, llevó el calendario y la escritura a muy elevados niveles, lo suficiente como para hacer inobjetable el poder de quienes se ostentaban como hombres llenos de divinidad y encargados de la conducción de los pueblos. Pero mucho antes de que el calendario y la escritura llegaran a tales alturas, ya aparecen ligados a la estructura del poder. Su unión original se debió a que la obsesión por el flujo del tiempo, existente en las comunidades campesinas, fue aprovechada para ir montando sobre ella uno de los soportes de los aparatos gobernantes de linaje. Puede afirmarse que la preocupación por el tiempo y posiblemente los principios básicos del sistema calendárico, nacieron en el estrato campesino; después, los grupos dominantes aprovecharon el calendario en beneficio de su legitimación y lo desarrollaron por la vía de la complejidad y el esoterismo. La naturaleza del tiempo El calendario mesoamericano estuvo basado en la idea de la materialidad del tiempo. Era éste, según el pensamiento antigüo, una sustancia divina, imperceptible, que fluía al mundo del hombre con ritmos regulados por un turno muy semejante al de la participación tributaria de los individuos en el orden político indígena: ciclos por los que cada unidad de sustancia temporal diferenciada, cumplía su cometido de aparición sobre la Tierra. Eran ciclos de distintas dimensiones, que correspondían a las diferentes regularidades descubiertas en la naturaleza: de 365 días, próximo a la duración del año trópico y segmentado en las épocas de lluvias y de secas; de un día, con sus unidades diurna y nocturna; de los movimientos astrales, principalmente el de las fases de la Luna. Pero también había ciclos importantísimos cuya dimensión correspondía a procesos naturales imaginarios o cuyo origen no han podido encontrar las investigaciones actuales: el de los 9 días de los señores de la noche; el de 360 días, próximo al año trópico, pero redondeado por los 18 "meses" de 20 días cada uno, y uno de los más importantes, el de 260 días, cuyo origen se atribuye a la combinación de dos números fundamentales en el orden cósmico: el 13 y el 20. Pueden encontrarse otros más; pero era básica la combinación de dos de ellos: el de 365 días, que marcaba tanto las actividades laborales como las rituales, y el de 260, que establecía el orden de los destinos que regían la vida de los seres mundanos. Con éstos se combinaba, además, en el mundo maya, el de 360 días, cuya función principal era el registro histórico. Cada ciclo explicaba así la regularidad de las vueltas de la naturaleza; la combinación de los ciclos, las complejas particularidades de los sucesos de la superficie de la Tierra. Si fuese un solo ciclo el que ordenara las influencias divinas, la historia se repetiría una y otra vez, siempre la misma. En cambio, si cada realidad sobre la Tierra era el producto de múltiples influencias simultáneas, que fluían en ciclos diferentes, la repetición histórica, matemáticamente irrebatible, se daría sólo en la vuelta de un enorme turno, producto de todas las distintas combinaciones de los ciclos. A esta vuelta del tiempo parecen referirse un proverbio náhuatl y su explicación, según se encuentran registrados en el Códice Florentino: "Otra vez será así, otra vez así estarán las cosas, en algún tiempo, en algún lugar." Lo que se hacía hace mucho tiempo y ya no se hace, otra vez se hará, otra vez así será, como fue en lejanos tiempos: ellos, los que ahora viven, otra vez vivirán, serán2. Tiempo intrascendente, tiempo trascendente y tiempo del hombre La creencia en los flujos planteó la necesidad de imaginar su fuente. El tiempo llegaba al mundo del hombre porque procedía de un ámbito distinto; así concibieron los mesoamericanos que había un otro tiempo que originó el tiempo del hombre: era el tiempo de los dioses. Éste puede dividirse, sintéticamente, en un periodo de intrascendencia y en otro de trascendencia divina. El primero es el del ocio de los dioses, tiempo de repetición de hechos circulares. Los dioses oran, barren, tejen. Nada crean sus acciones indefinidamente repetidas. Pero el ocio feliz se rompe por la aventura: el deseo de ser adorados, la lujuria, la ira, la ruptura de la norma. Cuando los dioses actúan desenfrenadamente, se produce un corte transformador que los convierte en seres de lo que se crea como tiempo del hombre: de una diosa muerta nacen las plantas; de la incineración de los dioses, los astros; de la decapitación, el alacrán; de un proceder divino, la institución de un rito; de la intervención de un personaje mítico sobre la naturaleza, una técnica heredada… El mundo del hombre se va poblando como fruto de la vida —muchas veces violenta— de las divinidades. La aventura mítica, en suma, crea el mundo del hombre. Al sucederse las creaciones, se origina el orden calendárico. Cada ser del mundo nace en un día de creación, y ese ser llevará el nombre del día como nombre propio. Por ejemplo, para los antiguos nahuas, los árboles eran 1-agua; los venados, 7-flor; el maíz, 7-serpiente; el fuego, 4-caña; la sustancia térrea, 1-muerte. El mecanismo cósmico. El tiempo-espacio del hombre y el tiempo-espacio de los dioses Si el orden calendárico nace de la creación y para el mundo del hombre, se debe a que en el mundo de los dioses las aventuras divinas se encuentran en un estado de perpetua presencia. Allá no hay transcurso: en el ámbito divino existen simultáneamente todas las posibilidades de existencia. Este espacio divino está dividido en dos grandes mitades, y cada una de ellas en 9 pisos. Míticamente esto corresponde a la historia del ser original, llamado Cipáctli por los antiguos nahuas. Era el monstruo marino, femenino, primordial (fig. 1). Dos dioses convertidos en serpientes ciñeron su cuerpo y lo cortaron en mitades. Con una hicieron los cielos superiores; con la otra, el inframundo. Como ambas partes tendían a recomponerse, los dioses crearon 5 postes de separación: 4 para los extremos de la Tierra y uno para el centro. El espacio de separación al que los postes dieron lugar, fue el mundo del hombre: la superficie terrestre y los cuatro pisos celestes inmediatos por los que corren los astros y los meteoros. Es el espacio en el que transita el tiempo. Los flujos temporales llegan sucesivamente por el interior de los 4 árboles de los extremos de la Tierra. Del cielo baja una corriente caliente de sustancia divina; del inframundo sube una fría. Ambas van como torzal, corriendo helicoidalmente. Salen de los cuatro árboles para ser distribuidas por el Sol, antagónicas, en una lucha en la que, como contendientes, van desvaneciéndose al ser conquistadas por los nuevos flujos cotidianos. Su orden es levógiro: el árbol del este vierte su contenido; luego el del norte, luego el del oeste, luego el del sur, para volver al del este. El calendario y los distintos ciclos Los mesoamericanos imaginaron que por los cuatro árboles se vertían las corrientes de los distintos ciclos. Los ciclos se ajustaban entre sí para formar otros ciclos mayores. Tomemos como ejemplo dos ciclos básicos: el compuesto por 13 días enunciados por números del 1 al 13, y el de 20 días, identificados con signos de seres naturales o artificiales (palma, oscuridad, lagartija, señor, caña, aguacero, muerte, conejo, cuchillo de pedernal, mono, hierba torcida, etcétera) (Figs. 2 y 3). Cada día se conocerá por la unión de dos nombres, uno de cada serie. Si partimos del punto de confluencia 1-ceiba (fig. 4a), llegaremos al fin del ciclo de los números con 13-caña; pero en la serie de los 20 signos faltará el curso de 7 más. El ciclo más pequeño se reinicia, y al terminar el vigésimo y último signo de la otra serie, lo acompañará el séptimo del ciclo menor: 7-señor. En esta forma, para que pueda darse la nueva coincidencia de 1-ceiba, necesitarán pasar 260 pares no repetidos. Este ciclo de 260 días fue el usado con fines adivinatorios. Se combinaba, a su vez, con el ciclo de 365 días, el próximo a la duración del año trópico. El ciclo de 365 días estaba formado por 18 meses, cada uno de ellos con 20 días, y a la cuenta se agregaban 5 días "inútiles", con los que se completaba la cuenta (Figs. 5 y 6). La combinación del ciclo religioso de 365 días con el adivinatorio de 260 días se hacía en forma semejante a la de los pequeños ciclos de 13 y 20 días: para que coincidieran nuevamente en un día los nombres 1-venado del ciclo adivinatorio y 14° del mes "ave quechol" del ciclo de las fiestas religiosas (fig 4b), deberían transcurrir 18,980 días, o sea 73 giros del ciclo adivinatorio y 52 giros del ciclo de 365 días. La combinación de más ciclos, posible gracias al sistema maya de numeración posicional, llevó a cálculos impresionantes (fig. 7). Los mayas establecieron como punto de referencia para sus cómputos el día en que coincidieron los siguientes nombres: 4-señor del ciclo de 260 días; octavo del mes cumkú del ciclo de 365 días, y 13.0.0.0.0 del ciclo de 360 días (fig.8). Esto corresponde al año 3113 a.C. de nuestro calendario, época, por cierto, en la que no existían ni el sistema calendárico mesoamericano ni el pueblo conocido en sentido estricto como maya. La aproximación al año trópico Uno de los problemas más interesantes en materia religiosa es el de la aproximación del cómputo del año de 365 al año trópico. La cuenta estricta de 365 días hubiera provocado un desfase entre el cómputo y la realidad natural, y con ésta la realidad social de la distribución estacional del trabajo. La solución dada al problema de la fracción de día del año trópico, que supera los 365 días de la cuenta calendárica tendría graves repercusiones en materia religiosa: de la justa aproximación del ciclo calendárico y el natural se deriva la posibilidad de correspondencia de los ritos "mensuales" y las actividades productivas ligadas al ciclo de las estaciones. Hoy se centra la discusión entre los estudiosos de los pueblos del Altiplano Central de México, y específicamente de los mexicas. Se debate la existencia de una corrección que permitiera, en periodos breves, el ajuste entre el ciclo religioso y las fracciones de días acumuladas año tras año debido a la duración astronómica del año. Entre los diversos autores que han intervenido en la polémica, es muy sugerente la propuesta de Castillo Farreras, quien, con base en la interpretación de las fuentes documentales, propone una corrección en el "mes" de "crecimiento" (izcalli), en una ceremonia que sólo se celebraba cada 4 años3. En esta forma —explica Castillo Farreras— el problema del bisiesto entre los mexicas quedaría resuelto. |
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Refrerencias Bibliográficas Aveni, Anthony F., Skywatchers of Ancient México, prólogo de Owen Gingerich, Austin & London, University of Texas Press, 1980. Notas Las ideas centrales de este trabajo están desarrolladas en mi libro “Los mitos del tlacuache”.
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Alfredo López Austin
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Alfredo Bueno Hernández |
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Luego dijo Dios: Produzca la tierra seres vivientes según su género, bestias y serpientes y animales de la tierra según su especie. Y fue así. E hizo Dios animales de la tierra según su género y todo animal que se arrastra sobre la tierra según su especie. Y vio Dios que era bueno. El concepto de centro de origen ha permeado la biogeografía, prácticamente desde sus inicios. La búsqueda de centros de origen constituyó una parte esencial del programa de investigación dominante en la biogeografía, durante un periodo que abarcó aproximadamente un siglo, desde la publicación, en 1849, de El Origen de las Especies hasta la década de los años sesenta de este siglo, cuando se publicó la traducción al inglés de Phylogenetic Systematics de Henning (1966) y cuando se consolidó la teoría sobre tectónica de placas. Este ensayo pretende hacer un breve bosquejo de este concepto considerando las implicaciones que ha tenido para los dos paradigmas que han dominado la biogeografía histórica de este siglo: la biogeografía dispersionista y la biogeografía de la vicarianza. La biogeografía tiene como objeto de estudio los patrones de distribución de los taxa presentes y pasados sobre la superficie de la tierra. Así mismo se interesa tanto por descubrir la historia del cómo se han adquirido estos arreglos, como por investigar las causas que los han producido (Simberloff, 1983). Tradicionalmente se ha hecho una distinción entre biogeografía histórica y ecológica. La primera se enfoca al estudio de las causas históricas de la distribución y se apoya fundamentalmente en la sistemática, las ciencias de la tierra y la paleontología. La comprensión de los patrones actuales de distribución de las biotas, depende en gran medida del conocimiento de los cambios históricos que han ocurrido en los climas, la geografía y la distribución de las biotas. La biogeografía ecológica se circunscribe preferentemente al estudio de los factores que en la actualidad influyen sobre la distribución de los organismos, como son las interacciones bióticas y las condiciones del entorno físico. La descripción de las distribuciones de plantas y animales, tanto extintos como recientes, así como su explicación, son asuntos sobre los que se encuentran preferencias desde mucho antes que se publicara, en 1761, la primera parte de la Histoire Naturelle de Jean Louis Leclerc, conde de Buffon. Ya en libros tan antiguos como la Biblia se encuentran ciertas ideas al respecto. En el mundo occidental, desde antes de iniciarse la edad media, hasta el llamado Siglo de las Luces, prevaleció una “visión cristiana de la vida” (Templado, 1974). Bajo esta concepción del mundo, bajo esta “epiteme” (sensu Foucault, 1989), se creyó que todas las especies que han fatigado la tierra se originaron por un acto de creación divina en el Edén bíblico, que se convirtió así en el centro de origen por excelencia. A partir del Concilio de Trento (que duró de 1545 a 1563), en el que se decidió la interpretación literal de la Biblia, se reafirmó la creencia en un acto de creación único en el tiempo y localizado en el espacio. Sin embargo, ya desde fines del siglo XV habían comenzado los grandes viajes de exploración. El descubrimiento de nuevas especies vegetales y animales, que tanto asombro causaron a los primeros europeos que llegaban a las ignotas tierras, así como el encontrar otras similares a las que ellos conocían en lugares tan remotos, hizo que comenzaran a plantearse los primeros problemas biogeográficos. Los nuevos hechos no cazaban con la aceptación de un centro único de creación. El oidor Tomás López Medel (in Trabulse, 1985) escribía a mediados del siglo XVI: “Es admirable la naturaleza en la variedad con que para mayor contento del hombre reparte en diversas provincia y regiones las cosas producidas. En Indias hay especies que en ningún otro lugar se hallan; y ante todas cosas parecen ser de aquellas partes y pertenecerle…”. La idea que se manifiesta en este antiguo párrafo, es decir, que en diferentes partes del mundo se encuentran especies también distintas, seguirá apareciendo de manera recurrente y constituye un punto de partida importante para el esclarecimiento de ideas biogeográficas fundamentales. De entrada, la noción mencionada, a la que Nelson (1978) denomina “ley de Buffon”, provocó conflictos entre los primeros exploradores europeos que, como el padre de Joseph de Acosta, estaban profundamente influidos por el relato del Génesis Bíblico. Este jesuita español, que llegó por primera vez a América en 1570, manifiesta las dudas y conjeturas que en él provocaron los nuevos hechos de distribución. En su Historia Natural y Moral de las Indias (in Templado, 1974), al tratar de explicar cuál es el origen de los hombres que habitan América, razona: “…porque no se trata qué es lo que pudo hacer Dios, sino qué es conforme a razón y al orden y estilo de las cosas humanas”. “…es para mi una gran conjetura para pensar que el nuevo orbe, que llamamos Indias no está del todo diviso y apartado del otro orbe. Y por decir mi opinión, tengo para mi días ha que la una tierra y la otra en alguna parte se juntan, y continúan, o a lo menos se avecinan y allegan mucho…” “…si esto es verdad, como en efecto me lo parece, fácil respuesta tiene la duda que habíamos propuesto: cómo pasaron a las Indias los primeros pobladores de ellas, porque se ha de decir que pasaron no tanto navegando por mar, como caminando por tierra; y ese camino lo hicieron muy sin pensar, mudando sitios y tierra poco a poco; y unos poblando las ya halladas, otros buscando de nuevo, vinieron por discurso de tiempo a henchir las tierras de Indias de tantas naciones y gentes y lenguas”. Al preguntarse sobre el origen de los animales que poblaban América, llega el jesuita a conclusiones semejantes: “Halláronse, pues, animales de la misma especie que en Europa, sin haber sido llevados de españoles. Hay leones, tigres, osos, jabalíes, zorras y otras fieras y animales silvestres, de los cuales hicimos en el primero libro argumento fuerte, que no siendo verosímil que por mar pasasen en Indias, pues pasar a nado el océano es imposible, y embarcarlos consigo hombres es locura, síguense que por alguna parte donde el un orbe se continúa y avecina al otro, hayan penetrado, y poco a poco poblando aquel nuevo mundo. Pues conforme a la Divina Escritura, todos estos animales se salvaron en el arca de Noé y de allí se han propagado en el mundo”. “Mayor dificultad hace averiguar qué principio tuvieron diversos animales que se hallan en Indias y no se hallan en el mundo de acá. Porque si allá los produjo el Creador, no hay para qué recurrir al arca de Noé, ni aún hubiera para qué salvar entonces todas las especies de aves y animales si habían de crearse después de nuevo; ni tampoco parece que con la creación de los seis días dejara Dios el mundo acabado y perfecto, si restaban nuevas especies de animales por formar, mayormente animales perfectos, y de no menor excelencia que esotros conocidos”. “…todos los animales salieron del arca, pero por instinto natural y providencia del cielo, diversos géneros se fueron a diversas regiones, y en algunas de ellas se hallaron tan bien que no quisieron salir de ellas, si salieron no se conservaron, o por tiempo vinieron a fenecer, como sucede en muchas cosas. Y si bien se mira esto no es cosa propia de Indias, sino de muchas otras regiones y provincias de Asia, Europa y África, de las cuales se lee haber en ellas castas de animales que no se ha hallan en otras”. Resulta admirable la forma en que el padre Acosta interpreta los nuevos descubrimientos de distribución, apegándose estrictamente a la narración bíblica del Diluvio y del Arca de Noé, rechazando la posibilidad de un acto de creación múltiple en el espacio y escalonado en el tiempo. Sin embargo, no es capaz de distinguir que los animales que él considera compartidos por los dos mundos, no son de la misma especie. En su explicación de los hechos de distribución, está implícito el supuesto de un centro único de origen, y la ocurrencia de especies propias de América, la explica a partir de una migración gradual. He citado extensamente al padre Acosta con la intención de dejar asentado que ya, desde un escrito del siglo XVI, aparece la asociación entre dos ideas que reaparecerían vigorosamente como el núcleo central del programa de investigación de la biogeografía tradicional, iniciado por Darwin y Wallace y continuado por Matthews, Simpson, Darlington, Mayr y Uvardy entre otros: la búsqueda de centros de origen y de rutas de dispersión. Así, por ejemplo, Uvardy razonaba hace apenas veinte años (1969): “Cada especie animal se originó a partir de unos pocos ancestros confinados en un área limitada; si una especie en particular se encuentra ahora ampliamente extendida, por necesidad debe haber alcanzado partes de su actual área de distribución en un periodo anterior”. En la última edición de El Origen de las Especies, aparecen dos capítulos dedicados a la distribución geográfica. En ellos, la intención fundamental de Darwin es demostrar que la teoría de la descendencia con modificación, es congruente con los hechos de distribución, mientras que éstos no tienen sentido si se asume una posición creacionista. Ya desde el siglo XVIII, Buffon se había percatado de que las regiones diferentes estaban habitadas por animales totalmente distintos; de esto se dio cuenta, a pesar de que previamente había compartido la opinión, tan generalizada en su tiempo, de que las faunas y floras de las distintas regiones, eran el “producto” de dichas regiones, y de que las características propias de cada fauna, tenían como causa principal las condiciones físicas locales. Al comparar a los mamíferos que habitaban el Nuevo Mundo y el Viejo Mundo, Buffon concluía: “Ninguna especie de la zona tórrida de un continente se encuentra en el otro”. (in Nelson, 1978). Este principio, que actualmente se reconoce en el concepto de alopatría, fue generalizándose sucesivamente, hasta establecerse en términos más formales. A principios del siglo XVIII, Humboldt encontraba que la ley de Buffon era aplicable a las dicotiledóneas y monocotiledóneas, con excepción de algunas especies. Para entonces, este principio de Buffon se había extendido de los mamíferos a las aves, reptiles, insectos y plantas, y a cualquier tipo de región separada por alguna barrera, aun cuando fueran regiones con idénticas condiciones físicas y climáticas. Así, cuando en 1820 aparece la Geografía Botánica, de Candolle hace una clara distinción entre las causas históricas y las que hoy llamaríamos ecológicas, de la distribución. Señala que la afirmación de que las floras y faunas de cada región son el producto de las circunstancias, contradice al hecho de encontrar faunas y floras con composición de especies muy distinta en diferentes regiones, aun cuando éstas compartan el mismo clima, y la misma elevación; en fin, las mismas condiciones físicas. En otras palabras, ello significa que la distribución de las biotas no se explica satisfactoriamente por las condiciones físicas, sino que existen además razones históricas. A partir de tales hechos de distribución, de Candolle deduce el concepto de regiones botánicas, es decir, áreas con una composición propia y particular de especies. De esta manera, a partir del planteamiento expuesto por de Candolle, la biogeografía toma como su objeto de estudio, las áreas de endemismos. La biogeografía se constituye así como una disciplina que tiene como finalidad encontrar las explicaciones causales de las áreas de endemismos. De Candolle propone que la explicación de las áreas de endemismos, debe buscarse en causas geológicas que ya no operan en la actualidad. Si bien Darwin reconoce al igual que de Candolle que en la distribución de los organismos intervienen causas históricas y causas físicas (ecológicas), da un giro radical a la explicación de las áreas de endemismos: su causa debe buscarse en episodios de “dispersión”, que se deben entender como migraciones a grandes distancias. Para Darwin, los patrones de distribución (áreas de endemismos) se habrían originado por migraciones de organismos que, alcanzado un área, se modificaban en el transcurso del tiempo. De Candolle y el propio Lyell en cambio, nunca le atribuyeron mucha importancia a la dispersión. Para ellos este fenómeno sólo explicaba los casos relativamente raros de distribuciones cosmopolitas, que representaban las excepciones a la ley de Buffon. De este modo, se constituye lo que podríamos llamar el núcleo duro de la concepción biogeográfica darwiniana: dispersiones sobre una geografía estable. Esta concepción fue desarrollada ampliamente por Wallace, quien además agregó la noción de que, a través de la selección natural, habían surgido especies dominantes, con gran capacidad competitiva, en pequeños centros de origen, a partir de los cuales se habían dispersado por toda la Tierra. No deja de ser curioso el percatarse de la gran similitud que hay entre estas concepciones de las narraciones bíblicas y la biogeografía dispersionista. Al igual que las faunas dominantes, las ideas darwiniano-wallaceanas, comenzaron a desplazar a las ideas rivales. El mismísimo Hooker, al que Darwin trató siempre con tan marcada deferencia, fue escarnecido por sus colegas cuando tuvo el atrevimiento de sugerir que una separación de los continentes podría explicar algunos casos de distribuciones disyuntas. Así, durante el denominado periodo wallaceano de la biogeografía (Platnick y Nelson, 1984), el paradigma fue explicar los patrones de distribución de las biotas por episodios de dispersión. Dentro de la tradición darwiniano-wallaceana, se distinguirían dos tipos de dispersión: 1. Dispersiones normales, que ocurren sin ninguna barrera de por medio, seguidas por la extinción local de la especie en la zona intermedia. El resultado de tal fenómeno sería el aislamiento entro dos poblaciones anteriormente continuas. 2. Dispersiones improbables a través de barreras, en donde se adquiriría un aislamiento inmediato. Debido a que se fueron descubriendo cada vez más casos de distribuciones anómalas, que no se explicaban por primer tipo de dispersión, se recurrió cada vez con mayor frecuencia a la dispersión improbable, como explicación causal de la ley de Buffon. Nelson (1978) comenta al respecto que de este modo la escuela biogeográfica que continúo la tradición de Darwin y Wallace, se convirtió en una ciencia de lo raro, lo milagroso, lo misterioso y lo improbable. Por otra parte, la ley de Buffon, que ya se había generalizado con de Candolle, alcanzó todavía un nivel más amplio a través de la visión penetrante de Sclatter. Phillip Lutley Sclatter, inventor de la mítica Lemuria (Wendt, 1982), el hipotético continente sureño, que durante el Mesozoico ocupaba la mayor parte de lo que hoy es el Océano Índico, afirmaba que todas las especies animales fueron creadas exactamente en el mismo lugar en donde hoy se encuentran; este mismo investigador, el mismo año en que Darwin presentó su celebérrimo trabajo a los “fellows” de la Linnean Society, hizo notar un hecho fundamental: las propias regiones biogeográficas están relacionadas entre sí; dos regiones están más relacionadas entre sí que con cualquier otra. Tal derivación de la ley de Buffon, que era un patrón ya intuido con anterioridad, fue expresado por vez primera por Sclatter. Él mismo proponía que cada investigador, trabajando con el taxón de su interés, propusiera sus propias regiones, para al final ver qué tanto podían coincidir entre sí las divisiones establecidas con diferentes grupos. Sin embargo, a pesar del interesante patrón que había descubierto Sclatter, la investigación biogeográfica se centró tanto en mantener y justificar las seis regiones biogeográficas propuestas por Sclatter y Wallace, bajo un esquema dispersionista, como en la búsqueda de centros de origen y de rutas de dispersión. El problema planteado por Sclatter pasó a segundo término. Con todo, desde entonces quedó planteada una disyuntiva: ¿existe algún principio general que pueda explicar las áreas de endemismos?, o ¿las áreas de endemismos no son más que la resultante accidental de múltiples y singulares episodios de dispersión? Durante un siglo, la opinión prevaleciente entre los biogeografos, fue la de considerar a las áreas de endemismos como meros artefactos construidos casualmente por dispersiones, con una utilidad meramente descriptiva y que servía como marco de referencia para evidenciar distribuciones anómalas. No obstante, desde el principio de este siglo aparecieron posturas disidentes. Según refieren Croizat, Nelson y Rosen (1974), Briquet, en 1901 opinaba que el concepto de centro de origen había ejercido influencia desafortunada sobre la investigación fitogeográfica. El concepto, decía, implicaba varios supuestos de dudosa validez. En 1943, Caín analizó los criterios, por medio de los cuales, podían reconocerse los centros de origen en los estudios biogeográficos; al menos se habían propuesto 13 criterios diferentes, de los cuales, ninguno era plenamente confiable: “Parece haber sólo una conclusión posible, que sobrepasa los propósitos de esta discusión, sobre los criterios para establecer centros de origen. Las ciencias de la geobotánica y de la geozoología padecen de una pesada carga de hipótesis y supuestos que han surgido de un abuso del razonamiento deductivo. Lo más necesario en estos campos es una vuelta completa al razonamiento inductivo, reduciendo a un mínimo los supuestos y proponiendo hipótesis basada en hechos demostrables, sólo cuando sea necesario. En muchos casos los razonamientos que resultan de los razonamientos deductivos han permeado tan extensamente la ciencia de la geografía y han sido tanto tiempo parte de su trama y urdimbre, que los estudiantes de esta área sólo con dificultad pueden distinguir los hechos de la ficción”. De manera independiente, Croizat, llegó a la misma conclusión y elaboró en consecuencia un enfoque más inductivo para la biogeografía histórica. Sin embargo, se han seguido usando, a pesar de sus desventajas los criterios para encontrar centros de origen, como rutina preliminar para el análisis zoogeográfico. Por ejemplo, Mayr (in Croizat et al., 1974) dividió la avifauna de Norteamérica de acuerdo a sus presuntos centros de origen: “Entre las aves estrictamente terrestres, hay ocho familias tan ampliamente extendidas, que su análisis en este momento es muy difícil”. No obstante, Mayr pudo adivinar, según comenta Crisat, Nelson y Rosen, que los caprimúlgidos bien pudieron originarse en el Nuevo Mundo así como los carpinteros, “aunque el hecho de que sus parientes más cercanos (Jyngiade) sean exclusivos del Viejo Mundo, parece indicar lo contrario”. Por razones similares, Mayr tuvo que desistir de establecer centros de origen para cerca del 30% de las familias de aves de Norteamérica. Darlington también es muy confuso al tratar de establecer centro de origen (in Croizat et al., 1974): “En cierto sentido, las aves son los animales mejor conocidos. Se conocen casi todas las especies que existen, además de millares de subespecies geográficas, y la distribución de muchas de las especies se conoce al detalle… sin embargo, todavía encuentro la distribución de las aves como algo muy difícil de entender. El patrón actual es suficientemente claro aunque complejo; el proceso que ha producido el patrón —la evolución y la dispersión es muy difícil de rastrear y entender”. El comentario mordaz de Croizat no se hace esperar: “Aparece en Darlington la curiosa idea que de acuerdo a su método de análisis, entre mejores son los datos, más difícil, y hasta imposible es su interpretación” (Croizat et al., 1974). León Croizat, que durante mucho tiempo se dedicó a recopilar la información sobre distribuciones de muchos grupos, retomó la línea de investigación que habían planteado Sclatter. Desarrolló un método, la panbiogeografía, mediante el cual descubrió que las distribuciones no muestran un patrón al azar, sino que por el contrario muestran congruencia para muy diversos grupos, lo que indicaría que comparten una misma historia. Con estos resultados, Croizat se dedicó sistemáticamente a hacer una feroz crítica, tanto de la biogeografía dispersionista, como de sus más destacados proponentes. Precisamente uno de los puntos que más atacó fue el de los supuestos centros de origen. Croizat sostuvo dos principios fundamentales: 1. La explicación causal de la ley de Buffon, es el cambio tectónico y no la dispersión. 2. Las grandes regiones biogeográficas propuestas por Sclatter y Wallace, para los organismos terrestres, no corresponden a los continentes actuales, sino a las bases oceánicas. Por otra parte, la confirmación experimental de la expansión del piso oceánico y la aceptación de la teoría sobre tectónica de placas, dio gran auge a una nueva corriente dentro de la biogeografía histórica: la biogeografía de la vicarianza. Mientras que los dispersionistas recurren a eventos de dispersión únicos e irrepetibles, para explicar las distribuciones disyuntas, la biogeografía de la vicarianza propone que los patrones generales de distribución de las biotas actuales, se explican por los cambios geográficos que subdividieron a las biotas ancestrales. Mientras que en el caso de la dispersión, no hay forma de someter a prueba una hipótesis que se basa en episodios únicos e irrepetibles, la biogeografía de la vicarianza tiene el atractivo de proponer hipótesis susceptibles de falsificarse en el sentido popperiano (Popper, 1974). Lo que no deja de ser intrigante, es la razón por la cual no se siguió la línea de investigación planteada explícitamente por de Candolle: buscar la explicación causal de las áreas de endemismos. Por qué, a pesar de que su trabajo fitogeográfico fue ampliamente conocido, se olvidó su recomendación. Podrían al menos darse dos posibles explicaciones. La primera tiene que ver con el espíritu colonialista que campeaba durante la edad dorada del expansionismo inglés (para hacer un poco de historia externalista). Ello queda claramente ilustrado por un botón de muestra: la opinión de Huxley, quien creía fervientemente en el advenimiento de una era inglesa, en la cultura y en la ciencia. En este contexto puede entenderse el fervor nacionalista de Thiselton Dyer (Nelson, 1978), colega de Wallace, y a quien le parecía lo más natural que las formas dominantes, por supuesto las nórdicas, se hubiesen desplazado hacia el sur, lo mismo que la raza inglesa que colonizaba diversas partes australes. La segunda razón (esta vez de carácter interiorista), es que antes de que se desarrollara la teoría sobre tectónica de placas, nadie, en su sano juicio hubiera concebido una fuerza tan poderosa como para desgarrar y separar continentes enteros. Actualmente, la búsqueda de centros de origen no tiene sentido para muchos destacados biogeógrafos. La intención es pasar de un estado narrativo de la biogeografía a uno analítico. Se intentan, mediante la metodología cladista y las evidencias geológicas, establecer hipótesis que sean susceptibles de someterse a pruebas rigurosas. Esta tendencia es congruente con las ideas planteadas por Popper (1974): no se trata de buscar evidencias acumulativas que apoyen cada vez más una hipótesis, sino, al contrario, se piensa que la mejor manera de probar su validez, es someterla a pruebas rigurosas. En la medida que la hipótesis las resista, será una buena hipótesis. Ciertamente en algún lugar tuvieron que originarse las especies, sólo que la búsqueda de estos lugares parece, como muchas otras empresas humanas que se han frustrado, la persecución de fantasmas inasibles. |
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Refrerencias Bibliográficas Croziat, L., G. Nelson, y D. Rosen, 1974, Centers of Origin and Related Concepts, Syst. Zool., 23 (2):265-287. Este trabajo fue resultado de los seminarios de posgrado: Historia y Filosofía de la Biología y Biogeografía Avanzada en la Facultad de Ciencias, UNAM. |
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Alfredo Bueno Hernández
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