revista de cultura científica FACULTAD DE CIENCIAS, UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
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La comunicación científica y la filosofía

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León Olivé
     
               
               

En el medio académico de los países anglosajones
recientemente causó revuelo lo que se ha llamado la broma de Sokal (“Sokal’s hoax”). Se trata de un episodio que comenzó cuando la revista Social Text —auspiciada por una universidad de Estados Unidos— publicó un artículo escrito por el profesor de física de la Universidad de Nueva York (NYU), Alan D. Sokal, en su número de primavera-verano de 1996. Dicha revista se dedica a temas de “crítica cultural”, por lo cual llamaba la atención que publicara un artículo que versaba sobre física, pero más raro resultaba el hecho de que el artículo llevara el sospechoso título de “Transgressing the Boundaries: Toward a Transformative Hermeneutics of Quantum Gravity.”1     
 
El título es sospechoso desde un punto de vista filosófico, lo cual será evidente para muchos, pero ciertamente no para quienes tengan alguna familiaridad con el pensamiento filosófico contemporáneo.
 
Pero cualquier científico versado en física contemporánea también dirá que ese título es sospechoso, si no es que ridículo, aunque quizá por razones diferentes a las filosóficas (el lector, quien probablemente pertenece a uno u otro grupo de los antes mencionados, o a la pequeña pero lúcida intersección de ambos, decidirá por su cuenta si el mero título le parece digno de sospecha).
 
Sin embargo, la revista Social Text publicó el artículo porque el autor obtenía conclusiones que pretendían tener cierta importancia en términos culturales, filosóficos, políticos y morales, sobre la base de aparentemente serias reflexiones acerca de algunas cuestiones especializadas de física y matemáticas. Y de esto último el autor debería saber, tratándose de un profesor de física de una prestigiada universidad.
 
Pero… todo se trataba de una tomadura de pelo. El autor deliberadamente había incluido en el artículo una serie de afirmaciones erróneas, y otras carentes de sentido, desde el punto de vista matemático, lo cual podía ser detectado por cualquiera con un conocimiento de matemáticas a nivel universitario.
 
Esto fue revelado por el propio profesor Sokal. Al mismo tiempo que su artículo aparecía en Social Text, él publicó otro en una revista diferente, explicando la broma.2
 
Sin duda este episodio da para cortar mucha tela en charlas de café, en comentarios periodísticos y en reflexiones más serias acerca del significado de las publicaciones académicas, los estándares de evaluación en las revistas académicas, el valor de las publicaciones, etcétera, etcétera. Todos temas de la mayor vigencia hoy día en los medios científicos y académicos —como lo sabe cualquier miembro del Sistema Nacional de Investigadores (o aspirante al mismo), o de los programas de estímulos académicos de nuestras instituciones de enseñanza superior y de investigación.
 
Sin embargo, no es este tipo de problemas lo que quiero comentar en este artículo. Me quiero referir más bien a ciertas cuestiones sobre la divulgación de la ciencia y de la filosofía, así como a la relación entre ciencia y filosofía, y su importancia en la comunicación pública de la ciencia, cuestiones que también salieron a flote en el debate que suscitó “la broma de Sokal”.
 
En efecto, “la broma” desató un interesante debate, no sólo en las publicaciones involucradas originalmente, sino en otras de amplia circulación en el mundo de habla inglesa, entre ellas The New York Times y el New York Review of Books, en donde intervinieron diversos especialistas de las ciencias naturales, de las ciencias sociales y de las humanidades. Precisamente por el hecho de haber alcanzado medios de muy amplia circulación, y porque participaron muy diversos especialistas, el debate invita a la reflexión acerca de interesantes cuestiones relativas a la difusión y a la comunicación pública de la ciencia y de la filosofía, y de la relación entre ellas.
 
La imagen científica
 
La comunicación científica desempeña un papel fundamental en la cultura actual. Primero porque es la principal fuente de donde se nutre la gente culta (no especializada en las ciencias), para obtener conocimientos científicos. Segundo, porque es una de las principales responsables de la formación de la imagen científica —tanto dentro de las propias comunidades científicas (lo que puede denominarse la autoimagen científica), como hacia afuera de ellas, con el público amplio no especializado. Esa imagen es importante. Se trata de la idea misma que la gente tiene acerca de lo que es la ciencia y por qué la ciencia importa y puede confiarse en ella. Sin duda, actualmente la idea de lo que es la ciencia, así como el acceso al contenido de las ideas científicas y de lo que puede hacerse aplicando el conocimiento científico, para la mayoría de la gente proviene de las instancias encargadas de la difusión de la ciencia.
 
Para que la imagen que se comunica al público no especializado sea más acorde a lo que realmente es la ciencia, la difusión debe incluir no sólo los conocimientos científicos, los logros y las aplicaciones de la ciencia, sino que de una manera igualmente importante deberían difundirse ideas adecuadas sobre los procedimientos científicos para tomar decisiones, es decir, de lo que es la racionalidad científica. Esto último es lo que en ocasiones se ha descuidado en la comunicación pública de la ciencia —como me parece que queda ilustrado en algunos aspectos del debate subsiguiente a la “broma de Sokal”—, y es sobre lo que principalmente deseo llamar la atención aquí, subrayando la importancia de la filosofía en el análisis y comunicación de la racionalidad científica.
 
La importancia de que se conozca mejor la racionalidad científica puede respaldarse en la idea de que una persona culta a finales del siglo XX debería tener no sólo una cultura científica, basada en una comprensión de las grandes teorías científicas, sino una idea razonablemente clara también acerca de por qué el conocimiento científico es confiable. Pero la confianza de una persona culta en los resultados científicos no debería estar basada en argumentos de autoridad, sino que debería ser una confianza racionalmente fundada. Esto es lo que puede obtenerse mediante un adecuado conocimiento de los procedimientos científicos, o sea en un conocimiento genuino de la racionalidad científica, y no en cuentos fantásticos acerca de ella.
 
Pero muchas veces la racionalidad científica no se comunica de manera correcta, y esto se debe a una imagen distorsionada que de ella tienen los propios científicos, así como muchos comunicadores profesionales de la ciencia. Esa imagen distorsionada a la vez proviene de una mala comprensión, cuando no de plano de la ignorancia del trabajo realizado en las últimas cuatro décadas en los estudios filosóficos, históricos y sociales acerca de la ciencia, los cuales han obtenido resultados importantes para un mejor conocimiento de la racionalidad y en particular de la racionalidad científica, apoyando y desarrollando una de las ideas más sobresalientes de la imagen científica que ha prevalecido en el pensamiento moderno: la idea de que la ciencia es la actividad racional por excelencia, de que la ciencia no es sólo valiosa por sus logros y resultados, sino también por sus procedimientos.
 
Pero el desconocimiento en el medio científico del trabajo filosófico sobre la racionalidad científica es sólo un aspecto de un problema más amplio: la distorsionada idea sobre el trabajo filosófico que prevalece hoy día entre los científicos y el público culto no especializado.
 
En mi opinión, hace tanta falta redoblar los esfuerzos para comunicar una imagen más fidedigna de la ciencia respecto a sus procedimientos racionales, como para dar a conocer al público no especializado en filosofía (incluyendo a la comunidad científica) los logros del pensamiento filosófico contemporáneo, y no sólo respecto a los estudios sobre la ciencia.
 
La racionalidad científica
 
El problema de la racionalidad es tan viejo como la filosofía, y una de las tareas más importantes de la reflexión filosófica sobre la ciencia en el pensamiento contemporáneo —reflexión que por igual han realizado de manera brillante muchos científicos y filósofos— ha sido la de dar cuenta de la racionalidad científica. En nuestro siglo, durante mucho tiempo las mentes más brillantes en el campo científico y filosófico dieron por supuesta una idea de racionalidad que la concebía como única. La concepción más elaborada y probablemente la más persuasiva e influyente sobre la racionalidad científica, concebida como una única racionalidad universal, es la que se desprende de la obra del positivismo y del empirismo lógico, quizá la más seria e influyente concepción filosófica acerca de la ciencia durante las primeras dos terceras partes del siglo. Pero esa concepción fue sometida a una intensa y constructiva crítica desde los años 50’s y 60’s, como una concepción que no se ajustaba a las formas de procedimiento que realmente utilizan los científicos al tomar decisiones epistémicas (sobre la aceptación y rechazo de pretensiones de conocimiento), y que tampoco era útil para explicar el desarrollo científico tal y como éste se ha dado. Conforme se avanzaba en la crítica del antiguo modelo, se desarrollaron concepciones más sofisticadas y apegadas a la realidad, que reconstruyen de una manera más adecuada la racionalidad científica.
 
La obra más influyente en el giro sobre las ideas acerca de la racionalidad científica, sin duda, fue la de Thomas Kuhn, recientemente fallecido. Pero puede señalarse una larga lista en la que están los más notables filósofos de la ciencia de las últimas cuatro décadas, comprometidos con el proyecto de comprender los complejos procesos que conforman la racionalidad en la ciencia. Hoy día, las concepciones acerca de la racionalidad científica son muy ricas, y reconocen un panorama más complejo que el contemplado por la concepción empirista de la ciencia.
 
Desafortunadamente, este tipo de esfuerzos han sido malinterpretados en muchas ocasiones, y el rechazo de la concepción positivista de la racionalidad a veces se ha confundido con el rechazo de la idea de la racionalidad científica, a secas.
 
En buena medida esta interpretación ha sido impulsada por una tendencia que pretende haber realizado una revolución copernicana respecto a la reflexión sobre el conocimiento, invirtiendo la creencia común (que de acuerdo con ellos no es más que una ilusión), de que el conocimiento científico se obtiene de forma racional, y sus resultados de algún modo se ajustan al mundo. Por el contrario, dice esta tendencia, lo que se considera como racional y los que se consideran como hechos en el mundo, son resultados de procesos de construcción que ocurren en el seno de las comunidades científicas, pero los hechos científicos no están dados de antemano. Para su existencia no hay ninguna contribución de estructuras causales del mundo que puedan concebirse como independientes de los procesos de generación de conocimiento y de los procesos de prueba experimental y observacional en las ciencias. De acuerdo con esta concepción, los hechos científicos no se descubren, sino que se inventan en complejos procesos que tienen lugar en el seno de las comunidades científicas. Véase por ejemplo lo que afirmaba Steven Woolgar en 1988: “Por red social nos referirnos a las creencias, las expectativas de conocimiento, el arreglo de recursos y argumentos, el equipo, los aliados y los que apoyan, en suma, a toda la cultura local, así como a las identidades de los participantes individuales. De manera crucial, la variación socava el supuesto estándar acerca de la existencia de los objetos, anterior a su descubrimiento. El argumento no es tanto que las redes sociales son mediadoras entre el objeto y el trabajo observacional hecho por los participantes, sino más bien que la red social constituye al objeto (o la falta de objeto)”.3 
 
Ésta es la posición que en ocasiones se ha interpretado como la que sostiene que el conocimiento es una libre creación de los seres humanos, y que no hay ninguna restricción proveniente de la realidad acerca de lo que puede considerarse como conocimiento, entre otras razones, porque no puede dársele ningún sentido coherente a la idea de realidad separada de los recursos conceptuales que los seres humanos tienen para conocer el mundo. En ocasiones se extrae de esto la conclusión de que entonces ni las entidades de las que hablan las teorías científicas, ni las leyes científicas existen realmente, sino que son meros artificios inventados por los seres humanos. Interpretada así, esta posición ha provocado airadas respuestas de muchos científicos y filósofos, y es la que constituía el blanco de la broma de Sokal.
 
Lo que es importante apreciar sobre estas diferentes concepciones del conocimiento y de la ciencia es que no es correcto plantear sólo dos opciones: o se acepta que los hechos científicos están dados previamente a la aplicación de los recursos conceptuales y de los dispositivos observacionales y experimentales; o se considera que estos hechos son construcciones para cuya existencia no hay ninguna contribución ni constreñimiento del mundo, sino que sólo hay una contribución de los propios sistemas de conceptos, de los diseños experimentales y de las prácticas que las comunidades científicas ponen en juego.
 
Por lo menos hay otra opción: entender que los hechos científicos sí están “contaminados” por las teorías y en general por los esquemas conceptuales que utilizan los seres humanos, y por consiguiente la idea de lo que es un hecho científico en efecto es algo más complejo que la idea de que se trata de pedazos de realidad cuya existencia es completamente independiente de los recursos conceptuales y de los procedimientos y prácticas que los seres humanos ponen en juego al investigar sobre el mundo. Pero de ahí no se sigue que entonces no hay ninguna contribución de las estructuras causales del mundo a la constitución de los hechos científicos. Mucho menos se sigue de lo anterior la idea de que entonces los hechos científicos son meras invenciones de la mente humana, y por consiguiente que las entidades y los procesos de los que hablan las teorías científicas no son reales, y que la idea de racionalidad científica es una mera ilusión, o un mero artificio ideológico. Conclusiones estas últimas que sí han extraído e intentado defender algunos pensadores contra quienes Sokal dirigió sus baterías.
 
Así pues, el problema de la relación entre los conceptos que son indispensables para que haya conocimiento acerca del mundo, y el mundo que se conoce, no es una relación simple, y más bien hay una delicada y compleja imbricación entre los conceptos y las teorías, la experiencia y los procesos experimentales de prueba en la ciencia, así como con los procesos de decisión para aceptar o rechazar creencias científicas. Entender todo esto implica comprender la capacidad de obtener conocimiento, la razón, y el ejercicio de esa capacidad, la racionalidad. Éste ha sido uno de los grandes desafíos para la filosofía a lo largo de toda su historia, acerca de lo cual ha logrado notables progresos en este siglo.4
 
 
Problemas en la comunicación pública
 
De la misma manera en que la tarea de la comunicación pública de la ciencia es la de hacer accesible al público amplio temas e ideas complejos, pues los logros científicos no suelen ser simples, ni las teorías científicas contemporáneas son sencillas, igualmente es importante que se hagan accesibles a dicho público las ideas centrales de las concepciones contemporáneas acerca de la racionalidad, aunque las teorías correspondientes no sean simples. Pero una cosa es explicar ideas complejas de manera accesible y otra muy diferente explicar simplista (o, peor aún, erróneamente) lo que es complejo.
 
El problema es que por lo general la forma en que la ciencia es una actividad racional no se comunica adecuadamente en la imagen pública de la ciencia, y en ocasiones, cuando se hace hincapié en ello, es con base en ideas anticuadas acerca de la racionalidad científica. Otras veces, la perspectiva de quienes comunican los resultados científicos deja de lado importantes aspectos que se deberían tomar en cuenta, o por lo menos omite hacer aclaraciones pertinentes, y esas omisiones pueden conducir a interpretaciones equivocadas acerca de la imagen científica y de la racionalidad.
 
Esto es algo que también se evidenció en el debate sobre la broma de Sokal. El profesor de física de la Universidad de Nueva York recibió apoyo por parte de importantes figuras, entre otras del premio nobel de física, Steven Weinberg, quien intervino en el debate con el propósito de criticar y ridiculizar puntos de vista de algunos sociólogos y filósofos ultra posmodernos en la línea de la última posición arriba comentada (el filósofo francés Jacques Derrida estuvo en el centro de su mira). En virtud de que un artículo suyo sobre el tema5 dio lugar a varios malos entendidos, él aclaró posteriormente6 que su intención no había sido la de disminuir la importancia de la obra de muchos historiadores, sociólogos y filósofos de la ciencia, a quienes más bien ha expresado su admiración, a pesar de estar a veces en desacuerdo con sus ideas (notoriamente con Thomas Kuhn), sino dejar en claro su insatisfacción con la escuela de pensamiento que rechaza la idea de que exista una racionalidad en la ciencia, y que la ciencia obtenga conocimiento genuino de la realidad.
 
Es posible compartir dicha irritación frente a quienes creen haber demostrado que la ciencia no tiene nada de racional, y que todos sus resultados son obra de una propaganda muy bien orquestada. Pero la discusión sólo se empantanará si no se aclara en qué consiste la racionalidad científica; la imagen de la ciencia que se transmita al público amplio también estará falseada si no se toman en serio, y se discuten también con responsabilidad las ideas de quienes han ofrecido modelos más complejos acerca de lo que es la ciencia y de sus procedimientos racionales, los cuales explican cómo es posible que mediante los procedimientos tan diversos que se siguen en las diferentes ciencias, se obtenga conocimiento genuino acerca del mundo.
 
Cuando no se explica claramente la posición que se está criticando, ni se establecen los marcos de referencia respecto a los cuales se habla de aspectos específicos de la ciencia, por ejemplo, cuando se habla de descubrimientos, y si no se aclara bien cuál es el problema en debate, entonces se da lugar a confusiones serias que a final de cuentas contribuyen a una inadecuada imagen de la ciencia. Veamos algunos de estos riesgos, al incurrir en sobre simplificaciones, que se hicieron evidentes en algunas intervenciones en el debate en torno a la broma de Sokal.
 
Por ejemplo, los profesores de física de la Universidad de California en Los Ángeles, Nina Byers y Claudio Pellegrini, escribieron: “La broma de Sokal y el artículo de Weinberg explicando y amplificando su mensaje remueven de manera efectiva el humo y los espejos de aquellos críticos sociales, filósofos e historiadores de la ciencia que quieren ver las circunstancias humanas de un descubrimiento como más importantes que el descubrimiento mismo”.7
 
De acuerdo con esta cita, la imagen de la ciencia debería estar basada en los descubrimientos, que es lo que importa, y no en las “circunstancias humanas del descubrimiento”. En principio esto parece ser justo, tanto para los científicos como para el público amplio. Lo que interesa en la ciencia, y lo que importa dar a conocer al público, son los descubrimientos, su importancia y sus implicaciones qua descubrimientos científicos, no sus presupuestos ni sus implicaciones culturales.
 
En una lectura simpatizante, o caritativa, de lo que estos dos físicos quisieron decir, supondría uno que lo importante al evaluar los resultados de la ciencia, y su impacto, y lo que por consiguiente es importante comunicar, son los descubrimientos y los logros de la ciencia: predicciones exitosas y aplicaciones (manipulación de fenómenos —por ejemplo tratamientos exitosos de enfermedades, aplicaciones tecnológicas), pero no las influencias culturales que hayan tenido que ver con el descubrimiento.
 
Weinberg fue enfático en esto: “…cualesquiera que hayan sido las influencias culturales que hayan estado presentes en el descubrimiento de las ecuaciones de Maxwell se han eliminado, como la escoria del metal. Las ecuaciones de Maxwell las entiende ahora del mismo modo cualquiera que tenga una comprensión válida de la electricidad y del magnetismo. Así, los trasfondos culturales de los científicos que descubrieron las teorías han pasado a ser irrelevantes para las lecciones que podemos extraer de tales teorías”.8
 
Insisto en que ésta me parece una posición muy justa, y tomada al pie de la letra compartiría con Weinberg la preocupación de que lo que se debe enseñar —al formar nuevos científicos—, y lo que se debe comunicar a un público amplio, son los descubrimientos o los logros científicos, una vez que se han estabilizado y han sido reconocidos como tales dentro de la comunidad pertinente.
 
Pero esto no debería impedir que nos percatemos de que la posibilidad de los descubrimientos y de los logros científicos está dada, entre otras cosas, por una compleja estructura de las comunidades científicas y de sus recursos teóricos y materiales, así como por los procedimientos para proponer y, en su caso, aceptar lo que son los descubrimientos y los logros científicos. Esto es sobre lo que han insistido historiadores, filósofos y sociólogos de la ciencia. Reconocer, por ejemplo, el importante papel de las tradiciones científicas, o de los presupuestos o las prácticas científicas, y dar cuenta de la racionalidad científica utilizando los conceptos que se refieren a esos aspectos de la ciencia, o bien otros conceptos desarrollados en la filosofía de la ciencia de las últimas cuatro décadas, como los de “paradigma” o “matriz disciplinaria”, o “esquema conceptual”, permite tener una más cabal comprensión de lo que es la investigación científica, y cómo se desarrolla. Nada de eso tiene que conducir a la posición “posmoderna” de quienes Sokal quiso burlarse y de quienes Weinberg con razón se queja.
 
Otro aspecto que llama la atención en la cita de los profesores de física de la Universidad de Los Ángeles, es que se habla de la importancia de los descubrimientos como si sólo hubiera un único punto de vista, o un único marco de referencia, con respecto al cual analizar la ciencia, y sólo en referencia a ese marco los descubrimientos son importantes.
 
Pero, ¿por qué razón se debería tomar eso como válido en términos absolutos?, es decir, como si no hubiera ningún otro punto de vista valioso. Desde otro punto de vista, por ejemplo, ¿por qué no puede ser importante preguntarse por las circunstancias humanas de los descubrimientos de Türing en torno a la teoría de la computación, cuando trabajaba para el servicio de inteligencia británico durante la Segunda Guerra Mundial? Circunstancias que, junto con otros episodios de su vida, podrían explicar las condiciones de su muerte en la década de los cincuenta. Insisto en que se trata de otro punto de vista, uno al que especialmente le importan las circunstancias humanas de los descubrimientos, tal vez porque le importen los seres humanos que después de todo son los que hacen los descubrimientos. Pero es cierto que —adelantándome a una obvia objeción— esas circunstancias no dan cuenta de, ni tienen nada que ver con la validez de los descubrimientos. Adelante regresaré sobre el problema de la validez, pero lo importante es señalar aquí que no es obvio que lo único que importa respecto a los logros y descubrimientos científicos es su validez.
 
Ciencia y cultura
 
En los artículos mencionados, Weinberg manifiesta una exagerada actitud a propósito de las “implicaciones culturales” de los descubrimientos científicos, de las cuales parece que no quiere saber nada. En mi opinión esa actitud está basada en una equivocada idea acerca de las relaciones entre la ciencia y la cultura, que es del mismo tipo que la idea errónea que acabamos de comentar. En efecto, Weinberg dice: “quienes buscan mensajes extra científicos en lo que creen entender acerca de la física moderna están arando en el desierto”.9
 
Posteriormente, Weinberg aclaró su posición al respecto, insistiendo en una distinción entre “implicaciones culturales” e “inspiraciones”: “Estaría de acuerdo —dice Weinberg — en que todo el mundo tiene derecho a extraer cualquier inspiración de la mecánica cuántica o de lo que quiera. Eso es lo que quise decir cuando escribí que no tenía nada que decir en contra del uso de la ciencia como metáfora. Pero hay una diferencia entre implicación e inspiración…”10   
 
Sin duda, una “implicación” no es lo mismo que una “inspiración”. Pero el caso es que las teorías científicas, si bien no implican cambios en la manera en la que los miembros de una sociedad ven el mundo, ciertamente éstas han tenido muy importantes consecuencias acerca de la forma en que la gente ve al mundo. Esto es verdad aunque reservemos el término de “implicación” en su sentido estrictamente lógico, como lo sugiere Weinberg, y aceptemos que las consecuencias culturales de la ciencia operan sólo por medio de “inspiraciones”. El caso es que esas inspiraciones tienen profundas consecuencias en otras esferas y, ciertamente, en la forma en la que la gente de la calle “ve el mundo”.
 
Ésta es la razón por la que la comunicación de la ciencia no es importante sólo en lo que se refiere a los descubrimientos científicos, o en todo caso es una pobre y limitada concepción de la ciencia la que considera que ésta es importante sólo por eso. La ciencia es importante porque, entre otras cosas, al cambiar (aunque sea mediante inspiraciones) la forma en que la gente ve el mundo, cambia también la manera en que la gente interactúa con éste. La mayoría de la gente con una educación mediana hoy día ve el mundo físico como compuesto por átomos, y la realidad biológica —incluyendo a la especie humana— como sujeta a evolución, y a muchas enfermedades infecciosas como provocadas por bacterias, y por consiguiente como curables por medio de antibióticos. Esta manera de ver el mundo no es la misma que tenía la gente culta de hace cien años, y es una profunda consecuencia cultural de la ciencia, aunque no sea una implicación del contenido de las teorías científicas, pero ciertamente no se trata tampoco sólo de una inspiración.
 
Una posición como la de Weinberg sobre este asunto impide una apreciación más justa de las efectivas “implicaciones culturales” de la ciencia. Pero no sólo en el sentido que acabamos de mencionar. También hay otro tipo de consecuencias profundas que, aunque producidas por “inspiraciones”, no por ello son menos importantes. Ciertamente no fue por una implicación estricta y quizá sí por una inspiración genial, que Lawrence Durrell asumió el punto de vista bajo el cual escribió El Cuarteto de Alejandría. Durrell escribió ese conjunto de cuatro novelas —según su propia explicación— “basado en” la concepción relativista del espacio-tiempo, de modo que a diferencia de los maestros de la narrativa del siglo XX, Proust y Joyce, quienes ilustraron más bien la “duración” bergsoniana, su obra es una novela de cuatro niveles “cuya forma está basada en la proposición relativista” (véase la nota introductoria a Balthazar).
 
 
Pedirle a personas racionales que acepten resultados científicos por medio de un argumento de autoridad significa que acepten una incoherencia práctica.
    
 
No pretendo (ni creo que podría) hacer aquí un erudito análisis de si ese “basado en” refleja alguna conexión lógica, o no deja de ser una mera metáfora. Como quiera que sea, lo que me parece importante es no perder de vista que la ciencia en efecto transforma otras actividades humanas, como la literatura, y literalmente la manera de ver el mundo, no sólo de los escritores sino de mucha gente. Y no veo cómo no puede llamársele a eso una importante implicación cultural, con tan solo permitirnos usar el término de “implicación” en un sentido de “consecuencia” más amplio que el de consecuencia lógica.
 
Así pues, contra la opinión de Weinberg, creo que debemos aceptar que sí hay otras consecuencias culturales importantes de los resultados científicos, aunque esos resultados no sean ni sobre “el origen del Universo, ni sobre las leyes finales del Universo”, únicos dos descubrimientos, según Weinberg, que cuando se logren(!), tendrán repercusiones en la filosofía.11
 
Pero baste lo anterior como una sugerencia para defender la idea de que la ciencia sí tiene consecuencias culturales más allá de sus aplicaciones tecnológicas en sentido estricto. Regresemos al problema de la validez de los descubrimientos y logros científicos, y por qué vale la pena comunicar —de manera accesible— la complejidad de los procedimientos mediante los cuales se determina que son, precisamente, válidos.
 
La validez de los descubrimientos
 
Respecto a la observación que hice antes en relación con la sucinta afirmación de los profesores de física de la Universidad de Los Ángeles, en el sentido de que ignora que hay otros puntos de vista desde los cuales es legítimo preguntarse por las circunstancias humanas de los descubrimientos, puede replicarse que es aceptable, pero que en honor a la verdad, la lectura correcta (¿o caritativa?) de su afirmación, debe hacerse en relación con un marco de referencia obviamente implícito, a saber, el que se refiere a la validez de los descubrimientos. Bajo esta interpretación, los autores mencionados obviamente se refieren a que la validez de un descubrimiento no depende de las circunstancias humanas del mismo, ni de sus implicaciones culturales.
 
Ante ese movimiento sólo podemos decir: concedido, pero entonces es importante dejar muy claro que se trata de eso, de la divulgación de resultados válidos, sobre todo cuando las involucradas son comunicaciones públicas. La razón de esto, como vimos antes, es que no es evidente que lo único que importe y de lo único de que se pueda hablar, al tratar un descubrimiento o un logro científico, sea de su validez. Y las consecuencias para la gente de la calle, de lo que lee acerca de la ciencia y sus resultados, pueden ir mucho más lejos que sólo sus creencias acerca de lo que son resultados científicos válidos. Igualmente legítimas que las preguntas sobre la validez de ciertos descubrimientos son las preguntas sobre sus implicaciones culturales, o sobre sus efectos en la sociedad, si se quiere.
 
 
Hay un nivel de conocimiento científico que debe formar parte de la cultura de cualquier persona ilustrada de finales del siglo XX, al igual que un bagaje filosófico, humanista y un buen conocimiento de las artes.
  
 
En muchas ocasiones se habla de la importancia de un descubrimiento sin dejar clara su importancia respecto a qué. Y si lo que se quiere subrayar es simplemente que es un descubrimiento, dejando implícito con ello que es un resultado válido en la ciencia, entonces conviene que la imagen pública de la ciencia incluya ideas muy claras acerca de qué tipo de cosas entran en juego para que se dé esa validez. Claro está que esa información no necesariamente debe darse cada vez que se comenta un descubrimiento. En lo que he insistido es en la idea de que la ciencia es confiable porque es racional, explicando en qué consiste esa racionalidad, es algo que debe incorporarse de modo general a la imagen de la ciencia. En ocasiones, cuando se descuida este aspecto, suele darse por sentado que un descubrimiento científico es tal porque se ha obtenido mediante la aplicación del método científico. Pero entonces estamos de regreso a una concepción (una imagen) equivocada de la ciencia, que considera que hay un único método científico, que ejemplifica cabalmente la idea de racionalidad. Promover esta imagen de la ciencia, a punto de terminar el siglo XX, es un grave error.
 
Y lo es porque es engañoso respecto a la potencialidad de las capacidades humanas, empezando por la capacidad de comportarse racionalmente y de resolver racionalmente conflictos y problemas. Por ejemplo, esta idea pasa por alto la importancia de las diferencias de puntos de vista y el papel de las controversias en el establecimiento de descubrimientos científicos. Más fructífero es hoy día reconocer que una parte imprescindible del desarrollo científico está dado por diferencias de puntos de vista, y por las controversias correspondientes, y que hay importantes lecciones que aprender de la historia de la ciencia donde se muestra que una y otra vez, aunque se parta de puntos de vista diferentes, hay formas de llegar a acuerdos sobre problemas de interés común, aunque eso no implique acuerdos totales sobre todos los presupuestos ni todas las implicaciones.
 
Pero es un error grave también porque, como sugerí antes, las personas cultas de finales del siglo XX deberían tener una confianza racionalmente fundada en los resultados de la ciencia, y esa confianza racionalmente fundada sólo puede venir de una adecuada idea de la racionalidad científica, de otra manera la confianza se basa sólo en la autoridad de la ciencia, y tener confianza sólo por autoridad es algo que violenta la calidad racional y autónoma de las personas. Pedirle a personas racionales que acepten resultados científicos por medio de un argumento de autoridad significa que acepten una incoherencia práctica.
 
 
La difusión debe incluir no sólo los conocimientos científicos, los logros y las aplicaciones de la ciencia, sino que de una manera igualmente importante deberían difundirse ideas adecuadas sobre los procedimientos científicos.
 
Pero se replicará que la confianza en los resultados científicos sólo puede provenir de la confianza en las comunidades de especialistas, y en la creencia de que tales comunidades han hecho lo que deberían hacer para aceptar tal o cual descubrimiento. Tiene que ser así porque hoy día nadie puede replicar los experimentos, las observaciones, y en general los complejos procedimientos que se llevan a cabo en el campo científico al someter a prueba las hipótesis y las teorías. Esto es cierto, pero eso es precisamente lo que constituye una de las razones de más peso para que las personas cultas, como sujetos racionales, conozcan en qué consisten los procedimientos mediante los cuales las comunidades científicas toman sus decisiones, es decir, en qué consiste la racionalidad científica de a de veras, y puedan entonces confiar en la ciencia con razones.
 
Las responsabilidades institucionales
 
Es responsabilidad de la comunidad científica, así como de las instituciones encargadas de promover la comunicación de la ciencia, promover una imagen más genuina de la racionalidad científica. Pero, como hemos mencionado, esa imagen más genuina de la ciencia es la que proviene de la historia, la sociología y la filosofía (serias) de la ciencia. Trabajo que desafortunadamente tampoco se conoce bien, ni en el medio científico, ni entre el público amplio.
 
El profundo desconocimiento del trabajo filosófico serio, sobre todo alrededor de la ciencia, también en buena parte es responsabilidad de la propia comunidad filosófica y de las instituciones encargadas de la enseñanza e investigación filosófica especializada. Es preciso remediar esto con una mejor comunicación de las humanidades, en general, y de la investigación filosófica en particular.
 
Pero además debe reconocerse que la magnitud de la distorsión de la imagen que muchos científicos tienen de la filosofía, y de las humanidades en general, apenas es igualada por la ignorancia científica por parte de muchos humanistas. Otra de las cuestiones que se muestran en el debate que siguió a “la broma de Sokal” es la ignorancia y arrojo de ciertos humanistas al pretender utilizar un conocimiento científico mal entendido (los artículos citados de Weinberg incluyen una buena —y preocupante— muestra).
 
Muchos colegas científicos simplemente asentirán sonrientes y complacientes ante esta trivial afirmación. Los más sensibles compartirán una preocupación al respecto, pero me temo que muchos pensarán que ese estado de cosas es atribuible lamentablemente a la pereza o a la mala formación académica de los humanistas (cosas ciertas, las dos, en buena medida).
 
Pero que haya una falla generalizada de conocimiento científico en personas cultas no es correcto explicarlo sólo en términos de pereza o desinterés. Esto es un problema de orden social y educativo, y como tendencia general el problema es de comunicación de la ciencia, entendida en sentido amplio, el cual incluye la enseñanza de la ciencia fuera de las escuelas que se especializan en la formación de científicos. Es cierto que el problema también en parte atañe a los planes de estudio de formación de humanistas, pero en buena medida igualmente es responsabilidad de las instituciones encargadas de la comunicación y de la enseñanza de la ciencia.
 
Habrá colegas humanistas que replicarán que nadie puede hoy día tener un conocimiento mediano de todas las disciplinas del saber humano, y que bastante trabajo cuesta mantenerse al día en su especialidad, como para que se le exija a cualquier humanista serio que además tenga un conocimiento científico. Es cierto que actualmente ya ningún individuo podría asimilar todo el conocimiento generado por la humanidad hasta la fecha. La pretensión no es que, actualmente, alguien pueda tener amplios y profundos conocimientos de muchas ramas científicas y humanísticas al mismo tiempo. A lo que me refiero, y es lo que he repetido, es que hay un nivel de conocimiento científico que debe formar parte de la cultura de cualquier persona ilustrada de finales del siglo XX, al igual que un bagaje filosófico, humanista, y un buen conocimiento de las artes. En otras palabras, es importante valorar el papel de la buena comunicación de la ciencia como el de la filosofía, así como de la relación entre ciencia y filosofía. En materia de comunicación, en ambos terrenos, hay mucho que hacer, y con mayor urgencia en México.
 
Lamentablemente no son muchos los medios de difusión que comparten este punto de vista. Basta ver los suplementos “culturales” de muchos de nuestros periódicos, en donde parece que la literatura agota la cultura, y no es que la literatura no sea de primera importancia, pero sufren de una grave miopía los gestores profesionales de la cultura que ignoran el lugar y el papel de la ciencia y de la filosofía en la cultura, y las dejan fuera de los canales de comunicación pública. Ciencias ha sido una de las publicaciones que ha comprendido la importancia de hacer comunicación de la ciencia mostrando los puentes entre las ciencias y la filosofía, por lo cual, además de felicitarla por su XV aniversario, merece el reconocimiento de todos los que se preocupan en México por la cultura.
 
 articulos
Notas
1. “Traspasando las fronteras: hacia una hermenéutica transformativa de la gravedad cuántica”, Social Text, primavera-verano 1996, pp. 217-252.
2. “A Physicist Experiments with Cultural Studies”, Lingua Franca, mayo-junio 1996, pp. 62-64.
3. Steven Woolgar, Science: The very Idea, Londres, Tavistock Publications, 1988, p. 65.
4. Una revisión exhaustiva de la concepción positivista de la racionalidad científica, de los cambios que a lo largo de los últimos 40 años se han dado en torno a las ideas de la racionalidad, así como una discusión de los modelos más recientes, e incluso una revisión de algunas concepciones “posmodernas” sobre la racionalidad, todo esto realizado por muchos de los más destacados especialistas iberoamericanos sobre el tema, se encuentra en el volumen colectivo Racionalidad Epistémica, vol. 9 de la Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía, Editorial Trotta, Madrid, 1995, editada por el autor de este artículo.
5. New York Review of Books, 8 de agosto de 1996.
6. New York Review of Books, 3 de octubre de 1996.
7. New York Review of Books, vol. XLIII. núm. 15, 3 de octubre de 1996, p. 55.
8. New York Review of Books, 3 de octubre de 1996, p. 56.
9. New York Review of Books, 8 de agosto de 1996, p. 12.
10. New York Review of Books, 3 de octubre de 1996, p. 55.
11. New York Review of Books, 8 de agosto de 1996, p.12.
     
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León Olivé
Instituto de Investigaciones Filosóficas, Universidad Nacional Autónoma de México, actualmente imparte un seminario en la Universidad de Hawai en Manoa.
     
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cómo citar este artículo
 
Olivé, León. 1997. La comunicación científica y la filosofía. Ciencias, núm. 46, abril-junio, pp. 48-56. [En línea].
     

 

 

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