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Leon Battista Alberti.
De la pintura
   
 
 
 
Colección Mathema.
Servicios Editoriales
de la Facultad de Ciencias,
UNAM. 1996.
 
                     
Cuando uno examina las preocupaciones de los artistas
del Quattrocento y se encuentra ese increíble e inmenso deseo de progreso que guió a los artistas-artesanos, viene a la mente qué tan distinta fue esa época y por qué cada una de sus obras de arte llegó a ser una especie de trofeo ganado a la manera de una conquista. Si uno considera que en menos de un siglo se cambiaron las imágenes del cuerpo humano, se sentaron los principios de la perspectiva y se concibió al hombre también como “creador”, no parece casualidad que los siglos XV y XVI dieran a luz al artista como héroe.
 
El artífice de la promoción social de los pintores, el gremio artístico más destacado del siglo XV, fue una técnica —primero empírica y posteriormente con un fuerte sustento de carácter matemático— geométrica que permitía situar correctamente en el espacio pictórico todos los elementos que constituían la escena representada. Así, tamaño, situación y colorido de personajes y demás objetos que integraban la obra artística, pasaban a quedar determinados por reglas precisas que permitían imitar la realidad.
 
Sin embargo, aunque se acepte que la presentación de las reglas de la perspectiva fuera una contribución del Renacimiento italiano, esta empresa era antigua, remontándose a los tiempos de Esquilo, cuando el escenógrafo Agatarco preparaba los espacios y trasfondos que enmarcarían las puestas en escena del gran trágico.
 
En parte perdida, esta tradición que permitía generar ilusiones espaciales renace en el Medievo como un reclamo que en boca de Roger Bacon invita a los artistas a que sus obras simulen el espacio tridimensional que permita convencer a los observadores de que lo que contemplan es una imagen de la realidad, como lo señala Samuel Edgerton en su obra La herencia de la geometría de Giotto. La herramienta, en este caso, no guardaba relación alguna con la fe, y sí mucho con la geometría y la óptica. Del uso ecléctico de ambas surgiría la “figuración geométrica” baconiana que, en el espíritu del siglo XII, y partiendo de que Dios habría creado el mundo según las reglas de la geometría euclideana, concluía que los artistas debían representarlo siguiendo las mismas reglas. Por ello, en lugar de preocuparse por mostrar las relaciones metafísicas, los nuevos pintores-geómetras del Renacimiento dieron paso a la que sería conocida como una “pintura en perspectiva”.
 
La nueva propuesta iba mucho más allá de ser un mero cambio en la moda artística, llegando incluso a plantear una nueva manera de contemplar el mundo según la cual las relaciones metafísicas dejaban el sitio a las físicas: bajo el nuevo orden, determinado por estrictas reglas geométricas, serían las posiciones relativas las que determinarían el tamaño y la posición de los objetos en el espacio pictórico.
 
Para oficiar en el surgimiento de este nuevo orden, el siglo XV contó con Leon Battista Alberti. En De la pintura, el mismo Alberti declara estar “por ocuparse de un tema que nunca antes se había estudiado”, refiriéndose con ello a una nueva forma de visualizar la escena y a su racionalización en términos de la construcción en perspectiva. Según lo indica Alberti, el propósito de la perspectiva es reproducir lo que está frente al ojo: “el pintor se ocupa de representar lo que se puede ver”. En otras palabras, el objeto de estudio para Alberti es la experiencia visual y la manera como ésta puede ser plasmada.
 
Pensando desde la modernidad no es difícil entender que el surgimiento de la perspectiva fue uno de los primeros pasos en dirección de la elaboración conceptual de la ciencia moderna. Con el uso de la perspectiva cambió lo que para la Edad Media era un objeto de algo dotado con cualidades simbólicas, en las que el sujeto y el objeto externo tendían a fusionarse a algo que podía ser sostenido con los brazos extendidos para que, desde ahí, se le sometiera a un escrutinio óptico desprovisto de cualquier subjetividad posible. Sólo así podría expresarse la verdadera naturaleza de una superficie que envuelve a un volumen.
 
Es así como el sueño de Alberti une su destino al de Leonardo y al de muchos genios del Renacimiento y, todos ellos, se integran al devenir histórico de las artes. La fama le tocó a Leonardo por causas ajenas a la justicia histórica. Sin embargo, al hombre que dejó su alma en Florencia también lo alcanzó la fama. Una fama extraña que al principio parecía ocultarse tras un velo, pero tan sutil y avasallante fue su influencia que pasó a formar parte de lo común, lo evidente, lo visible.        
 
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(Fragmento del estudio preliminar de J. Rafael Martínez-E).

     
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Morir con dignidad,
un derecho en cuestión
R046B07   
 
 
 
Asunción Álvarez  
                     
POUR UNE MORT PLUS DOUCE
(por una muerte más suave)
Panoramiques número 21,
tercer trimestre, 1995.
 
 
Recientemente, llegó a mis manos un número de
la revista francesa Panoramiques dedicado al tema del fin de la vida. Esta publicación se suma a las múltiples que han surgido en los últimos años como la reacción al silencio impuesto sobre la muerte. “Por una muerte más suave” reúne escritos de médicos, psicólogos, antropólogos, sacerdotes, abogados y periodistas. Fue realizado en colaboración con la Asociación para el derecho a morir con dignidad.
 
Que sea necesario dignificar la muerte como derecho es en sí mismo revelador de que algo grave sucede: un hecho tan intrínsecamente humano no tendría que requerir defenderse. Pero lo cierto es que existen alrededor de 30 asociaciones de este tipo —distribuidas en 18 países (ninguna en México), pertenecientes a los 5 continentes. Esto obliga a preguntarnos ante quién hay que defender tal derecho y a comprender cómo se ha llegado a esta necesidad.
 
Para respondernos, es preciso reconocer que la forma en que el hombre se ha adaptado a la muerte ha cambiado a lo largo de la historia en función del contexto cultural en que vive. Pensar que nuestras actitudes en relación con el morir son las naturales no es más que una ilusión que ignora el papel fundamental que las costumbres sociales desempeñan en su moldeamiento. Las concepciones y representaciones que determinan el comportamiento actual ante la muerte sustituyen a otras previas y, al mismo tiempo, anteceden a las que habrán de imponerse en el futuro. Comprendiendo lo que hacemos ahora podremos influir en lo que haremos mañana, extrayendo lo que en otras épocas demostraba su utilidad y sentido. Lo cierto es que nunca antes como en este siglo se habían modificado tan bruscamente las actitudes ante la muerte. Los que han vivido con él, han podido advertir cambios que en épocas pasadas no podían percibirse porque se daban lentamente, a lo largo de muchos años. Leonardo Sciascia es uno de estos testigos y nos relata su visión en un breve escrito intitulado La medicalización de la vida: “Tengo, pues, no sólo el recuerdo —de asombro, de estupor— del pasaje de la lámpara de petróleo a la luz eléctrica; del coche al automóvil; del gramófono a la radio; […] también tengo el recuerdo del pasaje de una idea de la muerte a la interdicción sobre la muerte”.
 
Sciascia recuerda lo que hacían en su pueblo, cuando él era niño, ante la muerte de un ser querido. Esto debería llamar nuestra atención para preguntarnos qué recordarán nuestros niños cuando crezcan. Ellos, a quienes creemos poder excluir de la realidad de la muerte, decidiendo que no deben acercarse a sus viejos familiares enfermos para aportarles las últimas alegrías y despedirse de ellos; o que deben aceptar que sus personas más queridas son capaces de abandonarlos sin decirles nada para irse de viaje. Suprimimos lo que en otros tiempos aprendían desde pequeños: que el morir, y el dolor que produce, son partes inevitables de la vida. La muerte que conocen nuestros hijos tiene carácter de ficción: es la que invade el cine y la televisión, la que aparentemente puede evitarse. Así se entiende la respuesta de un niño al que informaron que una tía suya había muerto: “¿quién la mató?”.
 
Volvamos ahora al pueblo de los años veinte del escritor italiano. Nos cuenta él que entonces, para atender a los que estaban por morir, había que llamar al cura y al médico. El primero era indispensable porque ayudaba al moribundo a prepararse espiritualmente y esto era determinante para asegurar que el destino de su alma no fuera el infierno. Por el contrario, la presencia del médico era un acto puramente formal con el que los familiares se apegaban a lo que socialmente se esperaba de ellos: aparentar que hacían el último intento por prolongar la vida del enfermo. Por lo mismo, se consideraba sumamente imprudente al médico que prescribía medicamentos que había que ir a buscar con sacrificio, en lugar de simplemente recomendar cuidados que los mismos familiares podían aplicar.
 
En este escenario, había lugar para las despedidas y las recomendaciones mutuas entre el moribundo y los familiares. Nadie dudaba que el enfermo debía prepararse para morir y si era necesario informarle que su fin estaba próximo, se hacía con la convicción de que era lo correcto; lo que entonces se consideraba terrible era la muerte inadvertida, esa que hoy —paradójicamente— se tiene como ideal.
 
Sciascia presencia el desarrollo de la interdicción de la muerte en la etapa que va del final de la década de los veinte a los años de la Segunda Guerra Mundial, si bien reconoce su anticipación medio siglo antes por Tolstoi en La muerte de Iván Illich, relato ubicado en un ambiente urbano y burgués. Desde entonces se cree que es mejor para el enfermo permanecer en la ignorancia de la proximidad de su muerte y éste, aunque sospeche que está por morir, prefiere guardar las apariencias y no ser tratado como moribundo.
 
Así, van desapareciendo las palabras para nombrar a la muerte y con ellas el instrumento que en otros tiempos servía precisamente para contener emocional y socialmente la devastadora realidad que evocaban. Que ahora no podamos hablar de la muerte no es más que un desesperado recurso para alejarla, con el que hemos creado nuestra propia trampa: la del silencio que mantiene la angustia difusa y agobiante.
 
Ahora la muerte llega una vez que han fracasado todos los intentos por prolongar la vida. Esto en sí mismo suena deseable; el problema surge cuando comprobamos que esa misma descripción —de hecho lógica— puede referirse a prácticas completamente opuestas entre sí, que sólo se comprueban tales si nos hacemos algunas preguntas. Por ejemplo, ¿qué se entiende por los intentos posibles?, porque no es lo mismo aplicar un tratamiento probado que uno experimental, o uno que resulta en un 50% de los casos, a otro que ha tenido éxito en un 5% (las estadísticas, después de todo, algo indican). O bien, ¿qué se entiende por prolongar la vida? ¿Debe prolongarse en tiempo a cualquier costo, es preferible mantener su calidad, aun si esto implica acortarla? ¿Quién debe decidirlo? Finalmente, ¿qué entendemos por vida?, ¿qué entiende, entendía o entendería el paciente del que se trata?
 
En la actualidad el enfermo ya no participa de su muerte porque se considera cruel tratar abiertamente con él la proximidad de su fin. Los médicos, los familiares y el mismo paciente hacen un gran esfuerzo por representar una situación en la que la muerte parece no tener lugar. Sin embargo, es ella la que determina las acciones médicas que responden al deseo, muchas veces irracional, de vencerla. De la misma manera que es la necesidad de ocultarla la que organiza las relaciones entre la persona que va a morir y los que la rodean.
 
A lo largo de la historia las representaciones de la muerte han ido variando; las que infunden miedo en una época se remplazan por otras en la siguiente. Así, según el historiador Philippe Aries, la imagen del esqueleto y del transido han cedido su lugar a otra mucho más terrorífica: la del moribundo, solo y rodeado de tubos en el hospital. La sociedad, que ve su rostro proyectado en esa representación, se ha movilizado para exigir que se revisen los mecanismos que inadvertidamente siguen los médicos y la comunidad y recuperar así su voz como futuros enfermos que un día tendrán que morir.
 
El número de Panoramiques dedicado al derecho a morir con dignidad reúne reflexiones muy valiosas, tanto personales como profesionales que expresan diversos cuestionamientos sobre el tema. De todas ellas, selecciono una que ilustra ejemplarmente la necesidad de revisar la relación con el paciente que ve próxima su muerte.
 
El autor es el doctor Gérard Payen, un neumólogo con treinta años de práctica, en contacto cotidiano con hombres y mujeres que sufren y se encuentran en el final de su vida. Relata el caso de una mujer de edad a la que describe como muy dinámica y entusiasta por la vida. Inscrita en la Asociación por el Derecho a Morir con Dignidad, lo escogió a él como representante y le indicó con toda claridad que no quería sufrir ni sentirse disminuida en caso de padecer una enfermedad incurable. Cuando se le diagnosticó cáncer de tiroides inoperable, pues comprometía tráquea y esófago, la mujer aceptó alimentación líquida y más tarde, al aparecer las dificultades respiratorias, ella misma solicitó su hospitalización para “intentar algo” y no sentir esa espantosa sensación de ahogarse lentamente. El doctor Payen se dirigió a un servicio del que conocía al responsable y a los jefes clínicos a quienes informó la manera de pensar de esta paciente. Su sorpresa fue enorme cuando la mujer internada le telefoneó para decirle que nadie acudía a sus llamados. Uno de los médicos le confirmó esta información, explicándole que no hacía nada teniendo en cuenta lo que él les había comentado sobre la forma de pensar de la paciente. Así pues, la repuesta al deseo de esta mujer que rechazaba el encarnizamiento terapéutico había sido el abandono.
 
Ese mismo día la paciente aceptó que se le realizara una traqueotomía pues decía que podía tolerar todo menos sentir que moría ahogada. Sabía que nunca volvería a hablar. El doctor Payen estaba presente cuando ella despertó, muda, con aquel tubo en la garganta, depositándole todo el peso de su mirada durante un momento que a él le pareció larguísimo. Cuando la mujer empezó a escribir algo, esperó angustiado la lectura de esas líneas. Quería prepararse mentalmente para responder a un pedido que tanto temía aun cuando lo comprendiera perfectamente. Al fin pudo leer lo que le entregó la mujer: “Tengo frío en mis pies, quiero mis calcetines”.
 
La enferma murió unos días más tarde, aparentemente tranquila, sin necesidad de solicitar ninguna medida para abreviar su vida. Pero, si algo ilustra esta historia es lo difícil que resulta escuchar, comprender y respetar el deseo de los pacientes que se aproximan al final de su vida. ¡Cuántas necesidades y preocupaciones se ignoran o se interpretan superficialmente porque no corresponden a las que los médicos o los familiares esperan! ¡Cuántas personas son sometidas al silencio porque no queda una presencia real que las escuche sin condiciones!
 
Dice Víctor Serge que la técnica moderna —que comprende no sólo la invención de las máquinas, sino la organización social— ha aprisionado sociedades enteras y destruido en segundos lo que lleva años, generaciones o siglos de amor y de trabajo formar: al hombre, a sus ciudades. Esta denuncia, inspirada por todos los horrores de la guerra y el despotismo, puede servir para reflexionar qué representa cada persona y evitar que el avance de la técnica moderna disminuya una vida que, con toda su historia y su misterio, se acerca a su fin”.
  articulos
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Asunción Álvarez
Departamento de Psicología Médica, Psiquiatría y Salud Mental,
Universidad Nacional Autónoma de México.
     
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cómo citar este artículo    →
 
Álvarez, Asunción. 1997. Morir con dignidad, un derecho en cuestión. Ciencias, núm. 46, abril-junio, pp. 68-70. [En línea].
     

 

 

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El hombre y los peces
R046B06  
 
 
 
Rodrigo Moya  
                     
Cuando el pargo blanco al fin se dejó arrastrar por la
línea que con todo y arpón atravesaba su cuerpo, el buzo pensó que la captura submarina del día era suficiente. En realidad, había matado más de lo necesario atravesando con su infalible arma pargos, huachinangos, meros, cabrillas, y hasta dos pequeñas mantarrayas que pasaron ante él exhibiendo su majestuoso vuelo, como de águilas desplazándose sin prisa en un cielo líquido. La jaba estaba repleta de víctimas, muertas unas y otras agonizando. Para facilitar los movimientos de ascenso hacia la superficie donde lo aguardaba el pequeño velero, se deshizo con cierto remordimiento del mero más grande y de tres langostas cuyas abatidas antenas las hacían ingobernables.
 
Aun así, la cuantiosa captura que pendía más abajo, unida a su hombro por la cuerda de nailon, lo obligaba a un ascenso cuidadoso, pero conforme arreciaba la claridad, lejos del talud donde era forzoso cuidarse de salientes y corales, los movimientos eran más fáciles. Casi agotados los tanques de aire después de una hora de inmersión, echó una mirada al profundímetro: estaba a seis metros bajo la superficie, y debía contener las ansias de ascender más rápido, para más arriba hacer la obligada parada de descompresión.
 
Luego, cuando a tres metros bajo la superficie miraba distraído hacia el fondo mientras cumplía el tiempo de reposo para eliminar el nitrógeno de la sangre, sintió de pronto una inusitada vibración. Apenas escrutaba la cercana superficie en busca de la fuente del ruido, suponiendo que se trataba del motor de un barco, cuando se sintió violentamente empujado del sitio en que mantenía su precario equilibrio hidrostático. Una fuerza inexplicable le hizo perder en el primer impacto la aleta del pie izquierdo, su fusil neumático, y la línea de la que más abajo pendían sus presas. Instintivamente apretó el visor contra su rostro y mordió con angustia la boquilla portadora de los últimos minutos de aire comprimido. Sacudido por ese vendaval de ondas y turbulencias que le impedían moverse, vio horrorizado cómo una densa masa de peces que emergían de los torbellinos lo rodeaban por todas partes. La luz se hizo mínima y móvil; entre corrientes repentinas y encontradas, con una oscuridad creciente, se resignó a morir, víctima —pensó— de un fantástico cardumen de peces carniceros.
 
Aferrando su visor, incrustándolo casi contra su frente para no perderlo mientras rebotaba de un pez a otro, mordiendo ferozmente la boquilla del regulador y hecho un ovillo indefenso sin movimiento propio, veía en la penumbra la estampida de peces embistiéndolo. Sin embargo, las esperadas mordeduras no llegaban. Aplastados contra su cara, contra su pecho, entre sus piernas, presionándolo por todas partes como un compacto ejército, los peces lo rodeaban y oprimían. Algunos parecían observarlo fugazmente cuando en su convulso fluir pasaban ante el cristal de su visor; a pocos centímetros veía los ojos saltones de los animales y distinguía su cabezas boqueando. El espacio faltó. El aire de la boquilla apenas llegaba a sus pulmones. La enloquecida masa natatoria ocupaba cada palmo del espacio líquido y lo aprisionaba cada vez más. No pudo ya mover brazos ni piernas, atenazado por el hiriente cardumen. Su mano derecha quedó atrapada entre el visor y el muro vivo, y la izquierda permaneció soldada a su costado por la presión de los peces. Sintió apretados coletazos contra su pecho, su espalda y su cabeza. Como un muñeco en el centro de la feroz corriente, fue arrastrado hacia una densa oscuridad donde sólo brillaban de pronto los cuerpos escamosos. Sintiéndose aplastado bajo las encontradas presiones, incapaz de la más ligera flexión o del menor movimiento natatorio, se abandonó a su destino.
 
Lúcido pese a todo, poseedor de un sereno valor adquirido en la soledad de prolongadas inmersiones, en su último trance pensaba más en el insólito fenómeno que en la cercanía de la muerte. Mientras percibía la vaga sensación de ser izado hacia la superficie por la masa compacta de peces, creyó descubrir la verdad: no era devorado por un pez, por diez, o por mil; no era mordido, sajado ni despedazado; su cuerpo permanecía intacto, si bien lacerado por la presión sumada de los animales. Lo devoraba el cardumen, los peces lo habían atrapado, así como él los capturaba y aprisionaba en la red de la jaba, y era engullido simultáneamente por miles de ellos. Como un todo, ese turbulento cardumen lo tenía apresado en su propio centro. Cada animal era la célula de un gigantesco organismo que deliberadamente, a pesar del aparente caos, le causaba una dolorosa muerte por compresión y asfixia.
 
Ahora entendía que la organización biológica de los seres marinos, observada desde los barcos pesqueros donde tantos años había trabajando como biólogo, no residía solamente en sus complejas conductas ante estímulos y respuestas, sino que eran capaces de algo más que buscar gregariamente las corrientes, las temperaturas, las profundidades y el alimento adecuado, o de huir aterrados como un solo organismo ante la embestida de orcas y tiburones. Esa fría organización animal podía elegir y acechar una presa, y más allá del hambre y el instinto de cada individuo, destruirla como un todo para satisfacer un misterioso designio, tal vez de protección, tal vez de venganza. Bajo la superficie los peces poseían una diabólica inteligencia colectiva que ahora lo tragaba y digería. Después, como víctima propiciatoria, su cuerpo sería vomitado por el saciado cardumen en algún lugar del mar, donde un universo de minúsculos seres abisales lo devorarían lentamente.
 
Superado el terror de los primeros instantes y de la lucha librada contra tal fuerza, lamentó que su descubrimiento fuera en el momento final. Sintió vagamente cómo el regulador escapaba de sus labios, lo mismo que el visor, empujado por el movimiento convulsivo de algún pez. Vio indiferente los ojos desorbitados de un ejemplar que boqueaba junto a su rostro. A un paso de la inconsciencia, y mientras la última idea sobre su descubrimiento se diluía en la abulia precursora de la muerte, dejó de sentir la terrible presión y bruscamente percibió una intensa luz que irradiaba a través de sus párpados cerrados. Los peces se movían desesperados produciendo el ruido de tambores apagados por el agua, y golpeaban cada parte de su cuerpo, ya insensible al dolor. Contra su voluntad, ahora movía nuevamente brazos y piernas, llevados de aquí para allá por el desplazamiento cada vez más brusco de los animales. pudo pensar aún que el transcurso a la muerte no era dolor ni tristeza, sino una especie de resignación tal que podía vencer dolores como la falta de aire, o el golpeteo incesante de aletas y colas contra su cuerpo.
 
Al abandonar su último pensamiento sintió un impacto indoloro y brutal, distinto del multiplicado golpear de los peces. Vio un mundo de luz; no la difusa y plana del ámbito submarino, sino una luz clara, definida en interminables contornos, en luces y sombras. Oyó el sonido de sus tanques golpeando contra algo metálico, produciendo tañidos de campanas destempladas. Fue levantado en vilo y maltratado nuevamente por la convulsa masa. Creyó escuchar lejanos gritos incomprensibles, chirriar de cadenas, golpes compactos y el sordo rumor del cardumen agitándose. Se sintió caer en el vacío y perdió la sensación de la tibieza del agua y el frío rasposo de los peces.
 
Izado por el enorme malacate sobre la cubierta del barco pesquero, el buzo yacía, despatarrado y sangrante, como un espécimen insólito entre la pesca de la red. Ante los estupefactos pescadores, el aire del mundo entraba de nuevo en sus pulmones y aceleraba su corazón y el calor del sol desentumía sus manos y otra vez la luz vibraba en sus pupilas. Mientras, rodeándolo por todas partes en el copo recién abierto, a su lado agonizaban estrepitosamente sesenta toneladas de merluzas.
 
  articulos
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Rodrigo Moya Macondito
Xalapa, junio de 1975
     
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cómo citar este artículo
 
Moya, Rodrigo. 1997. El hombre y los peces. Ciencias, núm. 46, abril-junio, pp. 66-67. [En línea].
     

 

   
   
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El cerdo de Sulawesi
R046B05  
 
 
 
Héctor T. Arita  
                     
De acuerdo con el libro del Levítico, Dios dio
instrucciones precisas, por medio de Moisés y Aarón, acerca del tipo de animales que podían ser consumidos por los hijos de Israel: “Todo animal de casco partido y pezuña hendida y que rumie lo comeréis; pero no comeréis los que sólo rumian o sólo tienen partida la pezuña”. Muchos años después de este episodio bíblico, Alá hizo ver al profeta Mahoma que los seguidores del Islam deberían observar la misma regla. Hoy día, millones de judíos y de musulmanes en todo el mundo siguen la ordenanza y se abstienen de consumir e incluso de tocar a los cerdos.
 
El origen de la prohibición de comer cerdo ha sido objeto de numerosos análisis filosóficos, naturales y sociológicos. Una de las explicaciones más plausibles fue propuesta por el filósofo judío de origen español Maimónides en el siglo XII. Dios, según “el Santo Tomás del judaísmo”, habría querido mantener a sus hijos lejos de los riesgos de salud que podrían enfrentar si consumían la carne de un animal que tiene por costumbre revolcarse en fango contaminado con sus propias heces y orina. El propósito de la prohibición sería, por tanto, de carácter práctico aunque de origen divino.
 
Ya en el siglo XX, el antropólogo Marvin Harris ha puesto el tabú del cerdo dentro del contexto de su teoría del materialismo cultural. Para Harris, los patrones de comportamiento más extraños dentro de las sociedades humanas (la adoración de las vacas por los hindúes, las cacerías de brujas, el canibalismo) pueden explicarse como “adaptaciones” de las sociedades al ambiente en el que se desarrollan. En Israel, por ejemplo, la crianza y consumo de cerdo se ve limitada por el clima, ya que los cochinos son animales que no soportan climas muy calientes ni secos como el que predomina en Judea. Para los judíos de los tiempos bíblicos, según el argumento de Harris, era mucho más redituable y sana la crianza de rumiantes, como las ovejas y las cabras, que la de los cerdos. La controvertida teoría de Harris difiere de la idea de Maimónides en que el tabú tendría un origen humano, no divino, aunque el propósito sería el mismo: mantener a la gente alejada de un animal que era un posible foco transmisor de enfermedades y cuya crianza era costosa.
 
Desde el punto de vista biológico, el texto del Levítico ofrece una oportunidad interesante para especular sobre los alcances de la prohibición bíblica. Para cumplir los requisitos de la ordenanza bíblica, un animal debe tener una pezuña “dividida” y debe ser rumiante. Los únicos mamíferos que cumplen con estas características son algunas especies del orden Artiodactyla, que incluye animales como los cerdos, camellos, venados, antílopes y vacas. Todos los artiodáctilos, con la excepción de un género de jabalíes, poseen un número par de dedos, y el peso se concentra en el punto medio entre los dígitos III y IV (análogos con el dedo medio y el anular de los humanos). El aspecto externo de este arreglo es justamente la “pezuña dividida” que se menciona en el Levítico.
 
Sin embargo, no todos los artiodáctilos son rumiantes. Un rumiante auténtico mastica su alimento, lo ingiere y lo hace llegar a una cámara de su complicado estómago para comenzar la digestión. Posteriormente, el animal regurgita (regresa el alimento al hocico) para masticarlo nuevamente, deglutirlo y pasarlo por otra sección del estómago para completar la digestión.
 
Entre los artiodáctilos, los cerdos, jabalíes e hipopótamos tienen estómagos de dos o tres cámaras, pero no rumian. Los camellos y los tragúlidos (un tipo primitivo de venado) tienen estómagos de tres cámaras y sí rumian, mientras que el resto de las especies (venados, jirafas, berrendos, antílopes, vacas, borregos y cabras) son rumiantes y tienen estómagos de cuatro cámaras.
 
Aunque evidentemente la prohibición bíblica se refería a los cerdos, en el contexto de un mundo moderno en el que hay judíos practicantes en casi todo el mundo una interpretación literal del texto bíblico podría hacer dudar a alguno de ellos. Por ejemplo, la capacidad de rumiar no es una característica binaria, que existe o no existe, sino un mecanismo fisiológico que presenta sutiles diferencias entre las especies que lo poseen. Aunque la clasificación de los artiodáctilos corresponde cercanamente con la capacidad de rumiar y con la complejidad del estómago, la realidad es que no existe un límite tajante entre los rumiantes y los no rumiantes. Un practicante que siguiera literalmente las instrucciones bíblicas tendría dificultades para discernir entre los animales comestibles y los inmundos.
 
Un ejemplo real se dio cuando un grupo de científicos presentó evidencias de que la babirusa, un pariente silvestre de los cerdos, podría ser en efecto un rumiante. La babirusa (Babyrousa babyrussa) es básicamente un cerdo salvaje que habita algunas de las islas Célebes (Sulawesi) y Malucas, pertenecientes a Indonesia. El aspecto general del animal es el de un marrano más bien pequeño, con un peso máximo de 100 kg, de pelo muy corto y escaso y con la piel plegada en arrugas en la parte ventral. La característica más llamativa, sin embargo, son los colmillos superiores, que en vez de extenderse por afuera del labio, como en los jabalíes, crecen a través de la parte superior del hocico y se doblan hacia atrás. La babirusa es un alimento muy apreciado por los nativos de las islas donde habita, pero ¿qué opinaría un judío al respecto? Se trata de un animal de pezuña hendida y que aparentemente es capaz de rumiar. A pesar de ser evidentemente un cerdo, ¿estaría permitido su consumo? Aquí entramos ya en el terreno de la filosofía y de la teología judaica en el que la biología tiene poca injerencia. Sin embargo, es interesante constatar cómo los descubrimientos científicos pueden poner en tela de juicio las interpretaciones de ciertos tabúes sociales.
 
Para Marvin Harris, el tabú del cerdo no es sino reflejo de las condiciones que imperaban en Israel hace cientos de años y la aplicación de la regla no tendría sentido para los judíos y musulmanes de la actualidad. Para la mayoría de los fieles al judaísmo o al Islam, sin embargo, la prohibición es parte de las tradiciones más arraigadas y, para algunos judíos ortodoxos, el seguimiento estricto de las indicaciones bíblicas es una condición indispensable para la vida cotidiana. La respuesta a la pregunta de que si un judío o un musulmán podrían consumir la carne de la babirusa no reside en el ámbito científico sino en el espiritual, en la conciencia de cada practicante de esas religiones.
 
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Referencias Bibliográficas
 
Harris, M., 1974, Vacas, cerdos, guerras y brujas. Los enigmas de la cultura, Alianza Editorial, Madrid, 1988. Libro no técnico en el que Harris presenta varias de sus controvertidas explicaciones sobre las costumbres sociales.
     
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Héctor T. Arita
Instituto de Ecología,
Universidad Nacional Autónoma de México.
     
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cómo citar este artículo 
 
Arita, Héctor T. 1997. El cerdo de Sulawesi. Ciencias, núm. 46, abril-junio, pp. 58-59. [En línea].
     

 

 

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Conservación de las
monarcas, desprecio
por los plebeyos
R046B04  
 
 
 
Zenón Cano-Santana  
                     
Los insectos, esos artrópodos alados, constituyen
aproximadamente 54% de las 1.4 millones de especies conocidas. Su capacidad para volar, su pequeño tamaño, su estrecha relación evolutiva con las plantas vasculares, así como la plasticidad estructural de su aparato bucal, les ha permitido tener este éxito adaptativo sin precedentes. Sin embargo, se reconoce que uno de los grupos de seres vivos menos conocidos por la ciencia es precisamente el de los insectos. Se calcula que en las zonas tropicales se encuentran aún 30 millones de especies de insectos en espera de ser clasificados, lo cual contrasta con los cerca de 800000 que se conocen actualmente.
 
Por esa sorprendente riqueza, este grupo tiene un gran número de especies en la lista (desconocida, por supuesto) de seres vivos extintos o en peligro de extinción. Así, aunque sólo 7% de los animales en la lista de 500 especies extintas en Estados Unidos sean insectos, tal vez por desconocimiento de la fauna entomológica y la ausencia de programas de muestreo adecuados, estos valores pueden no representar los índices de extinción de insectos en ese país.
 
En un artículo que Pyle, Bentzien y Opler publicaron en 1981 en el Annual Review of Entomology, se enumeran las causas de la declinación de las poblaciones de insectos: la urbanización, la lluvia ácida, la luz eléctrica, la construcción de represas de agua, la contaminación de aguas, el desagüe de zonas inundables, la conversión a la agricultura, el paso de vehículos, la pérdida de las plantas hospederas, la introducción de especies exóticas, la colecta excesiva y los pesticidas.
 
Fue precisamente una monarca, la reina Cristina de Borbón, quien en España, en 1835, inició la que sería una larga serie de programas de protección dirigida a los insectos. A la reina Cristina le interesó la protección de las luciérnagas. Actualmente, países como Alemania, Estados Unidos, Gran Bretaña, Malasia, Papua Nueva Guinea, Costa Rica y Rusia tienen programas de este tipo.
 
En México no existe todavía una cultura en la que el futuro de la conservación de los insectos sea una preocupación. Más bien la hay por las plantas y animales más grandes, peludos o emplumados. Por otra parte, existe una excepción a la regla de desprecio por la conservación de los insectos: en México, la conservación de la mariposa monarca ocupa un primerísimo lugar, lo cual se pone de manifiesto con la instauración de una “Reserva Especial de la Biósfera” en las áreas de hibernación de este insecto.
 
¿Es este tipo de conservación suficiente y adecuado para un país considerado como un hot spot de la biodiversidad? Evidentemente no. Veamos por qué.
 
En primer lugar, los programas de conservación encaminados a proteger una especie en particular son limitados, pues ignoran la integración que tiene cada especie con su entorno natural y con las especies con las que coexiste. La mejor manera de conservar es proteger, en forma integral, los ecosistemas, pues esto garantiza la conservación de varias entidades naturales: a) el paisaje, b) los procesos funcionales de la naturaleza, y c) la evolución de las poblaciones.
 
En segundo lugar, los programas de protección de una especie (como por ejemplo, los encaminados a proteger la ballena gris, el teporingo o la mariposa monarca), pueden constituirse en una tarjeta de presentación de las instituciones gubernamentales para aparentar una preocupación por la naturaleza. Ello sólo constituye un parapeto que impide ver el efecto que tiene el deterioro ambiental y el crecimiento de las poblaciones humanas sobre la existencia de muchas otras especies. En un país con desigualdades, con asimetrías y con antidemocracia, los programas de conservación no se han salvado de tener estas tres tristes características. Actualmente, la deforestación, la urbanización y la liberación de desechos tóxicos al aire y a las corrientes de aguas superficiales provocan la extinción de especies a una tasa que ni siquiera hemos podido medir con exactitud. Se están destruyendo poblaciones de plantas y animales que ni siquiera registramos en las listas florísticas y faunísticas.
 
Frente a este panorama, ¿cómo podemos alegrarnos de conservar una especie de insecto, cuyas poblaciones se encuentran distribuidas en casi todo el mundo, mientras localmente desaparecen muchas especies a todo lo largo y ancho del territorio mexicano? Un ejemplo cercano —alejándonos de las zonas tropicales, donde la reducción en 10% de zona selvática significaría una reducción a 50% de las especies— es el Pedregal de San Ángel, en el que el doctor Carlos Beutelspacher estimó que 10 especies de esfíngidos desaparecieron entre 1933 y 1970, y que probablemente 11 especies más no se encuentren ya en esta zona. ¿Quién se ha preocupado por Manduca ochus, Sphinx leucophaeta o Monarda oryx, de los cuales ya no hay un solo individuo en esta zona? La mariposa monarca, entre tanto, tiene poblaciones en Australia, Nueva Guinea, Islas Molucas, Islas Canarias y en toda América; en México ha recibido mucha atención de los medios masivos de comunicación por los niveles de mortandad que presentó en el invierno pasado.
 
Me satisface la existencia de la Reserva Especial de la Biósfera en los sitios de hibernación de la monarca. Pero me satisface no sólo por la protección de la monarca (creo que porque tengo un poco de vasallo), sino por todo el ensamblaje de plantas y animales que involuntariamente fueron protegidos bajo la sombra de la monarca, su majestad, Oanaus plexippus.
 
     
Referencias Bibliográficas
 
Beutelspacher, C., 1972, La Familia Sphingidae (Insecta: Lepidoptera) en el Pedregal de San Ángel, D.F., México, An. Inst. Biol. Univ. Nal. Auton. México 01:17-24.
Dirzo, R., 1990, “La biodiversidad como crisis ecológica actual ¿qué sabemos?”, Ciencias (núm. especial) 4:48-55.
Franklin, J. F., 1993, Preserving biodiversity: species, ecosystems, or landscapes? Ecol. Appl., 3:202-205.
Pyle, R., M. Bentzien y P. Opler, 1981, Insect conservation, Ann. Rev. Entomol., 26:233-258.
 
     
Texto leído en la Mesa Redonda “Mariposa Monarca: Cultura y Conservación” que se llevó a cabo el 14 de marzo de 1996 en el Amoxcalli de la Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México.
     
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Zenón Cano-Santana
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
     
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cómo citar este artículo 
 
Cano Santana, Zenón. 1997. Conservación de las monarcas, desprecio por los plebeyos. Ciencias, núm. 46, abril-junio, pp. 46-47. [En línea].
     

 

 

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Una flor titánica
R046B03  
 
 
 
Lourdes Rico Arce  
                     
A fines de julio emprendí el viaje de regreso de Cuba
a Inglaterra después de dos semanas de trabajo intenso y altas temperaturas, con la esperanza de encontrar un clima más templado en Londres. Al momento de llegar a la aduana y presentar mi pasaporte mexicano, el oficial me preguntó en qué trabajaba y en dónde, a lo que contesté que soy botánica y que trabajo en los jardines de Kew. De inmediato su mirada cambió y lleno de entusiasmo me preguntó acerca de la noticia de la flor más grande del mundo que estaba a punto de abrir en uno de los invernaderos. Obviamente yo no conocía qué pasaba actualmente en Kew después de haber estado fuera del país. Aparentemente “la flor más grande del mundo” ya había tenido una gran cobertura nacional e internacional. Yo recordaba algunas de las especies de Rafflesia en Borneo (Rafflesia arnoldii, nativa de Sumatra) que alcanzan diámetros de más de 1 metro pero, que yo supiera, éstas no se cultivaban en el jardín. En el transcurso del fin de semana me enteré cuál era la planta en cuestión, se trataba del género Amorphophallus, un pariente cercano de los alcatraces, piñanonas y anturios.
 
La Amorphophallus titanum que crece en Kew es ciertamente impresionante pero en realidad no es una sola flor, sino una inflorescencia que llegó a medir 1.60 metros de alto y ca. 20 centímetros de diámetro. Hay registros de Amorphophallus en su forma silvestre donde la inflorescencia ha llegado a ser de hasta 5 metros de alto. Una característica de dicha flor que llama nuestra atención es que durante el periodo de antesis (óptimo para la polinización), de aproximadamente 48 horas de duración, emite un olor muy desagradable, descrito como una mezcla del olor de la orina y del azúcar quemado.
 
Yo conocía esta planta por fotografías, sin embargo, tenerla “en vivo, a todo color y olor” es una oportunidad única. Esto explicaba en parte la popularidad que Kew y la prensa nacional e internacional dieron al evento, a lo que se agregaba que el cultivo de estas especies no es nada sencillo. La expectativa de la abertura de la “inflorescencia y el tan esperado olor” había originado en Kew que, durante varios días, una fila larga de visitantes de cientos de personas al momento en que Kew abría sus puertas (9 a.m.). En los casi 200 años de historia del Kew, este evento se ha repetido sólo 5 veces, en los años 1889, 1901, 1926, 1963 y 1996, y es curioso que más que su tamaño o forma, la atracción y comentarios eran respecto a su olor, ya que aquí la planta es conocida como “the corpse flower” (la planta cadáver). Cabe señalar que en un solo día se registraron cerca de 6000 entradas.
 
Diremos algo acerca de su botánica: el género Amorphophallus consiste en unas 90 especies, todas ellas tropicales de distribución en Asia, Malasia, y sólo una especie en India, A. campanulatus, la cual extiende su distribución hasta Nueva Guinea, las Islas Fidji y Madagascar. Hasta la fecha no es posible reconocer estas plantas sin tener ejemplares vivos, fotografías o dibujos de las mismas. Actualmente el género está dividido en tres secciones: Candarum, Brachyspatha y Conophalus, las cuales se diferencian principalmente por la longitud de sus pedúnculos y los estilos de las flores femeninas.
 
Echemos un vistazo a la historia de esta interesante planta las primeras noticias que se tuvieron de ella en Europa datan de 1878, cuando en Florencia se le dio a conocer como La pianta maravigliosa en una carta enviada desde Sumatra por el doctor Odoardo Beccari a su amigo el marqués Corsi Salviate; en esta carta, Beccari describe el descubrimiento de una Araceae gigante, posiblemente perteneciente al género Conophallus ? titanum. En una segunda carta Beccari envía a Florencia tubérculos y semillas de la misma. Desgraciadamente, debido a las leyes sanitarias de 1875, mismas que eran muy estrictas debido a las medidas preventivas de infección de viñedos (ocasionados por Phyilorera), los tubérculos fueron detenidos en Marsella. No pudieron ser rescatados y se pudrieron. Las semillas corrieron con más suerte, pues llegaron a las manos del marqués y fueron germinadas. Posteriormente, algunas de las plántulas fueron llevadas a Kew. Una vez alcanzada la maduración de la planta, su floración y fructificación, todos estos aspectos fueron descritos y publicados en Bot. Mag. de 1889, que correspondieron a la planta que floreció el 21 de junio de 1889, misma que llegó a medir 1 metro de alto y 22.5 centímetros de diámetro.
 
Cuando Beccari regresó a Italia, el marqués Corsi Salviati comisionó una pintura de tamaño natural de la planta; el cuadro mide 6.5 metros de alto, la ilustración muestra la planta en el bosque transportada por dos nativos.
 
De acuerdo con registros históricos, el naturalista Forbes fue otro de los afortunados en ver este género en su hábitat silvestre en Asia. El primer reporte es de Brisan, que observó un espécimen que crecía en suelos acuosos y medía unos 5.6 metros de alto, el segundo es de Kling, con unos 2 metros de alto y 15 centímetros de diámetro.
 
En condiciones silvestres esta planta crece entre altitudes de 130-350 msnm, con temperaturas de 25 a 32°C a la sombra, aunque puede tolerar extremos de 22 a 35°C, necesita un área sombreada y suelos bien drenados. En Kew se simulan estas condiciones con una humedad relativa de 80% y aproximadamente 24°C. 
 
La planta que produjo inflorescencia en 1996 fue originalmente propagada en Leiden (Holanda), a su llegada, en 1994, el tubérculo pesaba 11 kilogramos. Cerca de la antesis de la inflorescencia (junio, julio) tuvo incrementos en un promedio de 10 centímetros por diámetro, y finalmente, llegó a una talla de 2.05 metros pesando unos 3 kilogramos al momento en que la espata abrió finalmente. El olor desagradable que produce en esta etapa ha sido identificado como disulfidro de dimetilo y disulfidro de trimetilo (dimethyl disulphide & dimethyl trisulphyde). La polinización de las flores pequeñas la efectúan un tipo de abeja, verde iridiscente, pequeña, cuyos hábitos alimenticios son sudor de mamíferos, las abejas gustan mucho de los olores desagradables, por lo que son atraídas a la inflorescencia.
 
Aunque grande, A. titanum no es la más grande en su categoría, en A. gigans la inflorescencia es de 3-4 metros de alto, y en contraste tenemos al más pequeño del género A. pusillus, con una inflorescencia de sólo 3 centímetros (en Vietnam). El promedio de vida de las especies ya conocidas es de 20 años, durante los cuales florece unas 3 veces, la antesis siempre ha sido de 2-3 días como máximo.
 
Su nombre común en Sumatra es Grubi, Krubi y Krubut, nombres que generalmente se le da a otras aráceas en el área. Se sabe que los tubérculos eran comestibles, sin embargo, no se ha podido encontrar cómo habían sido cocinados o preparados.
 
Haciendo una analogía, A. titanum equivale en el reino vegetal a la ballena azul o los elefantes en el reino animal, y además, también está en peligro de extinción. Además de la tala de bosques, que es un hecho muy conocido por todos nosotros, sabemos que en Sumatra e Indonesia se cree erróneamente que el olor de la inflorescencia en antesis atrae mosquitos que producen malaria, por ello los tubérculos son destruidos cada que son localizados por los nativos. En Japón, los tubérculos también son muy usados para producir una harina alimenticia, algunos de ellos llegan a pesar hasta 50 kilogramos. No todo lo extraordinario y gigante es endémico de Asia, en Centroamérica, específicamente en Nicaragua, se puede encontrar Godwinia gigas, que llega a medir 3 metros de alto y 15 centímetros de diámetro, llegando a pesar 32 kilogramos, por lo que éste es un género equivalente a Amorphophallus. Antes de concluir cabe recordar que también se da lo extraordinario en lo pequeño, como en el caso de la familia Lacandonaceae, donde además de tratarse de una sola flor muy pequeña, se sale del contexto “normal” de las flores, en donde los ovarios rodean a los estambres. Para quienes gustan de los números, los medios que cubrieron la noticia acerca de Amorphophallus titanum del 27 de julio al 8 de agosto son: 28 equipos de filmación del Reino Unido, 14 del extranjero en los que se incluyeron Tokio, Corea, Canadá, Sudáfrica, Brasil, Irlanda, Italia, Austria, Suiza, Australia, Francia, Arabia y Alemania; 137 periódicos en el Reino Unido, 112 locales, 15 nacionales; 21 entrevistas en la radio, 21 en el Reino Unido, 10 desde el extranjero. Los visitantes al Jardín del 30 de julio al 4 de agosto, periodo en el que la planta tendría su “olor más poderoso”, fueron 49000, se esperaba una cifra de sólo 21000. Obviamente las ventas de recuerdos o tarjetas postales de la tienda tuvieron éxito con un incremento de 105% sobre el promedio mensual en las ventas, y los restaurantes sólo de 35%.
  articulos
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Loudes Rico Arce
Royal Botanic Gardens, Kew, Inglaterra.
     
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cómo citar este artículo
 
Rico Arce, Lourdes. 1997. Una flor titánica. Ciencias, núm. 46, abril-junio, pp. 38-39. [En línea].
     

 

 

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Breve léxico
del maguey
R046B02  
 
 
 
Nina Hinke  
                     
De las 200 especies conocidas del género Agave,
sólo algunas producen aguamiel de buena calidad para la elaboración del pulque. De éstas se utilizan preferentemente dos variedades de maguey manso (A. atrovirens), el tenéxmetl y el tlacámetl.
 
Cuando el quiote, o pendúnculo floral, empieza a brotar entre los 10 y los 12 años de vida de la planta, llega el momento de castrar el maguey, es decir, hacerle unos cortes para evitar que salga la inflorescencia. Como todos los miembros de las agaváceas, los magueyes pulqueros florecen una sola vez en su vida, después de lo cual comienza su muerte.
 
La época de castración del maguey se reconoce por una fisonomía específica. Las hojas inferiores del maguey se aproximan al meyolote, o penca central, y éste se adelgaza. La espina terminal del meyolote se ennegrece, y los bordes de las pencas exteriores que forman el meyolote están desprovistas de espinas en su cuarto inferior.
 
A los 4 o 6 meses de castrado el maguey comienza a mancharse, presenta manchas circulares o estrelladas, formadas de puntos morenos, en la parte superior de las hojas. Ése es el momento de iniciar la picazón y la raspa para crear la cavidad en donde se depositará la savia para fomentar la producción de aguamiel.        
 
El tlachiquero
 
El tlachiquero recorre la tanda de magueyes dos veces al día. Va de maguey en maguey recolectando el aguamiel con ayuda de un acocote, una calabaza grande, alargada y hueca, abierta por los dos lados. Después de haber succionado el líquido, raspa con un raspador de metal los tejidos de la cavidad del maguey, o cajete, para que no cicatricen y siga produciendo el aguamiel.
 
El aguamiel
 
El aguamiel es un líquido blancuzco, ligeramente turbio, de olor a maguey y sabor dulce. La cantidad de aguamiel que producen los magueyes varía de una planta a otra, y también va cambiando a lo largo de la explotación. Durante los primeros días la producción es escasa, pero va aumentado con los días hasta llegar a unos 5 litros por día, después inicia un descenso en la cantidad de líquido hasta que la planta muere. El periodo productivo dura entre 90 y 120 días. Durante este tiempo, se puede obtener de cada maguey de 270 a 420 litros de aguamiel.
 
Las castañas        
 
A medida que el tlachiquero extrae el aguamiel lo vacía en las castañas, unos barriles de madera con capacidad de 25 litros. Anteriormente, los recipientes que se utilizaban eran odres de piel de chivo curtidas. Una vez llenas las castañas, el tlachiquero se dirige al tinacal donde se pondrá a fermentar el aguamiel. Los tinacales son galerones largos de 5 a 6 metros de altura, ventilados por la parte superior. El piso suele ser de cemento enlucido con un ligero desnivel para que escurran los sobrantes de aguamiel y de pulque.
 
Los toros
 
En los tinacales se encuentran los toros, donde se lleva a cabo el proceso de fermentación del aguamiel. Cada toro, hecho de piel de vaca sin curtir, tiene capacidad de 500 a 800 litros. Ahí se vierte el aguamiel sobre la semilla del pulque para fermentarla.
 
La preparación de la semilla comienza dentro del maguey. Una vez raspado se deja el gabazo, se le agregan otras hierbas y se deja durante 10 o 15 días según la temporada. Después de este lapso se limpia el maguey (el cajete debe estar amarillo), y a partir de entonces el maguey se ordeña y se raspa diariamente. Al cabo de unos 20 días, el aguamiel está macizo, listo para la preparación de la semilla. Se deja fermentar de 3 a 4 días en el tinacal dependiendo de la temperatura. De la tina inicial, la semilla se divide en cuatro tinas de 25 litros, es decir, se despunta. El procedimiento se repite, con lo cual se obtienen 16 tinas. A este proceso se le llama correr las puntas.
 
La semilla de cada tina se reparte en los toros, en los cuales se agrega aguamiel fresca para fermentar —de la calidad de la semilla depende la calidad del pulque. Aproximadamente cada 36 horas se producen por tina de 500 a 800 litros de pulque. Para ayudar a la fermentación se agrega la raíz del indio, que sirve para darle viscosidad, sabor y el color blanquecino característico del pulque. 
 
La fermentación del pulque la llevan a cabo las bacterias Pseudomonas lidneri o Termobacterium mobile, y algunas levaduras, que metabolizan la glucosa y la sacarosa, abundantes en el aguamiel, en alcohol etílico y en anhídrido carbónico. Las bacterias del pulque fueron las primeras bacterias reportadas por llevar a cabo la fermentación alcohólica y láctica, capacidad que antes sólo se le atribuía a hongos y levaduras.
 
La pulquería
 
Cada uno de los recipientes en los que se toma el pulque, hechos generalmente de vidrio verde, lleva su nombre particular. Las macetas y los camiones son vasos de gran tamaño exclusivos para grandes bebedores, les siguen los tornillos, vasos cilíndricos de menor tamaño, con capacidad de alrededor de medio litro, en los cuales el vidrio tiene una torcedura a la que se le atribuye su nombre.
 
Las cacarizas son jarras de vidrio goteado que recuerdan las cicatrices que deja la viruela. Los chivatos se parecen a los tarros cerveceros, y los chivitos, tarros más pequeños, llevan una cabeza de chivo en honor a las odres que se utilizaban para el transporte del aguamiel. Las catrinas llevan su nombre por su elegancia y refinamiento. Las tripas son vasos largos y delgados, y las violas están alargadas en la parte superior y goteadas en la inferior. Las reinas son violas grandes y los vasos son alargados y sin asa. Finalmente los cacarizos, son pequeños y goteados y se utilizan para probar el pulque.
 
De este recuento de la secuencia de la producción del pulque resalta la cantidad de términos específicos utilizados en torno a esta bebida. Esto nos habla de una cultura muy amplia en torno a la producción del pulque y de su consumo, y de una tradición muy arraigada.     
 
El pulque conoció su época dorada durante el porfiriato con la construcción del ferrocarril. Anteriormente, debido a su rápida putrefacción, el pulque sólo se consumía en los lugares aledaños a los centros productores. En 1896 llegaban a la ciudad de México, que contaba con 400 mil habitantes, 67 mil litros diariamente. Sin embargo, el pulque fue desplazado en las clases media y alta por otras bebidas “más refinadas” y europeas como son la cerveza y el vino. En los sectores populares tal vez haya influido el hecho de que la cerveza se conserva por más tiempo y al igual que el pulque es barata.
 
Mayagüel
 
Entre los grupos nahuas, la deidad que representaba el maguey pulquera era Mayagüel, una mujer olmeca de Tamoanchan a la que se le atribuye el descubrimiento de la fuente del aguamiel. El pueblo la hizo su heroína y luego diosa, al igual que a los demás hombres que intervinieron en la mejoría del pulque u octli por medio de hierbas y raíces.
 
A la hierba que se utilizaba para la preparación del pulque se le conoce como ocpactli, o “medicina del pulque” Según O. Gonçalves Lima, el ocpactli fue prohibido por los españoles porque potenciaba el efecto embriagante del pulque, y sólo permitieron la producción del pulque blanco. Probablemente el octli tenía una acción antimicrobiana que impide la adulteración del pulque, de ahí su nombre de “medicina del pulque”. Pulque probablemente proviene de la palabra náhuatl puliuhqui, que significa “descompuesto”, y que se utilizaba para designar el octli ya en putrefacción.
 
 
Los magueyes, entre ellos los pulqueros, figuraban entre las plantas —como las plantas tintoreales (la madera de Campeche o el achiote), las plantas oleaginosas (el coco y el ajonjolí) y otras plantas económicas (el hule y la vainilla)—, que llevara México a la Exposición Universal de Nueva Orleáns en 1886, que constituyeron el muestrario de las riquezas y de la grandeza de México frente a las demás naciones.
      
 
Mayagüel aparece en varios códices, y en ellos se destaca su papel como proveedora de líquido, elemento esencial en las zonas áridas. Lleva como adorno una nariguera en forma de media luna, recipiente cósmico del agua. Además, en el Códice Borgia aparece como la diosa de “las cuatrocientas tetas”, y en otras representaciones aparecen peces bebiendo de ella.
  articulos
       
       
Referencias Bibliográficas
 
Gonçalves Lima, O., 1986, El maguey y el pulque en los códices mexicanos, FCE, México.
Gonçalves Lima, O., 1990, Pulque, Balché y Pajauaru. En la etnobiología de las bebidas y de los alimentos fermentados, FCE, México.
Lobato, J. G., 1884, Estudio químico industrial de los varios productos del maguey y análisis químico del aguamiel y el pulque, Oficina Tipográfica de la Secretaría de Fomento, México.
Segura J. y M. D. Cordero, s/f., Plantas industriales de México. Trabajo que formularon por encargo de la Comisión Mexicana para la Exposición de Nueva Orleáns, México.
     
       
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Nina Hinke
     
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cómo citar este artículo    →
 
Hinke, Nina. 1997. Breve léxico del maguey. Ciencias, núm. 46, abril-junio, pp. 26-29. [En línea].
     

 

 

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La medicina en entredicho
R046B01  
 
 
 
Antonio R. Cabral
y Arnoldo Kraus
 
                     
En esta época de flagrante corrupción de exfuncionarios,
servidores públicos y de cementerios clandestinos, lo último que necesita la sociedad mexicana, por razones que analizaremos adelante, es desconfiar de una institución que tradicionalmente ha sido su aliada: la medicina. Por ejemplo, es común leer en periódicos y revistas nacionales que los juzgados atienden con mayor frecuencia querellas de pacientes contra médicos; que las compañías aseguradoras ya tienen sus bien diseñados paquetes para “proteger” a los pacientes de sus médicos; que más enfermos cambian sus tratamientos alópatas por otros no convencionales, y que ante la Comisión Nacional de Arbitraje Médico la principal queja de los enfermos es la pobre o nula comunicación que tienen con sus médicos.
 
No deja de ser paradójico que mientras la medicina cosecha progresos espectaculares en sus procedimientos diagnósticos y terapéuticos, al unísono aumente la insatisfacción de sus beneficiarios. Es igualmente contradictorio que junto a ese progreso la “crisis de la medicina” y los errores médicos sean también fuente de crítica en medios no especializados. Sin duda, lo anterior no es gratuito: en el ejercicio de la medicina ni todo es transparente ni todo es fácil. Es indudable que la profesión cojea con frecuencia. Sin embargo, independientemente de la causa que origine los tropiezos, de los códigos penales, del deseo justificado de recompensa por los daños y de la razonable sed de justicia, las voces de los pacientes contra sus doctores siempre serán desafortunadas, pues toda relación médico-paciente, por muy efímera que sea, se inicia con esperanza y confianza mutuas. La semilla de esos encuentros siempre es ayudar.  
 
Quizá parte de esa escalada de desconfianza surge de ideas no bien definidas. La sociedad espera que la medicina exceda sus límites naturales siendo que, a pesar de sus espectaculares avances, la ciencia médica sigue siendo inexacta. Aunque a los enfermos les gustaría saber lo contrario, no es equivocado afirmar que la práctica médica no está libre de errores. Sólo hay un médico que está libre de ellos: el que no atiende pacientes. La desconfianza puede también tener otras causas. Por ejemplo, la socialización de la profesión, promotora infalible de médicos impersonales y con frecuencia erráticos. Lo que antaño fue el meollo del éxito y el mejor antídoto para las demandas, la relación médico-paciente es ahora fuente de descontento: los enfermos deben aceptar, les guste o no, que los trate “quien sea” y el facultativo debe tratar a todos los dolientes asignados a su turno, independientemente de que la relación entre número y calidad sea inversa. Sería inocente pedir que este tipo de atención a destajo, por más bienintencionado que sea el galeno y a pesar de que su vocación esté bien arraigada, genere relaciones duraderas, eficaces y estrechas. Lo inverso es lo correcto: en la mayoría de las instituciones gubernamentales, el vínculo médico-paciente pertenece al mundo de lo onírico. Sería igualmente ingenuo solicitar que en tales circunstancias los médicos conserven siempre agudo su intelecto y mantengan sus habilidades manuales constantemente filosas.
 
Los médicos de la época precientífica fundamentaban su profesión en el humanismo. La imagen del médico bonachón de lento caminar y altas dosis (nunca adictivas) de calor humano, por sí sola era terapéutica. La ciencia, y su sucedánea tecnología, lo alejaron de sus enfermos y menoscabaron el diálogo con sus pacientes, sobre todo en las unidades de terapia intensiva y de urgencias, sitios en los que el ambiente es todo menos humano y en donde todo parece estar en contra de las relaciones afectivas y calurosas. El deterioro, sin embargo, no ha sido en vano; no olvidemos que en esos sitios se recuperan diariamente muchas vidas. El reto para todos es, a pesar del embrollo, mantener y promover relaciones humanas por encima de la complejidad tecnológica.
 
En los asuntos de conciliaciones y demandas, pacientes y abogados debieran reflexionar en el hecho indiscutible de que en medicina todos los errores y accidentes son involuntarios. Asunto diferente es la negligencia, que aunque también es involuntaria, lleva el ingrediente del descuido. Por ejemplo, el que un médico actúe en un campo fuera de su dominio o que extirpe un riñón único después de confundirlo con un “tumor” abdominal es, sin duda, condenable. Este ejemplo sugiere que la mayoría de las veces los daños son prevenibles; es decir, a los profesionales del Derecho les toca juzgar y castigar aquellos casos en los que la negligencia médica es la causa primordial del daño de sus clientes, con todo y que en su origen no haya nada de criminal. Lo contrario implicaría la acción voluntaria de dañar a una persona, lo que por supuesto no sucede en la práctica médica cotidiana.
 
La ciencia médica, sus practicantes, sus escuelas y sus instituciones son, por fortuna, perfectibles. Tradicionalmente, los galenos pertenecen a un gremio caracterizado por su insatisfacción ante la inexactitud de su ciencia y por la búsqueda constante de soluciones alternas. La medicina que hoy practicamos no es la de hace 20 años. Esa permanente búsqueda y renovación tiene, desde luego, la intención de disminuir errores y accidentes; dicho de otro modo, la naturaleza científica de la medicina es también su mejor aval. En el reino de los errores la prevención es más importante que la cura; no deben preocuparnos los errores en general sino aquéllos que podemos corregir. El brete que enfrentan los encargados del control de calidad de la atención médica es determinar en cada caso cuál es el grado de error tolerable.
 
Alentados por la idea de la “crisis de la medicina moderna” y de su deshumanización, sus detractores van en aumento; abundan también las sugerencias para mejorar los sistemas de salud. Sin embargo, parece que la tendencia es examinar esa crisis como el producto de lo que la medicina “ha hecho mal” e ignorar su papel como promotora certera de salud. Es fácil entender tales argumentos, pues ninguna actividad tiene tantos retos filosóficos, éticos, económicos y tecnológicos como la medicina. A pesar de la juventud (Lewis Thomas sitúa su nacimiento a principios de los años cincuenta) de las demandas penales, de las denuncias ante la Comisión Nacional de Arbitraje Médico y del descrédito de nuestra profesión, no debemos olvidar que la medicina es una exitosa institución capaz de ofrecer y aplicar positivamente el beneficio de los conocimientos que ha generado. Perder la confianza en ella equivaldría a olvidar que merced a sus mecanismos de generación y difusión de conocimientos, con todo y sus limitaciones, la medicina también ha colaborado —quizás como ninguna otra actividad— a impulsar el bienestar humano. Los sistemas de salud no han deteriorado la relación médico-paciente; la forma en que ésta se practica es el origen del mal sabor. Para evitar el distanciamiento entre doctores y pacientes no hay soluciones simples. Las bellas letras, ya lo hemos señalado en este espacio, pueden ayudar en el esfuerzo. El médico de aldea que cargaba en su maletín toda suerte de tónicos y pomadas, que hacía visitas a domicilio, que curaba poco pero que oía todo, es una imagen que muchos pacientes extrañan y que luchan por rescatar.
 
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Antonio R. Cabral y Arnoldo Kraus
Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición, "Salvador Zubirán".
     
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cómo citar este artículo
 
Cabral R., Antonio y Kraus, Arnoldo. 1997. La medicina en entredicho. Ciencias, núm. 46, abril-junio, pp. 10-11. [En línea].
     

 

 

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César Carrillo Trueba
     
               
               
Los excesos del sistema de competencia prematura, con el falso pretexto de eficiencia, matan el espíritu, impidiendo toda vida cultural, e incluso suprimen el avance de las ciencias.
 
Albert Einstein
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“Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó
que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de Los Abrojos, donde Carlos V condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
 
“Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo. 
 
“Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
 
“Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de Sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
 
“—Si me matáis —les dijo— puedo hacer que el Sol se oscurezca en su altura. 
 
“Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
 
“Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehementemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un Sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.”
 
Este cuento, escrito por Augusto Monterroso, resume un drama aún no concluido en gran parte de los países del llamado Tercer Mundo: el enfrentamiento de dos culturas con sus respectivos conocimientos. Tan exacto el conocimiento de los españoles como el de los mayas. Tan completos y aptos los dos para permitir la sobrevivencia de ambos pueblos en sus distintos medios naturales, para impulsar el desarrollo de las dos culturas. Sin embargo, uno se impuso sobre el otro, borrando para siempre un cúmulo de conocimientos producidos y sistematizados durante siglos, y alterando otros muchos que hasta la fecha perduran, un tanto desarticulados, mezclados con un imaginario que proviene de la época de la conquista y que ha tomado su propio camino, nutriéndose de y resistiendo a muy diversas influencias, manteniendo su propio ritmo de cambio.
 
La convicción de que su religión era la “buena” y su saber el único “verdadero” impidió a los conquistadores entender la cosmovisión de los pueblos indígenas del Nuevo Mundo, buscar puntos de comunicación y constituir un saber más interesante y adecuado a las condiciones naturales. Y si en esta ficción de Monterroso toca perder a los conquistadores —lo cual llegó a suceder—, en la realidad éstos terminaron por vencer e imponer con lujo de violencia su religión, su saber, su forma de producir, de cultivar, en suma, su civilización.
 
Templos monumentales destruidos y dioses derribados, piras ardientes de textos, como la que describe fray Diego de Landa, cronista de la conquista de Yucatán, en una imagen que todavía nos duele: “Hallámosles gran número de libros de estas sus letras y porque no tenían cosa que no hubiese superstición y falsedades del demonio, se los quemamos todos, lo cual sintieron a maravilla y les dio mucha pena”. Las civilizaciones mesoamericanas se perdían para siempre.
 
 
El sesgo de la Historia        
 
Lo curioso es que, si bien la Historia registra muchos casos como éste, el valor que atribuye al conjunto de conocimientos que poseían y poseen las culturas no occidentales nunca es considerado equivalente al conocimiento de los europeos —no comparable, por supuesto. Se sigue diciendo que con los españoles llegó “La Ciencia” al continente americano, que éstos teman una tecnología superior, ya que usaban metales, etcétera, etcétera. Incluso algunos destacados estudiosos de las culturas mesoamericanas comparten esta visión, como el célebre mayista Eric Thompson, quien escribió: “Hay que aceptarlo, en cuanto a los fines que persigue, la astronomía maya es astrología”.
 
La idea de una historia lineal no ha desaparecido todavía, y se sigue usando como esquema de referencia la idea positivista de la historia de Occidente, según la cual esta parte del mundo tuvo que pasar por el animismo, la metafísica y todo lo que se considera como conocimiento “precientífico”, para al fin llegar a la “ciencia objetiva”. Según este esquema, los países del Tercer Mundo tienen que dejar atrás sus supersticiones y abrazar los conocimientos de la ciencia contemporánea, la cual es, según esto, obviamente superior. Esta manera de ver las cosas atribuye una lógica interna al desarrollo de la ciencia y la tecnología y no considera que cada tipo de conocimiento se genera en un contexto natural, histórico y social determinado, respondiendo a necesidades e intereses muy específicos, y con un ritmo y una dinámica de cambio propios.
 
Ese punto es tratado con gran claridad por Anthony Aveni en su libro Conversing with the Planets, donde analiza las distintas observaciones que de los mismos fenómenos celestes realizaron, por un lado, los astrónomos mesoamericanos, y por el otro, los creadores de la astronomía contemporánea: Copérnico, Galileo, Kepler. El análisis de estas observaciones resulta muy interesante, y el autor concluye que es imposible afirmar que un sistema sea superior al otro, que un tipo de conocimiento sea mejor que el otro, que es muy difícil comparar el desarrollo de uno y otro, así como los resultados de las investigaciones de cada uno. “Podemos preguntar —dice Aveni— ¿por qué los mayas no produjeron un Copérnico que se diera cuenta de que el Sol está en el centro del sistema solar? […] Pero entonces, si ellos pudieran hablar con nosotros, preguntarían, ¿por qué [los europeos] no se dieron cuenta de que Venus, tan brillante en comparación con Marte, desaparece y reaparece siempre manteniéndose cercana al Sol? ¿por qué si sus observadores del cielo a simple vista registraron los movimientos más importantes de Venus, […] Galileo y Horrocks, atentos observadores, no lo lograron?”
 
La respuesta está en la diferencia de culturas —aspecto que por lo general pasa desapercibido cuando de conocimiento objetivo se habla.
 
 
Una ciencia por encima de toda sospecha
 
La ciencia se presenta siempre desligada de la cultura, como si tuviera una lógica interna, neutra, por encima de toda intencionalidad social, política, ética e ideológica, al igual que su parte material, la tecnología, la cual es vista como La forma de resolver prácticamente cualquier problema, de proporcionar bienestar, como la fuerza motriz del llamado progreso. La introducción de una nueva tecnología es percibida, por lo general, como algo inevitable, que si tal vez no trae un bienestar inmediato, en el futuro lo hará. La aplicación de la tecnología para la solución de algún problema encubre los intereses sociales que hay detrás, es una forma de purificar las intenciones de las clases poderosas, como lo ha mostrado Jürgen Habermas.
 
Y aquí nos referirnos intencionalmente a tecnología y no a técnica ni a simples aparatos o utensilios, porque ésta, como lo señala Arnold Pacey, posee un sentido mucho más amplio, que comprende tanto la parte estrictamente material, como la investigación científica que ésta requiere y los aspectos económicos, éticos, políticos e ideológicos de la sociedad que la produce.
 
Además, es por medio de la tecnología que la mayoría de la gente se relaciona con el conocimiento científico. Si examinamos la manera en que la tecnología moderna se ha extendido a todo el planeta, encontraremos que siempre se ha adelantado al conocimiento científico. De hecho, en las mismas metrópolis, hasta principios de este siglo, la mayoría de las innovaciones tecnológicas precedían por mucho al conocimiento que las explicaba. Y si es cierto que en este siglo se ha revertido este fenómeno, ya que no hay tecnología que no haya requerido de fuertes insumos de investigación científica, aun así, sobre todo en los países del Tercer Mundo, las ciencias, “nacidas de innovaciones conceptuales”, como lo explica Charles Morazé, “son recibidas por sus manifestaciones materiales”.
 
El problema es nuevamente la no neutralidad de la tecnología, ya que, al ser introducida una nueva tecnología se está introduciendo una relación social. Este hecho se puede apreciar mirando un poco en la historia.
 
 
La tierra profanada
 
Cuando los españoles llegaron a Mesoamérica, una de las cosas que más les impresionó fue el accidentado relieve del territorio. “Es como un papel arrugado” diría Hernán Cortés. Las grandes cadenas montañosas que corren por parte de lo que hoy es territorio mexicano, sobrepasando los 4000 msnm, son parte del paisaje tan diverso que presenta esta región: selvas altas, medianas y bajas, bosques de pinos y encinos, zonas áridas, enormes valles, cuencas, etcétera. Asombraba a los conquistadores, dice Ma. de los Ángeles Romero Frizzi, que tanta gente sobreviviera en un paisaje tan sinuoso, en donde según un funcionario del siglo XVI, “[las tierras] no pueden sembrarse por su inclinación”.
 
Pero más les intrigaba, y sigue intrigando a muchos, que estos pueblos tuvieran útiles de labranza tan “rudimentarios” como la coa y las hachas de piedra. “¿Cómo hacen para alimentarse?”, parecían preguntarse los españoles. El manejo del agua y la vegetación, la rotación y asociación de cultivos, la construcción de terrazas, chinampas y camellones, entre otras cosas, son sólo algunas de las tecnologías que habían desarrollado las culturas mesoamericanas con base en un enorme cúmulo de conocimientos, y que les permitía manipular el medio en que vivían, del que se sentían parte indisociable —a diferencia de la idea europea que concebía a la naturaleza como algo distante del hombre, que tenía que ser dominada y poseída.
 
Los españoles llegaron con sus semillas y animales, sus conocimientos e instrumentos de labranza. Escogieron los lugares que más se asemejaban a sus tierras de origen —las zonas templadas—, y ahí recrearon su modo de vida. Trigo, vid, cebada, olivos, cítricos, vacas, cerdos, caballos, molinos, azadones, palas y arados, conformaron un nuevo paisaje. Por supuesto que no sólo lo recrearon para ellos, sino que impusieron a los pueblos conquistados sus cultivos e instrumentos de trabajo.
 
Cambiar hábitos milenarios no es fácil. Podían obligar a los indígenas a sembrar trigo —al fin que ellos no lo consumían—, otra cosa era forzarlos a usar el arado. Una cultura en la que antes de derribar un árbol se ofrecían disculpas a la Madre Tierra no podía aceptar un instrumento que, como decían algunos indios, “lastima la tierra”. Se sabe de ciertos caciques indígenas que, aferrados al poder, deseaban imitar a los españoles en su forma de vivir, y adoptaron su manera de vestir, andar a caballo y cultivar, introduciendo el uso del arado en las labores de sus tierras. Pero lo que realmente hizo que el empleo del arado se extendiera, como bien lo señala Romero Frizzi fue que, a pesar de disminuir el rendimiento por unidad de tierra sembrada, el rendimiento por hombre era más elevado; es decir, que la siembra de una hectárea que realizaba un hombre con la coa requería un mayor tiempo de trabajo, pero la cosecha era mayor y el suelo se preservaba, mientras que con el arado un hombre podía sembrar una hectárea en menos tiempo, pero el rendimiento y la duración de la fertilidad del suelo eran menores —lo que varios siglos después se resolvió con la introducción de fertilizantes químicos, con las funestas consecuencias que ya se conocen. Sin embargo, dada la escasez de mano de obra que ocasionaron guerras y epidemias, y sobre todo debido al desarrollo de la economía de mercado, esta tecnología se vio favorecida.
 
La introducción del arado no fue posible en aquellas regiones con exceso de laderas y montañas, por lo que la agricultura colonial se desarrolló principalmente en los valles templados. Así, a principios del siglo XIX, el uso de éste era bastante generalizado en las zonas con estas características. Las consecuencias no se pueden establecer con toda fidelidad, pero, para ese entonces, las tierras del valle de México, que siglos antes albergaran varios miles de habitantes, con dificultad mantenían la tercera parte: los suelos se habían erosionado y deteriorado.
 
Las semillas sustraídas
 
¡Se acabará el hambre en el mundo! rezaba la propaganda para promover el uso de las variedades de semilla de alto rendimiento, orgullo de la Fundación Rockefeller, patrocinadora de la llamada Revolución Verde. Iniciada en México en la década de los cuarenta, esta revolución se basó en el uso de variedades de trigo, maíz y arroz seleccionadas para aumentar al máximo su rendimiento, y con atributos que se antojaban de ensueño: mejor asimilación de nutrientes, mayor número de granos por espiga, un tallo más pequeño y corto, y un ciclo de maduración más corto —lo cual permite obtener hasta tres cosechas por año en el mismo suelo.
 
El pequeño inconveniente de estas semillas es que requieren una mayor cantidad de fertilizantes, herbicidas y agua que las normales, su cultivo necesita maquinaria, a cada cosecha hay que comprar nuevas semillas, y éstas son muy susceptibles a las plagas, sin olvidar que todo ello resulta muy costoso, por lo que sin un crédito bancario era imposible tener acceso a los beneficios de la Revolución Verde.
 
Los resultados de su aplicación en México fueron la anulación casi total del reparto agrario realizado por el presidente Lázaro Cárdenas en la década de los treinta, al concentrarse las tierras nuevamente en unas cuantas manos, lo cual produjo, por un lado, la migración de los campesinos desposeídos a las ciudades, y por el otro, su transformación en jornaleros itinerantes o braceros. Los daños ambientales son bastante conocidos: aumento constante en el uso de pesticidas, empobrecimiento de los suelos, empobrecimiento genético de las especies, etcétera, etcétera. Preguntarnos si resolvió el problema del hambre ni siquiera vale la pena. Lo que sí se puede afirmar es que las exportaciones de trigo aumentaron, al igual que la producción y el Producto Interno Bruto (PIB), mas esto no quiere decir que la gente pudo comer mejor. Los únicos ganadores fueron los terratenientes y las compañías multinacionales.
 
Lo curioso de todo esto es que, a diferencia de la introducción del arado, las semillas mejoradas no fueron impuestas por ningún invasor extranjero, sino que fueron los dirigentes gubernamentales y sus expertos o tecnócratas quienes impulsaron la Revolución Verde. ¿Alguien pensó en las consecuencias ecológicas y sociales de esta mal llamada revolución? ¿Por qué nunca se tomó en consideración el contexto nacional, cultural y social?
 
La mente fragmentada
 
La respuesta a estas interrogantes se puede dar desde cuatro ángulos distintos. Primero, porque la ciencia y la tecnología, como ya lo vimos, se consideran neutras y positivas por sí mismas. Segundo, porque se piensa que nada tienen que ver la ética, la política, la filosofía, la historia o la sociología con la ciencia y la tecnología. Tercero, porque los científicos y tecnócratas tienen una percepción excesivamente fragmentada de sus disciplinas, por lo que les resulta más que imposible establecer algún tipo de vaso comunicante con cualquier otra área cercana, ya no se diga distante, para la resolución de un problema. Y cuarto, porque un experto es por definición alguien que sabe todo sobre su área y no tiene por qué consultar a otra persona, y menos si se trata de un simple ciudadano que vive junto al sitio en que los expertos decidieron construir una planta nuclear o un basurero de desechos tóxicos, por mencionar tan solo un par de ejemplos.
 
Arnold Pacey plantea que una innovación tecnológica no puede ser exitosa si al concebirla y diseñarla no se toma en cuenta una serie de factores como “el mantenimiento y uso del equipo, el conocimiento y la experiencia de los usuarios, trabajadores o pacientes, los valores sociales y personales…”, esto es lo que constituye, a decir de este autor, la esfera del usuario. Arnold Pacey muestra que lo normal es diseñar tecnologías sin considerar al usuario, lo que da tecnologías económicamente exitosas, pero desastrosas en cuanto a sus consecuencias sociales y ambientales. Éste es el caso de la llamada Revolución Verde y parece ser el de las biotecnologías, que ya se anuncian como la panacea para todos los problemas que aquejan al planeta, entre los que figura una vez más el del hambre. Nuevamente los tecnócratas y expertos del Tercer Mundo se llenan la boca con grandes promesas y nuevamente están ausentes las reflexiones sobre las implicaciones sociales de estas tecnologías (a diferencia de los países del Primer Mundo en donde sí existe un cierto debate en torno a ellas, basta con ver la acalorada discusión que mundialmente ha suscitado la clonación de Dolly, y la cantidad de tinta que ha hecho correr el debate acerca de las manipulaciones genéticas).
 
La pregunta es: ¿de dónde proviene esta fragmentación tan profunda en la percepción de los mismos fenómenos?
 
Un mundo fragmentado  
 
“El proyecto de modernidad formulado en el siglo XVIII por los filósofos de la Ilustración consistió en sus esfuerzos para desarrollar una ciencia objetiva, una moralidad y leyes universales y un arte autónomo acorde con su lógica interna”, dice Jürgen Habermas. “Al mismo tiempo, este proyecto pretendía liberar los potenciales cognoscitivos de cada uno de estos dominios de sus formas esotéricas. Los filósofos de la Ilustración querían utilizar esta acumulación de cultura especializada para el enriquecimiento de la vida cotidiana, es decir, para la organización de la vida social cotidiana”. En otras palabras, para el progreso.
 
Al institucionalizarse estas áreas se fueron formando especialistas en cada una de ellas. Posteriormente, serán ellos quienes tomen en sus manos las riendas de la sociedad. Durante este proceso las artes siguen un camino, la moral y las leyes otro, y ciencia y tecnología el suyo. Los especialistas proliferarán creando fosos cada vez mayores entre estas áreas así como al interior de las mismas y, principalmente, entre ellos y el resto de la población.
 
La centralización del saber y del poder en las ciudades va a generar una aguda devaluación del conocimiento tradicional de los habitantes del mundo rural, que los dejará al margen de las luces, sumidos en una oscura dependencia de las ciudades. Los pueblos del resto del mundo correrán la misma suerte al ser sometidos por la expansión europea y sufrir la imposición de una nueva racionalidad, como ya lo vimos antes, lo que va a provocar que la constelación de conocimientos locales que brillaban entonces en un proceso de opacamiento todavía no concluido, aunque hoy día sean las élites locales rebosantes de modernidad las causantes de esta desaparición. El foso creado entre campo y ciudad se ampliará a lo que después se denominará Tercer Mundo, convirtiéndose en un verdadero abismo.
 
Como resultado de los procesos anteriores —y otros muchos más, por supuesto—, vivimos en un mundo fragmentado: naciones fragmentadas, pueblos fragmentados, sociedades fragmentadas, producción fragmentada, familias fragmentadas, seres fragmentados y… un conocimiento fragmentado.
 
En lo que aquí nos interesa, a saber, la divulgación de la ciencia, esta fragmentación nos enfrenta a cuatro abismos fundamentales:
 
1) La separación existente entre los expertos o especialistas y el resto de la sociedad, que se manifiesta en la manera en que se decide, por ejemplo, el desarrollo de innovaciones tecnológicas. Cuando se introduce una nueva tecnología jamás se toma en cuenta la opinión de los posibles usuarios o los indirectamente afectados, ni el impacto social que puede tener, los efectos secundarios, como ya lo vimos en los dos ejemplos expuestos.         
 
2) La excesiva especialización de los científicos o la hiperespecialización que existe en la generación del saber, que produce un conocimiento igual de fragmentado, al punto que los científicos de una misma área o de áreas cercanas son incapaces de entenderse entre ellos. Este problema se ha tratado de resolver creando grupos interdisciplinarios en los que, por lo general, no existe una verdadera integración conceptual sino sólo formal. Además, todavía hay quienes, basándose sobre todo en la idea de la exactitud y la cuantificación, piensan que hay disciplinas superiores, lo cual hace muy difícil la interacción de científicos de disciplinas distintas (entre ciencias exactas y ciencias sociales, por ejemplo) y que rayan en un culto casi religioso a las ciencias “duras”. En cuestiones prácticas la interdisciplinariedad es indispensable para enfrentar la complejidad de los problemas que actualmente nos aquejan (como el calentamiento global).
 
3) La disociación de la actividad científica de la influencia que ejerce sobre ella la ética, la filosofía, la ideología y demás aspectos que conforman la esfera social, lo cual se manifiesta en la idea tan difundida de que el desarrollo de la ciencia y la tecnología son neutros y que se encuentran aislados de las ideas, los valores, los conceptos y el imaginario social. En pocas palabras, que el científico es un ser no social, capaz de entrar a su laboratorio y hacer a un lado todas sus pasiones, ideas y creencias, para así crear un conocimiento puro y objetivo, lo cual dista mucho de la realidad, como lo han mostrado la sociología, la historia y la psicología de la ciencia. Además, esta neutralidad y objetividad proporciona, para muchos científicos todavía, una supremacía a la ciencia que le confiere el derecho de opinar acerca de cuestiones de orden ético o político y erigirse sobre estas esferas de la vida social con pretensiones cientificistas.
 
4) La oposición que se ha creado entre el conocimiento científico y el conocimiento tradicional que todavía se mantiene vivo entre muchos pueblos del planeta, y que aun hoy día en que se conoce bien la relatividad del primero, el segundo no termina de ser aceptado por los científicos como tal, a pesar de lo acertado y útil que ha mostrado ser en áreas como la medicina (la acupuntura y la herbolaria, por ejemplo) o la ecología (el manejo adecuado de ecosistemas y la conservación de la biodiversidad, entre otras áreas).
 
La reconstrucción de la imagen del mundo
 
El reflejo de estas cuatro fracturas se puede observar fácilmente en la manera en que se lleva a cabo la divulgación de la ciencia, principalmente en la que se hace de manera escrita. Las famosas notas de ciencia de frontera que invaden el escaso espacio que periódicos y revistas dedican a la ciencia, en las que se habla de los grandes adelantos del quehacer científico y tecnológico sin mencionar, generalmente, sus implicaciones en la comprensión del mundo, en la sociedad, o el proceso que llevó a ese conocimiento, por tocar sólo algunos aspectos. La excepción es el texto o el conjunto de textos que proporcionan una idea más completa.
 
Pero, más que un análisis de lo que se hace, lo que aquí nos interesa es interrogarnos, ante este panorama, ¿cuál es la tarea de la divulgación de la ciencia? Mi opinión es que ésta puede servir como un medio para integrar, para reparar estas fracturas, para acercar disciplinas, unir la ética al quehacer científico, el conocimiento de los pueblos indígenas al conocimiento científico, y sobre todo, para zanjar la distancia cada vez mayor entre el público y la ciencia y el desarrollo de la tecnología. Tal vez así sería posible hacer llegar a un público amplio una serie de conocimientos que le permita entender el mundo, la relación que el ser humano ha establecido con éste, las inmensas posibilidades de las nuevas herramientas conceptuales que ha generado la actividad científica, etcétera, y que la adquisición de este saber lo lleve a tomar parte activa en los múltiples asuntos sociales que conciernen o deben concernir a toda la sociedad.
 
Para lograr esto, es necesario aceptar que la ciencia no es perfecta, ni completa, y menos aun la única manera de entender el mundo; que las teorías no son eternamente verdaderas, que los científicos no trabajan por el bien de la humanidad, sino que realizan una actividad social como muchas otras; que las nuevas tecnologías pueden tener efectos perniciosos y que no existe un progreso lineal en el desarrollo científico y tecnológico; que vivimos en un mundo multicultural, que cada pueblo o grupo social posee conocimientos, valores y creencias distintas que deben ser respetados.
 
No podemos hacer divulgación de la ciencia como si vendiéramos un producto. No somos agentes de publicidad de la ciencia y la tecnología. De hecho, mientras más claramente aparezcan ante la sociedad los límites y los factores que determinan el desarrollo científico y tecnológico, sus deficiencias y sus lados oscuros, más claramente emergerá el papel que pueden y deben desempeñar estas actividades en la sociedad así como la participación que debe tener la sociedad en su desarrollo. Lejos de depreciarlas, me parece que esto puede contribuir a mostrar la aportación real de la ciencia y la tecnología a la construcción de una sociedad justa y democrática, de un mundo no fragmentado en el que todos los individuos y las culturas tengan un lugar. En esta tarea, la divulgación puede desempeñar un papel fundamental. La reconstrucción de esta imagen del mundo que los seres humanos han creado, esto es, el conocimiento en sentido amplio y la ciencia en un sentido más estrecho, y su reintegración con el resto de las esferas que constituyen la vida social, podría ser un buen principio.
 
 

Vivimos en un mundo multicultural, en el que cada pueblo o grupo social pasee conocimientos, valores y creencias distintas que deben ser respetados.

  
 
 
     
Referencias Bibliográficas
 
Aveni, Anthony, 1992, Conversing with the Planets, Times Books, Nueva York.
De Landa, fray Diego, ca., 1560, Relación de las cosas de Yucatán, Porrúa, México, 1982.
Goldstein, Daniel J., 1989, Biotecnología, universidad y política, Siglo XXI, México.
Habermas, Jürgen, 1973, La technique et la science comme “idéologie”, Gallimard, París.
Habermas, Jürgen, 1990, Pensamiento postmetafísico, Taurus Humanidades, México.
Monterroso, Augusto, 1971, Obras completas (y otros cuentos), Joaquín Mortiz, México.
Moore Lappé, Frances y Joseph Collins, 1977, Food First, Houghton Mifflin Co.
Morazé, Charles, 1979, La science et les facteurs de l’inégalité, UNESCO, París.
Pacey, A., 1991, La cultura de la tecnología, FCE, México.
Romero Frizzi, M., 1991, “La agricultura en la época colonial”, en T. Rojas (ed.), La agricultura en tierras mexicanas desde sus orígenes hasta nuestros días, CNCA/Grijalbo.
Thompson, Eric, 1984, Historia y religión de los mayas, Siglo XXI, México.
     
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César Carrillo Trueba
Biólogo, Editor de la revista Ciencias,
autor del libro El Pedregal de San Ángel, UNAM, 1995.
     
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cómo citar este artículo
 
Carrillo Trueba, César. 1997. La divulgación de la ciencia... en un mundo fragmentado. Ciencias, núm. 46, abril-junio, pp. 60-65. [En línea].
     

 

 

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León Olivé
     
               
               

En el medio académico de los países anglosajones
recientemente causó revuelo lo que se ha llamado la broma de Sokal (“Sokal’s hoax”). Se trata de un episodio que comenzó cuando la revista Social Text —auspiciada por una universidad de Estados Unidos— publicó un artículo escrito por el profesor de física de la Universidad de Nueva York (NYU), Alan D. Sokal, en su número de primavera-verano de 1996. Dicha revista se dedica a temas de “crítica cultural”, por lo cual llamaba la atención que publicara un artículo que versaba sobre física, pero más raro resultaba el hecho de que el artículo llevara el sospechoso título de “Transgressing the Boundaries: Toward a Transformative Hermeneutics of Quantum Gravity.”1     
 
El título es sospechoso desde un punto de vista filosófico, lo cual será evidente para muchos, pero ciertamente no para quienes tengan alguna familiaridad con el pensamiento filosófico contemporáneo.
 
Pero cualquier científico versado en física contemporánea también dirá que ese título es sospechoso, si no es que ridículo, aunque quizá por razones diferentes a las filosóficas (el lector, quien probablemente pertenece a uno u otro grupo de los antes mencionados, o a la pequeña pero lúcida intersección de ambos, decidirá por su cuenta si el mero título le parece digno de sospecha).
 
Sin embargo, la revista Social Text publicó el artículo porque el autor obtenía conclusiones que pretendían tener cierta importancia en términos culturales, filosóficos, políticos y morales, sobre la base de aparentemente serias reflexiones acerca de algunas cuestiones especializadas de física y matemáticas. Y de esto último el autor debería saber, tratándose de un profesor de física de una prestigiada universidad.
 
Pero… todo se trataba de una tomadura de pelo. El autor deliberadamente había incluido en el artículo una serie de afirmaciones erróneas, y otras carentes de sentido, desde el punto de vista matemático, lo cual podía ser detectado por cualquiera con un conocimiento de matemáticas a nivel universitario.
 
Esto fue revelado por el propio profesor Sokal. Al mismo tiempo que su artículo aparecía en Social Text, él publicó otro en una revista diferente, explicando la broma.2
 
Sin duda este episodio da para cortar mucha tela en charlas de café, en comentarios periodísticos y en reflexiones más serias acerca del significado de las publicaciones académicas, los estándares de evaluación en las revistas académicas, el valor de las publicaciones, etcétera, etcétera. Todos temas de la mayor vigencia hoy día en los medios científicos y académicos —como lo sabe cualquier miembro del Sistema Nacional de Investigadores (o aspirante al mismo), o de los programas de estímulos académicos de nuestras instituciones de enseñanza superior y de investigación.
 
Sin embargo, no es este tipo de problemas lo que quiero comentar en este artículo. Me quiero referir más bien a ciertas cuestiones sobre la divulgación de la ciencia y de la filosofía, así como a la relación entre ciencia y filosofía, y su importancia en la comunicación pública de la ciencia, cuestiones que también salieron a flote en el debate que suscitó “la broma de Sokal”.
 
En efecto, “la broma” desató un interesante debate, no sólo en las publicaciones involucradas originalmente, sino en otras de amplia circulación en el mundo de habla inglesa, entre ellas The New York Times y el New York Review of Books, en donde intervinieron diversos especialistas de las ciencias naturales, de las ciencias sociales y de las humanidades. Precisamente por el hecho de haber alcanzado medios de muy amplia circulación, y porque participaron muy diversos especialistas, el debate invita a la reflexión acerca de interesantes cuestiones relativas a la difusión y a la comunicación pública de la ciencia y de la filosofía, y de la relación entre ellas.
 
La imagen científica
 
La comunicación científica desempeña un papel fundamental en la cultura actual. Primero porque es la principal fuente de donde se nutre la gente culta (no especializada en las ciencias), para obtener conocimientos científicos. Segundo, porque es una de las principales responsables de la formación de la imagen científica —tanto dentro de las propias comunidades científicas (lo que puede denominarse la autoimagen científica), como hacia afuera de ellas, con el público amplio no especializado. Esa imagen es importante. Se trata de la idea misma que la gente tiene acerca de lo que es la ciencia y por qué la ciencia importa y puede confiarse en ella. Sin duda, actualmente la idea de lo que es la ciencia, así como el acceso al contenido de las ideas científicas y de lo que puede hacerse aplicando el conocimiento científico, para la mayoría de la gente proviene de las instancias encargadas de la difusión de la ciencia.
 
Para que la imagen que se comunica al público no especializado sea más acorde a lo que realmente es la ciencia, la difusión debe incluir no sólo los conocimientos científicos, los logros y las aplicaciones de la ciencia, sino que de una manera igualmente importante deberían difundirse ideas adecuadas sobre los procedimientos científicos para tomar decisiones, es decir, de lo que es la racionalidad científica. Esto último es lo que en ocasiones se ha descuidado en la comunicación pública de la ciencia —como me parece que queda ilustrado en algunos aspectos del debate subsiguiente a la “broma de Sokal”—, y es sobre lo que principalmente deseo llamar la atención aquí, subrayando la importancia de la filosofía en el análisis y comunicación de la racionalidad científica.
 
La importancia de que se conozca mejor la racionalidad científica puede respaldarse en la idea de que una persona culta a finales del siglo XX debería tener no sólo una cultura científica, basada en una comprensión de las grandes teorías científicas, sino una idea razonablemente clara también acerca de por qué el conocimiento científico es confiable. Pero la confianza de una persona culta en los resultados científicos no debería estar basada en argumentos de autoridad, sino que debería ser una confianza racionalmente fundada. Esto es lo que puede obtenerse mediante un adecuado conocimiento de los procedimientos científicos, o sea en un conocimiento genuino de la racionalidad científica, y no en cuentos fantásticos acerca de ella.
 
Pero muchas veces la racionalidad científica no se comunica de manera correcta, y esto se debe a una imagen distorsionada que de ella tienen los propios científicos, así como muchos comunicadores profesionales de la ciencia. Esa imagen distorsionada a la vez proviene de una mala comprensión, cuando no de plano de la ignorancia del trabajo realizado en las últimas cuatro décadas en los estudios filosóficos, históricos y sociales acerca de la ciencia, los cuales han obtenido resultados importantes para un mejor conocimiento de la racionalidad y en particular de la racionalidad científica, apoyando y desarrollando una de las ideas más sobresalientes de la imagen científica que ha prevalecido en el pensamiento moderno: la idea de que la ciencia es la actividad racional por excelencia, de que la ciencia no es sólo valiosa por sus logros y resultados, sino también por sus procedimientos.
 
Pero el desconocimiento en el medio científico del trabajo filosófico sobre la racionalidad científica es sólo un aspecto de un problema más amplio: la distorsionada idea sobre el trabajo filosófico que prevalece hoy día entre los científicos y el público culto no especializado.
 
En mi opinión, hace tanta falta redoblar los esfuerzos para comunicar una imagen más fidedigna de la ciencia respecto a sus procedimientos racionales, como para dar a conocer al público no especializado en filosofía (incluyendo a la comunidad científica) los logros del pensamiento filosófico contemporáneo, y no sólo respecto a los estudios sobre la ciencia.
 
La racionalidad científica
 
El problema de la racionalidad es tan viejo como la filosofía, y una de las tareas más importantes de la reflexión filosófica sobre la ciencia en el pensamiento contemporáneo —reflexión que por igual han realizado de manera brillante muchos científicos y filósofos— ha sido la de dar cuenta de la racionalidad científica. En nuestro siglo, durante mucho tiempo las mentes más brillantes en el campo científico y filosófico dieron por supuesta una idea de racionalidad que la concebía como única. La concepción más elaborada y probablemente la más persuasiva e influyente sobre la racionalidad científica, concebida como una única racionalidad universal, es la que se desprende de la obra del positivismo y del empirismo lógico, quizá la más seria e influyente concepción filosófica acerca de la ciencia durante las primeras dos terceras partes del siglo. Pero esa concepción fue sometida a una intensa y constructiva crítica desde los años 50’s y 60’s, como una concepción que no se ajustaba a las formas de procedimiento que realmente utilizan los científicos al tomar decisiones epistémicas (sobre la aceptación y rechazo de pretensiones de conocimiento), y que tampoco era útil para explicar el desarrollo científico tal y como éste se ha dado. Conforme se avanzaba en la crítica del antiguo modelo, se desarrollaron concepciones más sofisticadas y apegadas a la realidad, que reconstruyen de una manera más adecuada la racionalidad científica.
 
La obra más influyente en el giro sobre las ideas acerca de la racionalidad científica, sin duda, fue la de Thomas Kuhn, recientemente fallecido. Pero puede señalarse una larga lista en la que están los más notables filósofos de la ciencia de las últimas cuatro décadas, comprometidos con el proyecto de comprender los complejos procesos que conforman la racionalidad en la ciencia. Hoy día, las concepciones acerca de la racionalidad científica son muy ricas, y reconocen un panorama más complejo que el contemplado por la concepción empirista de la ciencia.
 
Desafortunadamente, este tipo de esfuerzos han sido malinterpretados en muchas ocasiones, y el rechazo de la concepción positivista de la racionalidad a veces se ha confundido con el rechazo de la idea de la racionalidad científica, a secas.
 
En buena medida esta interpretación ha sido impulsada por una tendencia que pretende haber realizado una revolución copernicana respecto a la reflexión sobre el conocimiento, invirtiendo la creencia común (que de acuerdo con ellos no es más que una ilusión), de que el conocimiento científico se obtiene de forma racional, y sus resultados de algún modo se ajustan al mundo. Por el contrario, dice esta tendencia, lo que se considera como racional y los que se consideran como hechos en el mundo, son resultados de procesos de construcción que ocurren en el seno de las comunidades científicas, pero los hechos científicos no están dados de antemano. Para su existencia no hay ninguna contribución de estructuras causales del mundo que puedan concebirse como independientes de los procesos de generación de conocimiento y de los procesos de prueba experimental y observacional en las ciencias. De acuerdo con esta concepción, los hechos científicos no se descubren, sino que se inventan en complejos procesos que tienen lugar en el seno de las comunidades científicas. Véase por ejemplo lo que afirmaba Steven Woolgar en 1988: “Por red social nos referirnos a las creencias, las expectativas de conocimiento, el arreglo de recursos y argumentos, el equipo, los aliados y los que apoyan, en suma, a toda la cultura local, así como a las identidades de los participantes individuales. De manera crucial, la variación socava el supuesto estándar acerca de la existencia de los objetos, anterior a su descubrimiento. El argumento no es tanto que las redes sociales son mediadoras entre el objeto y el trabajo observacional hecho por los participantes, sino más bien que la red social constituye al objeto (o la falta de objeto)”.3 
 
Ésta es la posición que en ocasiones se ha interpretado como la que sostiene que el conocimiento es una libre creación de los seres humanos, y que no hay ninguna restricción proveniente de la realidad acerca de lo que puede considerarse como conocimiento, entre otras razones, porque no puede dársele ningún sentido coherente a la idea de realidad separada de los recursos conceptuales que los seres humanos tienen para conocer el mundo. En ocasiones se extrae de esto la conclusión de que entonces ni las entidades de las que hablan las teorías científicas, ni las leyes científicas existen realmente, sino que son meros artificios inventados por los seres humanos. Interpretada así, esta posición ha provocado airadas respuestas de muchos científicos y filósofos, y es la que constituía el blanco de la broma de Sokal.
 
Lo que es importante apreciar sobre estas diferentes concepciones del conocimiento y de la ciencia es que no es correcto plantear sólo dos opciones: o se acepta que los hechos científicos están dados previamente a la aplicación de los recursos conceptuales y de los dispositivos observacionales y experimentales; o se considera que estos hechos son construcciones para cuya existencia no hay ninguna contribución ni constreñimiento del mundo, sino que sólo hay una contribución de los propios sistemas de conceptos, de los diseños experimentales y de las prácticas que las comunidades científicas ponen en juego.
 
Por lo menos hay otra opción: entender que los hechos científicos sí están “contaminados” por las teorías y en general por los esquemas conceptuales que utilizan los seres humanos, y por consiguiente la idea de lo que es un hecho científico en efecto es algo más complejo que la idea de que se trata de pedazos de realidad cuya existencia es completamente independiente de los recursos conceptuales y de los procedimientos y prácticas que los seres humanos ponen en juego al investigar sobre el mundo. Pero de ahí no se sigue que entonces no hay ninguna contribución de las estructuras causales del mundo a la constitución de los hechos científicos. Mucho menos se sigue de lo anterior la idea de que entonces los hechos científicos son meras invenciones de la mente humana, y por consiguiente que las entidades y los procesos de los que hablan las teorías científicas no son reales, y que la idea de racionalidad científica es una mera ilusión, o un mero artificio ideológico. Conclusiones estas últimas que sí han extraído e intentado defender algunos pensadores contra quienes Sokal dirigió sus baterías.
 
Así pues, el problema de la relación entre los conceptos que son indispensables para que haya conocimiento acerca del mundo, y el mundo que se conoce, no es una relación simple, y más bien hay una delicada y compleja imbricación entre los conceptos y las teorías, la experiencia y los procesos experimentales de prueba en la ciencia, así como con los procesos de decisión para aceptar o rechazar creencias científicas. Entender todo esto implica comprender la capacidad de obtener conocimiento, la razón, y el ejercicio de esa capacidad, la racionalidad. Éste ha sido uno de los grandes desafíos para la filosofía a lo largo de toda su historia, acerca de lo cual ha logrado notables progresos en este siglo.4
 
 
Problemas en la comunicación pública
 
De la misma manera en que la tarea de la comunicación pública de la ciencia es la de hacer accesible al público amplio temas e ideas complejos, pues los logros científicos no suelen ser simples, ni las teorías científicas contemporáneas son sencillas, igualmente es importante que se hagan accesibles a dicho público las ideas centrales de las concepciones contemporáneas acerca de la racionalidad, aunque las teorías correspondientes no sean simples. Pero una cosa es explicar ideas complejas de manera accesible y otra muy diferente explicar simplista (o, peor aún, erróneamente) lo que es complejo.
 
El problema es que por lo general la forma en que la ciencia es una actividad racional no se comunica adecuadamente en la imagen pública de la ciencia, y en ocasiones, cuando se hace hincapié en ello, es con base en ideas anticuadas acerca de la racionalidad científica. Otras veces, la perspectiva de quienes comunican los resultados científicos deja de lado importantes aspectos que se deberían tomar en cuenta, o por lo menos omite hacer aclaraciones pertinentes, y esas omisiones pueden conducir a interpretaciones equivocadas acerca de la imagen científica y de la racionalidad.
 
Esto es algo que también se evidenció en el debate sobre la broma de Sokal. El profesor de física de la Universidad de Nueva York recibió apoyo por parte de importantes figuras, entre otras del premio nobel de física, Steven Weinberg, quien intervino en el debate con el propósito de criticar y ridiculizar puntos de vista de algunos sociólogos y filósofos ultra posmodernos en la línea de la última posición arriba comentada (el filósofo francés Jacques Derrida estuvo en el centro de su mira). En virtud de que un artículo suyo sobre el tema5 dio lugar a varios malos entendidos, él aclaró posteriormente6 que su intención no había sido la de disminuir la importancia de la obra de muchos historiadores, sociólogos y filósofos de la ciencia, a quienes más bien ha expresado su admiración, a pesar de estar a veces en desacuerdo con sus ideas (notoriamente con Thomas Kuhn), sino dejar en claro su insatisfacción con la escuela de pensamiento que rechaza la idea de que exista una racionalidad en la ciencia, y que la ciencia obtenga conocimiento genuino de la realidad.
 
Es posible compartir dicha irritación frente a quienes creen haber demostrado que la ciencia no tiene nada de racional, y que todos sus resultados son obra de una propaganda muy bien orquestada. Pero la discusión sólo se empantanará si no se aclara en qué consiste la racionalidad científica; la imagen de la ciencia que se transmita al público amplio también estará falseada si no se toman en serio, y se discuten también con responsabilidad las ideas de quienes han ofrecido modelos más complejos acerca de lo que es la ciencia y de sus procedimientos racionales, los cuales explican cómo es posible que mediante los procedimientos tan diversos que se siguen en las diferentes ciencias, se obtenga conocimiento genuino acerca del mundo.
 
Cuando no se explica claramente la posición que se está criticando, ni se establecen los marcos de referencia respecto a los cuales se habla de aspectos específicos de la ciencia, por ejemplo, cuando se habla de descubrimientos, y si no se aclara bien cuál es el problema en debate, entonces se da lugar a confusiones serias que a final de cuentas contribuyen a una inadecuada imagen de la ciencia. Veamos algunos de estos riesgos, al incurrir en sobre simplificaciones, que se hicieron evidentes en algunas intervenciones en el debate en torno a la broma de Sokal.
 
Por ejemplo, los profesores de física de la Universidad de California en Los Ángeles, Nina Byers y Claudio Pellegrini, escribieron: “La broma de Sokal y el artículo de Weinberg explicando y amplificando su mensaje remueven de manera efectiva el humo y los espejos de aquellos críticos sociales, filósofos e historiadores de la ciencia que quieren ver las circunstancias humanas de un descubrimiento como más importantes que el descubrimiento mismo”.7
 
De acuerdo con esta cita, la imagen de la ciencia debería estar basada en los descubrimientos, que es lo que importa, y no en las “circunstancias humanas del descubrimiento”. En principio esto parece ser justo, tanto para los científicos como para el público amplio. Lo que interesa en la ciencia, y lo que importa dar a conocer al público, son los descubrimientos, su importancia y sus implicaciones qua descubrimientos científicos, no sus presupuestos ni sus implicaciones culturales.
 
En una lectura simpatizante, o caritativa, de lo que estos dos físicos quisieron decir, supondría uno que lo importante al evaluar los resultados de la ciencia, y su impacto, y lo que por consiguiente es importante comunicar, son los descubrimientos y los logros de la ciencia: predicciones exitosas y aplicaciones (manipulación de fenómenos —por ejemplo tratamientos exitosos de enfermedades, aplicaciones tecnológicas), pero no las influencias culturales que hayan tenido que ver con el descubrimiento.
 
Weinberg fue enfático en esto: “…cualesquiera que hayan sido las influencias culturales que hayan estado presentes en el descubrimiento de las ecuaciones de Maxwell se han eliminado, como la escoria del metal. Las ecuaciones de Maxwell las entiende ahora del mismo modo cualquiera que tenga una comprensión válida de la electricidad y del magnetismo. Así, los trasfondos culturales de los científicos que descubrieron las teorías han pasado a ser irrelevantes para las lecciones que podemos extraer de tales teorías”.8
 
Insisto en que ésta me parece una posición muy justa, y tomada al pie de la letra compartiría con Weinberg la preocupación de que lo que se debe enseñar —al formar nuevos científicos—, y lo que se debe comunicar a un público amplio, son los descubrimientos o los logros científicos, una vez que se han estabilizado y han sido reconocidos como tales dentro de la comunidad pertinente.
 
Pero esto no debería impedir que nos percatemos de que la posibilidad de los descubrimientos y de los logros científicos está dada, entre otras cosas, por una compleja estructura de las comunidades científicas y de sus recursos teóricos y materiales, así como por los procedimientos para proponer y, en su caso, aceptar lo que son los descubrimientos y los logros científicos. Esto es sobre lo que han insistido historiadores, filósofos y sociólogos de la ciencia. Reconocer, por ejemplo, el importante papel de las tradiciones científicas, o de los presupuestos o las prácticas científicas, y dar cuenta de la racionalidad científica utilizando los conceptos que se refieren a esos aspectos de la ciencia, o bien otros conceptos desarrollados en la filosofía de la ciencia de las últimas cuatro décadas, como los de “paradigma” o “matriz disciplinaria”, o “esquema conceptual”, permite tener una más cabal comprensión de lo que es la investigación científica, y cómo se desarrolla. Nada de eso tiene que conducir a la posición “posmoderna” de quienes Sokal quiso burlarse y de quienes Weinberg con razón se queja.
 
Otro aspecto que llama la atención en la cita de los profesores de física de la Universidad de Los Ángeles, es que se habla de la importancia de los descubrimientos como si sólo hubiera un único punto de vista, o un único marco de referencia, con respecto al cual analizar la ciencia, y sólo en referencia a ese marco los descubrimientos son importantes.
 
Pero, ¿por qué razón se debería tomar eso como válido en términos absolutos?, es decir, como si no hubiera ningún otro punto de vista valioso. Desde otro punto de vista, por ejemplo, ¿por qué no puede ser importante preguntarse por las circunstancias humanas de los descubrimientos de Türing en torno a la teoría de la computación, cuando trabajaba para el servicio de inteligencia británico durante la Segunda Guerra Mundial? Circunstancias que, junto con otros episodios de su vida, podrían explicar las condiciones de su muerte en la década de los cincuenta. Insisto en que se trata de otro punto de vista, uno al que especialmente le importan las circunstancias humanas de los descubrimientos, tal vez porque le importen los seres humanos que después de todo son los que hacen los descubrimientos. Pero es cierto que —adelantándome a una obvia objeción— esas circunstancias no dan cuenta de, ni tienen nada que ver con la validez de los descubrimientos. Adelante regresaré sobre el problema de la validez, pero lo importante es señalar aquí que no es obvio que lo único que importa respecto a los logros y descubrimientos científicos es su validez.
 
Ciencia y cultura
 
En los artículos mencionados, Weinberg manifiesta una exagerada actitud a propósito de las “implicaciones culturales” de los descubrimientos científicos, de las cuales parece que no quiere saber nada. En mi opinión esa actitud está basada en una equivocada idea acerca de las relaciones entre la ciencia y la cultura, que es del mismo tipo que la idea errónea que acabamos de comentar. En efecto, Weinberg dice: “quienes buscan mensajes extra científicos en lo que creen entender acerca de la física moderna están arando en el desierto”.9
 
Posteriormente, Weinberg aclaró su posición al respecto, insistiendo en una distinción entre “implicaciones culturales” e “inspiraciones”: “Estaría de acuerdo —dice Weinberg — en que todo el mundo tiene derecho a extraer cualquier inspiración de la mecánica cuántica o de lo que quiera. Eso es lo que quise decir cuando escribí que no tenía nada que decir en contra del uso de la ciencia como metáfora. Pero hay una diferencia entre implicación e inspiración…”10   
 
Sin duda, una “implicación” no es lo mismo que una “inspiración”. Pero el caso es que las teorías científicas, si bien no implican cambios en la manera en la que los miembros de una sociedad ven el mundo, ciertamente éstas han tenido muy importantes consecuencias acerca de la forma en que la gente ve al mundo. Esto es verdad aunque reservemos el término de “implicación” en su sentido estrictamente lógico, como lo sugiere Weinberg, y aceptemos que las consecuencias culturales de la ciencia operan sólo por medio de “inspiraciones”. El caso es que esas inspiraciones tienen profundas consecuencias en otras esferas y, ciertamente, en la forma en la que la gente de la calle “ve el mundo”.
 
Ésta es la razón por la que la comunicación de la ciencia no es importante sólo en lo que se refiere a los descubrimientos científicos, o en todo caso es una pobre y limitada concepción de la ciencia la que considera que ésta es importante sólo por eso. La ciencia es importante porque, entre otras cosas, al cambiar (aunque sea mediante inspiraciones) la forma en que la gente ve el mundo, cambia también la manera en que la gente interactúa con éste. La mayoría de la gente con una educación mediana hoy día ve el mundo físico como compuesto por átomos, y la realidad biológica —incluyendo a la especie humana— como sujeta a evolución, y a muchas enfermedades infecciosas como provocadas por bacterias, y por consiguiente como curables por medio de antibióticos. Esta manera de ver el mundo no es la misma que tenía la gente culta de hace cien años, y es una profunda consecuencia cultural de la ciencia, aunque no sea una implicación del contenido de las teorías científicas, pero ciertamente no se trata tampoco sólo de una inspiración.
 
Una posición como la de Weinberg sobre este asunto impide una apreciación más justa de las efectivas “implicaciones culturales” de la ciencia. Pero no sólo en el sentido que acabamos de mencionar. También hay otro tipo de consecuencias profundas que, aunque producidas por “inspiraciones”, no por ello son menos importantes. Ciertamente no fue por una implicación estricta y quizá sí por una inspiración genial, que Lawrence Durrell asumió el punto de vista bajo el cual escribió El Cuarteto de Alejandría. Durrell escribió ese conjunto de cuatro novelas —según su propia explicación— “basado en” la concepción relativista del espacio-tiempo, de modo que a diferencia de los maestros de la narrativa del siglo XX, Proust y Joyce, quienes ilustraron más bien la “duración” bergsoniana, su obra es una novela de cuatro niveles “cuya forma está basada en la proposición relativista” (véase la nota introductoria a Balthazar).
 
 
Pedirle a personas racionales que acepten resultados científicos por medio de un argumento de autoridad significa que acepten una incoherencia práctica.
    
 
No pretendo (ni creo que podría) hacer aquí un erudito análisis de si ese “basado en” refleja alguna conexión lógica, o no deja de ser una mera metáfora. Como quiera que sea, lo que me parece importante es no perder de vista que la ciencia en efecto transforma otras actividades humanas, como la literatura, y literalmente la manera de ver el mundo, no sólo de los escritores sino de mucha gente. Y no veo cómo no puede llamársele a eso una importante implicación cultural, con tan solo permitirnos usar el término de “implicación” en un sentido de “consecuencia” más amplio que el de consecuencia lógica.
 
Así pues, contra la opinión de Weinberg, creo que debemos aceptar que sí hay otras consecuencias culturales importantes de los resultados científicos, aunque esos resultados no sean ni sobre “el origen del Universo, ni sobre las leyes finales del Universo”, únicos dos descubrimientos, según Weinberg, que cuando se logren(!), tendrán repercusiones en la filosofía.11
 
Pero baste lo anterior como una sugerencia para defender la idea de que la ciencia sí tiene consecuencias culturales más allá de sus aplicaciones tecnológicas en sentido estricto. Regresemos al problema de la validez de los descubrimientos y logros científicos, y por qué vale la pena comunicar —de manera accesible— la complejidad de los procedimientos mediante los cuales se determina que son, precisamente, válidos.
 
La validez de los descubrimientos
 
Respecto a la observación que hice antes en relación con la sucinta afirmación de los profesores de física de la Universidad de Los Ángeles, en el sentido de que ignora que hay otros puntos de vista desde los cuales es legítimo preguntarse por las circunstancias humanas de los descubrimientos, puede replicarse que es aceptable, pero que en honor a la verdad, la lectura correcta (¿o caritativa?) de su afirmación, debe hacerse en relación con un marco de referencia obviamente implícito, a saber, el que se refiere a la validez de los descubrimientos. Bajo esta interpretación, los autores mencionados obviamente se refieren a que la validez de un descubrimiento no depende de las circunstancias humanas del mismo, ni de sus implicaciones culturales.
 
Ante ese movimiento sólo podemos decir: concedido, pero entonces es importante dejar muy claro que se trata de eso, de la divulgación de resultados válidos, sobre todo cuando las involucradas son comunicaciones públicas. La razón de esto, como vimos antes, es que no es evidente que lo único que importe y de lo único de que se pueda hablar, al tratar un descubrimiento o un logro científico, sea de su validez. Y las consecuencias para la gente de la calle, de lo que lee acerca de la ciencia y sus resultados, pueden ir mucho más lejos que sólo sus creencias acerca de lo que son resultados científicos válidos. Igualmente legítimas que las preguntas sobre la validez de ciertos descubrimientos son las preguntas sobre sus implicaciones culturales, o sobre sus efectos en la sociedad, si se quiere.
 
 
Hay un nivel de conocimiento científico que debe formar parte de la cultura de cualquier persona ilustrada de finales del siglo XX, al igual que un bagaje filosófico, humanista y un buen conocimiento de las artes.
  
 
En muchas ocasiones se habla de la importancia de un descubrimiento sin dejar clara su importancia respecto a qué. Y si lo que se quiere subrayar es simplemente que es un descubrimiento, dejando implícito con ello que es un resultado válido en la ciencia, entonces conviene que la imagen pública de la ciencia incluya ideas muy claras acerca de qué tipo de cosas entran en juego para que se dé esa validez. Claro está que esa información no necesariamente debe darse cada vez que se comenta un descubrimiento. En lo que he insistido es en la idea de que la ciencia es confiable porque es racional, explicando en qué consiste esa racionalidad, es algo que debe incorporarse de modo general a la imagen de la ciencia. En ocasiones, cuando se descuida este aspecto, suele darse por sentado que un descubrimiento científico es tal porque se ha obtenido mediante la aplicación del método científico. Pero entonces estamos de regreso a una concepción (una imagen) equivocada de la ciencia, que considera que hay un único método científico, que ejemplifica cabalmente la idea de racionalidad. Promover esta imagen de la ciencia, a punto de terminar el siglo XX, es un grave error.
 
Y lo es porque es engañoso respecto a la potencialidad de las capacidades humanas, empezando por la capacidad de comportarse racionalmente y de resolver racionalmente conflictos y problemas. Por ejemplo, esta idea pasa por alto la importancia de las diferencias de puntos de vista y el papel de las controversias en el establecimiento de descubrimientos científicos. Más fructífero es hoy día reconocer que una parte imprescindible del desarrollo científico está dado por diferencias de puntos de vista, y por las controversias correspondientes, y que hay importantes lecciones que aprender de la historia de la ciencia donde se muestra que una y otra vez, aunque se parta de puntos de vista diferentes, hay formas de llegar a acuerdos sobre problemas de interés común, aunque eso no implique acuerdos totales sobre todos los presupuestos ni todas las implicaciones.
 
Pero es un error grave también porque, como sugerí antes, las personas cultas de finales del siglo XX deberían tener una confianza racionalmente fundada en los resultados de la ciencia, y esa confianza racionalmente fundada sólo puede venir de una adecuada idea de la racionalidad científica, de otra manera la confianza se basa sólo en la autoridad de la ciencia, y tener confianza sólo por autoridad es algo que violenta la calidad racional y autónoma de las personas. Pedirle a personas racionales que acepten resultados científicos por medio de un argumento de autoridad significa que acepten una incoherencia práctica.
 
 
La difusión debe incluir no sólo los conocimientos científicos, los logros y las aplicaciones de la ciencia, sino que de una manera igualmente importante deberían difundirse ideas adecuadas sobre los procedimientos científicos.
 
Pero se replicará que la confianza en los resultados científicos sólo puede provenir de la confianza en las comunidades de especialistas, y en la creencia de que tales comunidades han hecho lo que deberían hacer para aceptar tal o cual descubrimiento. Tiene que ser así porque hoy día nadie puede replicar los experimentos, las observaciones, y en general los complejos procedimientos que se llevan a cabo en el campo científico al someter a prueba las hipótesis y las teorías. Esto es cierto, pero eso es precisamente lo que constituye una de las razones de más peso para que las personas cultas, como sujetos racionales, conozcan en qué consisten los procedimientos mediante los cuales las comunidades científicas toman sus decisiones, es decir, en qué consiste la racionalidad científica de a de veras, y puedan entonces confiar en la ciencia con razones.
 
Las responsabilidades institucionales
 
Es responsabilidad de la comunidad científica, así como de las instituciones encargadas de promover la comunicación de la ciencia, promover una imagen más genuina de la racionalidad científica. Pero, como hemos mencionado, esa imagen más genuina de la ciencia es la que proviene de la historia, la sociología y la filosofía (serias) de la ciencia. Trabajo que desafortunadamente tampoco se conoce bien, ni en el medio científico, ni entre el público amplio.
 
El profundo desconocimiento del trabajo filosófico serio, sobre todo alrededor de la ciencia, también en buena parte es responsabilidad de la propia comunidad filosófica y de las instituciones encargadas de la enseñanza e investigación filosófica especializada. Es preciso remediar esto con una mejor comunicación de las humanidades, en general, y de la investigación filosófica en particular.
 
Pero además debe reconocerse que la magnitud de la distorsión de la imagen que muchos científicos tienen de la filosofía, y de las humanidades en general, apenas es igualada por la ignorancia científica por parte de muchos humanistas. Otra de las cuestiones que se muestran en el debate que siguió a “la broma de Sokal” es la ignorancia y arrojo de ciertos humanistas al pretender utilizar un conocimiento científico mal entendido (los artículos citados de Weinberg incluyen una buena —y preocupante— muestra).
 
Muchos colegas científicos simplemente asentirán sonrientes y complacientes ante esta trivial afirmación. Los más sensibles compartirán una preocupación al respecto, pero me temo que muchos pensarán que ese estado de cosas es atribuible lamentablemente a la pereza o a la mala formación académica de los humanistas (cosas ciertas, las dos, en buena medida).
 
Pero que haya una falla generalizada de conocimiento científico en personas cultas no es correcto explicarlo sólo en términos de pereza o desinterés. Esto es un problema de orden social y educativo, y como tendencia general el problema es de comunicación de la ciencia, entendida en sentido amplio, el cual incluye la enseñanza de la ciencia fuera de las escuelas que se especializan en la formación de científicos. Es cierto que el problema también en parte atañe a los planes de estudio de formación de humanistas, pero en buena medida igualmente es responsabilidad de las instituciones encargadas de la comunicación y de la enseñanza de la ciencia.
 
Habrá colegas humanistas que replicarán que nadie puede hoy día tener un conocimiento mediano de todas las disciplinas del saber humano, y que bastante trabajo cuesta mantenerse al día en su especialidad, como para que se le exija a cualquier humanista serio que además tenga un conocimiento científico. Es cierto que actualmente ya ningún individuo podría asimilar todo el conocimiento generado por la humanidad hasta la fecha. La pretensión no es que, actualmente, alguien pueda tener amplios y profundos conocimientos de muchas ramas científicas y humanísticas al mismo tiempo. A lo que me refiero, y es lo que he repetido, es que hay un nivel de conocimiento científico que debe formar parte de la cultura de cualquier persona ilustrada de finales del siglo XX, al igual que un bagaje filosófico, humanista, y un buen conocimiento de las artes. En otras palabras, es importante valorar el papel de la buena comunicación de la ciencia como el de la filosofía, así como de la relación entre ciencia y filosofía. En materia de comunicación, en ambos terrenos, hay mucho que hacer, y con mayor urgencia en México.
 
Lamentablemente no son muchos los medios de difusión que comparten este punto de vista. Basta ver los suplementos “culturales” de muchos de nuestros periódicos, en donde parece que la literatura agota la cultura, y no es que la literatura no sea de primera importancia, pero sufren de una grave miopía los gestores profesionales de la cultura que ignoran el lugar y el papel de la ciencia y de la filosofía en la cultura, y las dejan fuera de los canales de comunicación pública. Ciencias ha sido una de las publicaciones que ha comprendido la importancia de hacer comunicación de la ciencia mostrando los puentes entre las ciencias y la filosofía, por lo cual, además de felicitarla por su XV aniversario, merece el reconocimiento de todos los que se preocupan en México por la cultura.
 
 articulos
Notas
1. “Traspasando las fronteras: hacia una hermenéutica transformativa de la gravedad cuántica”, Social Text, primavera-verano 1996, pp. 217-252.
2. “A Physicist Experiments with Cultural Studies”, Lingua Franca, mayo-junio 1996, pp. 62-64.
3. Steven Woolgar, Science: The very Idea, Londres, Tavistock Publications, 1988, p. 65.
4. Una revisión exhaustiva de la concepción positivista de la racionalidad científica, de los cambios que a lo largo de los últimos 40 años se han dado en torno a las ideas de la racionalidad, así como una discusión de los modelos más recientes, e incluso una revisión de algunas concepciones “posmodernas” sobre la racionalidad, todo esto realizado por muchos de los más destacados especialistas iberoamericanos sobre el tema, se encuentra en el volumen colectivo Racionalidad Epistémica, vol. 9 de la Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía, Editorial Trotta, Madrid, 1995, editada por el autor de este artículo.
5. New York Review of Books, 8 de agosto de 1996.
6. New York Review of Books, 3 de octubre de 1996.
7. New York Review of Books, vol. XLIII. núm. 15, 3 de octubre de 1996, p. 55.
8. New York Review of Books, 3 de octubre de 1996, p. 56.
9. New York Review of Books, 8 de agosto de 1996, p. 12.
10. New York Review of Books, 3 de octubre de 1996, p. 55.
11. New York Review of Books, 8 de agosto de 1996, p.12.
     
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León Olivé
Instituto de Investigaciones Filosóficas, Universidad Nacional Autónoma de México, actualmente imparte un seminario en la Universidad de Hawai en Manoa.
     
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cómo citar este artículo
 
Olivé, León. 1997. La comunicación científica y la filosofía. Ciencias, núm. 46, abril-junio, pp. 48-56. [En línea].
     

 

 

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