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Mauricio Ortiz | |||||||||||
De la más exasperante lentitud a la rapidez más desquiciante,
todos los tiempos se combinan en la hora nacional. Los millones de tiempos individuales zumban como un enjambre alrededor de los tiempos colectivos. El día se sostiene en números calendáricos, un reloj de pulso y el ritual horario de los titulares. Comer a sus horas, trabajar su cuota, ver su dosis de tele y dormir lo que le toca. Se suman las manecillas oficiales, con puentes y fechas límite para infinitos trámites.
Los colgados se mezclan con los puntuales y los lentos con los rápidos. Los niños con los adultos, los hombres con las mujeres, los ritmos familiares. Un verdadero relajo de tiempos personales.
El tiempo de una sola persona también es un revoltijo. En un mismo día se va de las prisas a la hueva, cada vez más abundantes aquellas, cada vez más escasa ésta. El desayuno es minutos, el almuerzo algo más que eso, la comida una o más horas, dependiendo la chinga, y la merienda un café con leche y una concha.
Cíclico o no, redondo, elíptico o cuadrado, el tiempo colectivo, tiempo de la historia y las generaciones, cambia a su vez de día en día, mes en mes, siglo en milenio y era. Pausados tiempos de paz, larguísimos días de veloz oscurantismo, rápidos días de lenta brillantez, desbocados minutos de guerra.
Nuestros días, como cualquiera otros: una lluvia, a veces menuda, a veces de tormenta, en la mar infinita.
Coordenadas
Los muchos cronómetros que conforman el tiempo mexicano un lunes cualquiera de octubre o de febrero actúan en el plano de ciertas coordenadas. Todos los mexicanos llevamos una cifra temporal cruzada en el rostro: quinientos años. Perpendicular, atravesando el encéfalo, llevamos un eje de noventa minutos: la ansiedad ya burlona de padecer una enésima derrota futbolística. El sexenio es una tangente al hígado. La quincena se traza en el abdomen, del pubis al epigastrio. Sesenta años de PRI en las espaldas. Hoy mismo, y desde el primero de enero, la vara de la historia mide de las plantas al sombrero de Zapata y con ella se está midiendo la faz de la República.
Un eje más completa nuestras actuales coordenadas, éste de tiempo inmemorial y corriendo el espinazo: es el tiempo de ahorita, mañana, al rato, un tiempo indefinido y voluble que lo mismo dura años que sin comenzar acaba. Todo cabe en un ratito sabiéndolo acomodar. La unidad más elemental de nuestras cotidianidades.
Larga es la vida
Estoy cansado de oír por todos lados, de decir lo mismo en un tonto afán de congruencia con voces populares y palabras egregias, que la vida es un instante. ¡Un instante!
En cuanto al tiempo de estrellas y galaxias, pues sí, un instante y aun menos. Y no sólo la de los seres vivos: la del planeta mismo. Pero en relación a la vida media de un pión negativo, por poner un ejemplo subatómico, la del hombre dura miles de millones de años. Un instante de un instante de un instante. No me dice gran cosa.
Es más interesante averiguar qué tan larga es la vida. El instante de todos modos está dado.
Es corta pero ancha, se disculpan algunos para explicar cómo entonces alcanza a caber tanto. Se le intenta dar una segunda dimensión porque en un instante, pequeño chasquido entre los dedos, como lo conocemos todos, no cabe nada, nada se puede emprender y llevar a puerto. Y una vida, aunque se desperdicie estúpidamente, termina llena de cosas. No basta la memoria para tantos recuerdos, ni es suficiente la vergüenza para tantas babosadas. Toma muchísimo tiempo aprender los oficios y las artes y más aún madurar una inteligencia. El amor de momentos es tan fácil pero qué tal sostener un amor por toda la vida. Se ha repetido de sobra lo que tarda el olvido. Las desgracias, los heraldos negros que nos manda la muerte, hacen de los días una cadena interminable que más de uno rompe antes de tiempo.
Otra cosa es que en un instante se vaya, eso sí, la vida. Ahora mismo vivos, en un suspiro: un rayo, un terremoto, un pequeño coágulo, una bala… muertos.
Además de breve —está bien—, larga es la vida.
Tiempo de carretera
Al arranque de la vida, la infancia toda, el tiempo, sin horas ni meses y a duras penas con días, transcurre muy lentamente (las vacaciones duran hasta aburrir y el año escolar un siglo), y a medida que se envejece se acelera (para un viejo ayer es hace cincuenta años, parece mentira). Y son los mismos relojes y el tiempo de los viejos y los niños es simultáneo.
Al revés que el viaje en carretera, donde los primeros kilómetros se hacen muy rápido y los últimos, ya casi por llegar, son interminables aunque se conozca el camino. De regreso, aquellos veloces kilómetros son ahora los lentos y a la inversa.
Golpiza
Se me vino el tiempo encima. Juro que practico la liturgia como corresponde a todo buen creyente. Cada noche al borde de la cama sobo el despertador y convoco al fiero dios con la acostumbrada cábala: seis quince, seis quince, repito para mis adentros y activo la alarma. A esa hora interrumpo el sueño para seguir adorando las horas y los minutos, piadosa actividad en que me llevaré el día. Coloco un sagrado reloj en mi muñeca izquierda y me apresuro a guardar el primer servicio de la jornada, que consiste en cruzar un cierto umbral a las ocho en punto. Somos un país de pecadores, lo comprendo, pero deben creerme que, como cada uno de ustedes, hago circo y medio para llegar a la cita puntualmente.
Como todos los dioses, sin embargo, es insaciable. Haga lo que haga, tarde o temprano el tiempo termina echándoseme encima. Lo veo acercarse a grandes zancadas, con gesto terrible y dando varazos. Imposible huir, menos esconderse. Contra él estoy totalmente indefenso. Pronto caigo al piso y me insulta agriamente, me patea. Tal es la saña con que se deja venir que con la edad mi cuerpo se tuerce irremediablemente. Un día acabará matándome. ¿Tanta devoción de prisa en prisa para terminar con semejante golpiza?
Lento es rápido y viceversa
Lento es rápido, rápido es lento. El consabido despacio que tengo prisa bien podría ser un rápido que voy despacio. Un ejemplo muy a la mano lo ofrecen las computadoras. Operaciones numéricas que llevaría años o hasta vidas consecutivas hacerlas a mano, trabajando con toda velocidad las veinticuatro horas del día, son segundos en el moderno aparato. Cambiar fotos, armar páginas, probar una veintena de tipos de letra, consultar datos, imprimir el documento: lo que eran semanas o meses hoy es un abrir y cerrar de ojos. Mucha gente interpreta esta rapidez como una obligación de ir más rápido. Por el contrario, en su enorme velocidad la computadora, sabiamente utilizada, nos permite ir, en lo que lo requiere, cada vez más despacio.
Rápido no es necesariamente bueno y lento malo, como dictamina la ideología de la modernidad y el progreso. Unas cosas se pierden y otras se ganan al viajar alternativamente en avión y a pie o en burro; unas cosas sin velocidad simplemente no existen y otras sin lentitud se destrozan.
Más que opuestos en conflicto permanente, rapidez, lentitud son, al valores complementarios. Cuántas veces rápido es lento y viceversa, cuántas veces coexisten ambos en un mismo proceso.
Una obviedad
Se ha repetido mucho, con tonos de asombro y admiración, cómo las balas zapatistas lograron en unos cuantos días lo que organizaciones sociales y partidos políticos no pudieron en décadas. Pero esto es una obviedad. La velocidad es uno de los efectos más conspicuos de la violencia. Por eso se persiste en verla como motor de la historia. La lentitud subyacente, componente esencial del tiempo indio y así parte vital de la erupción chiapaneca, es mucho más difícil de percibir y casi imposible de apreciar en su viva existencia.
Rebatinga
Mucho también se discute sobre las coordenadas discursivas. Que si la guerra de Chiapas es la primera revolución poscomunista o la última marxista-leninista-guevarista. Será también una de las numerosas “transgresiones” indias que ha habido, una batalla más de la Revolución Mexicana —aún viva para unos, muerta ya para otros (en cuyo caso batalla póstuma)— y aún una barricada remanente de la Conquista. ¿Primera escaramuza de una reconquista? Última revuelta del segundo milenio o en su caso, puede ser, del presente sexenio; primera del año noventa y cuatro; cinco mil doscientosava del siglo que termina. Qué aniversario caña o década conejo, para darle valor mercadotécnico, puede estampársele también a la historia, viejo baúl cubierto de calcomanías en su viaje cronométrico.
Quinientos años al fin son poca cosa. En unos cuantos lustros, cierto, las armas españolas borraron del mapa el poder azteca, levantado por siglos de migraciones y guerras, y en unos cuantos más impusieron normas religiosas que se llevaron cientos de años, más allá del océano, tan solo en tomar forma. Pero muchas cosas persisten en estas mismas tierras de días aún más pretéritos, algunas casi sin cambio, gústele o no a quien sea. Prácticas chamánicas, mitos, cuentos, formas de organización comunitaria, normas jurídicas, sentido del humor, vicios y complejos. Y además una cierta forma de correr el tiempo. ¿Persistirá la conciencia nacional en intentar arrebatarlo y deshacerse de él de una vez por todas? Cuánto perdemos con sólo así pensarlo. Como si el tiempo fuera cosa de rebatinga.
Más coordenadas
No sólo conflictos de tierras, límites, espacio. El tiempo, un revoltijo, se le vino al país encima. A los indios del sureste se les agotó la ancestral paciencia y optaron por los frenéticos relojes de la guerra, sin perder los relojes calmados de sus formas democráticas, que los obligan a detener el tiempo mientras consultan a las comunidades de base. El gobierno, con agendas de por sí apresuradas, echó a vuelo las manecillas de los ceses, planes, programas, comisiones, y se multiplicaron los bomberazos, sobre todo chiapanecos, para rescatar los últimos granitos del reloj de arena sexenal antes de que la historia se agote. Tiempo indio y tiempo criollo, tiempo de provincia y tiempo de la capital, tiempos lacios de opulencia y tiempos larguísimos de un día sin pan, tiempos de competitividad y tiempos de cosecha. El tiempo de los medios, tiempo de televisión medido en segundos y jerarquizado al principio o al final del noticiero y antes o después de la telenovela, y luego las horas diarias de lectura para los cientos de páginas impresas, titulares por la mañana, titulares por la tarde, revistas mil para la noche. Con su enorme velocidad, su impaciencia, los medios contribuyen a hacerlo más lento todo.
Los tiempos de TLC son unos, más bien a la gringa, tiempos ordenados y homogéneos, agendables, alegres, confiables, tiempo de McDonald’s y cajero automático, tiempo optimista, calculado, optimizable, rápido. Otros son los tiempos de la calle, desordenados, cambiantes, desiguales, tiempo veloz de las tortas y los tacos, la lentitud de los parques, tiempos de peatón y de pesera, tiempos de buscar el amor y comprar los periódicos, tiempos de cantina y conversación, tiempos a temperatura ambiente. Y aun otros son los tiempos de la montaña, húmedos, largos y tristes, como hemos venido a aprender, tiempos muy lentos en los que hay que caminar rápido la vereda para que no se vaya el sol, tiempos de paciencia y neblina, de frío, de hambre, largos, inamovibles, incólumes, tiempos lentos donde muy rápido se termina la vida.
Signo de pesos
El tiempo de un mendigo sólo es rápido mientras dura el alto; ahí la velocidad la pone el dinero, que lleva consigo el tiempo tal vez más acelerado. Va de bolsillo en bolsillo con agilidad pasmosa, se esfuma en un instante de las manos y un billete se vuelve monedas en el acto (si hay cambio).
El poder va rapidísimo, por ir lentamente. Busca la permanencia, no la fuga, y la persigue con los tiempos de la violencia y los tiempos del dinero, los tiempos más veloces de todos los posibles.
Si el tiempo no los borra
Tal vez los velocísimos días que corren nos permitan ir ahora sí lentamente en las cosas que lo ameritan, para avanzar con más presteza en las que están empantanadas. Dejar a un lado la apresurada lógica sexenal, que va dejando atrás a los más lentos, de ahí el término rezago, y auténticamente pensar un país a largo plazo. Que el Congreso de la Unión se tome su tiempo. Que la justicia se olvide de las falsas culpabilidades al vapor y deje de exonerar tan rápido a los culpables verdaderos. Que el fisco deje en paz al ciudadano con cada tres meses, cada quincena, cada día de pago y se de el tiempo de organizar de una buena vez un sistema confiable que dure y todos conozcamos.
Qué revoltijo horario es el tiempo mexicano. El que los tiempos más rápidos predominen en cierto sector no da derecho a despreciar y menos aún a combatir los más lentos. La rapidez excluye los tiempos que no le siguen el paso. La lentitud todos los tiempos los abarca. Democracia del tiempo, redistribución de los segundos, los minutos, la duración real de una vida.
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Mauricio Ortiz
Editor de Toma Click,
revista catorcenal de fotografía.
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cómo citar este artículo →
Ortiz, Mauricio. 1994. Tiempo mexicano. Ciencias núm. 35, julio-septiembre, pp. 76-80. [En línea].
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