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Augusto Fernández Guardiola |
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“Reloj no marques las horas porque voy a enloquecer ella se irá para siempre cuando amanezca otra vez” Canción popular (Roberto Cantoral) El ser humano es un aparato capaz de medir el tiempo. Por alguna razón que desconocemos todavía, podemos hacerlo en una forma consciente para modular nuestro comportamiento, calculando y presintiendo la duración de intervalos, sobre todo si su duración nos atañe personalmente. También en una forma inconsciente, pasando, por ejemplo, del sueño a la vigilia en una hora predeterminada. Esto lo hacemos dentro de un rango bastante limitado de duraciones posibles. No tenemos acceso perceptivo a las duraciones minúsculas, de milisegundos para abajo, ni desde luego a los largos lapsos, que sólo imperfectamente podemos imaginarnos. Nuestra tesis es que este rango de duración y el valor que le damos de “cortas” o “largas”, está condicionado estructuralmente y que esta estructura forma parte del cerebro y posee una velocidad de procesamiento y una capacidad de memoria que evoluciona durante el desarrollo ontogénico, alcanzando una eficacia en la madurez, seguida de un deterioro en la vejez por el cual varía la capacidad de estimar el tiempo. Esta estructuración funcional de lo que hemos llamado “el sentido del tiempo” (sentido como concepto sensorial, no direccional), o el tiempo subjetivo explica la enorme variabilidad que encontramos en los humanos, para percibir y manejar el tiempo. Tal variancia no sería de esperar si esta capacidad fuera solamente producto del aprendizaje en una situación de estímulo-respuesta simple. Las señales externas de las cuales dependemos en parte para estimar el tiempo, están ahí y son iguales para todos los miembros de un grupo humano dado. Los movimientos aparentes del Sol, la Luna y los planetas, cambios de temperatura y de luz, circadianos y circaanuales. Plantas que florecen a determinadas horas, aves que en estaciones fijas, ciclos estructurales de sueño y vigilia, de inactividad y actividad. Todas estas señales contribuyen a que elaboremos una personal habilidad para estimar el tiempo. Lo más notable, y en esto esta habilidad sería semejante a la instalación del lenguaje, es que la adquieren todos los humanos sin excepción. Cierto es que, de la misma forma que la retina sólo es sensible a una franja muy estrecha de longitud de onda de las radiaciones electromagnéticas, el hombre y los animales sólo son capaces de estimar un rango limitado de intervalos. Todo lo que sabemos de tiempos infinitesimales, mili, micro, nanosegundos, etc., o de tiempos muy prolongados, mucho más que nuestras vidas, lo conocemos a través de la instrumentación moderna. Pero no forman parte de nuestro aparate sensorial, ni ocupa en lugar en nuestra memoria, que no sea conceptual. La perdida de la posibilidad de estimar duraciones y de establecer el orden del pasado-presente-futuro, es una de los síntomas más conspicuos de enfermedades mentales, como el síndrome de Korsacoff o las demencias seniles. También es notable la disrupción de la temporalidad en la intoxicación con algunos fármacos psicotrópicos como la psicobilina o el LDS. Veamos así que el estimar el tiempo, el valorar duraciones y predecirlas, es una función básica para modular nuestro comportamiento y tiene un valor ecológico y de supervivencia, más importante aún que la audición o la visión. Los hombres antiguos tuvieron conciencia de este hecho. Algunas culturas prehistóricas, no relacionadas entre si, comenzaron a elaborar calendarios e instrumentos para medir duraciones, a la vez que creaban lenguajes que, sin excepciones, estuvieran llenos de alusiones al transcurrir del tiempo. La estructura gramatical parece imposible si los hombres que la hicieron no tuvieran una idea precisa de le que significa antes, ahora y después. ¿Cómo adquirió la especie humana la capacidad de medir el tiempo? El hombre, como todos los seres vivos, mide constantemente periodos de tiempo a través de sus ritmos endógenos, circa, infra o ultradianos (según que el periodo de la oscilación dure alrededor de 24 horas, o retiene más o mucho menos). No existe un animal en la escala zoológica, por inferior que sea, que no los. presente. Así como también es rarísimo que una función fisiológica se lleve a cabo sin una ritmicidad determinada. Estos ritmos son hereditarios, propios de cada especie y persisten por un tiempo en ocasiones muy largo, cuando la señal exógena que probablemente les dio origen, ha cesado de actuar. Nuestra vida esta marcada por estos ritmos endógenos, de los cuales solamente algunos penetran al campo de la conciencia. Oscilan los niveles sanguíneos del cortisol, la glucosa, la hormona del crecimiento y la prolactina, etc. También lo hacen el corazón, la temperatura corporal, las ondas que reflejan la actividad eléctrica del cerebro, el sueño y la vigilia y dentro del mismo dormir, esa intrigante fase del sueño con movimientos rápidos de los ojos, durante la cual y prácticamente sólo en ella nos vemos asaltados por los sueños o ensoñaciones. Cualquiera o varios de estos osciladores podría representar el reloj biológico mediante el cual calculáramos el tiempo transcurrido. Ahora bien, aunque seguramente relacionados, una cosa son estos ritmos biológicos universales y otra el sentido subjetivo del transcurrir del tiempo en el hombre, que es un acto mental. El relacionarlos ha sido un logro de la psicobiología, producto de la experimentación y la observación durante muchos años. Un dato original que despertó el interés por esta posible reacción, fue el obtenido por Fraçois en el laboratorio de Pieron, al conseguir modificar la experiencia subjetiva del cálculo de un intervalo, elevando con diatermia la temperatura de los sujetos en experimentación (sin que ellos lo advirtieran). Este hecho fue comprobado más tarde por Hoagland, con pacientes sometidos a fiebre artificial (malaria, prógenos). La conclusión de estos experimentos puede ser que el aumentar la velocidad del metabolismo hace que el tiempo transcurrido real, le parezca a un sujeto más largo de lo usual. Lo que estaría de acuerdo con la diferencia que se observa en la estimación del tiempo por parte de los niños, comparados con los ancianos. Para los primeros, el tiempo pasa desesperadamente lento, mientras que en la senectud, los intervalos de meses y años parecen transcurrir con gran velocidad. De todas formas, con un metabolismo acelerado o lento, los ritmos biológicos que se aceleran o desaceleran son numerosísimos y no podemos, por ahora, precisar cuáles de ellos intervienen en la integración del tiempo subjetivo. El estudio del desarrollo ontogénico en los humanos y la psicología experimental pueden aportar datos sobre la relación ritmos endógenos y señales exógenas-tiempo subjetivo. Durante una conversación sobre este tema, Einstein le preguntó a Piaget si la noción del tiempo subjetivo en el niños era inmediata, intuitiva o derivada y si desde el principio se integraba con la velocidad o no. Piaget hizo innumerables experimentos en los que llegó a la conclusión de que el tiempo subjetivo es producto de una relación, penosamente adquirida a través de los años, entre velocidades y espacios. Encontró que el niño primero es capaz de ordenar acontecimientos, distinguiendo lo que sucedió antes de lo que pasó después. En una segunda etapa, el niño ya no sólo ordena eventos, sino que también puede clasificar la duración del intervalo entre ellos. Esto no es todavía la mesurabilidad del tiempo, pero revela que el niño es ya capaz de revisar, de memoria, la secuencia de las duraciones. El niño no alcanza la capacidad de estimar el tiempo transcurrido o predecir grosso modo el que transcurrirá, hasta los cinco o seis años de edad. Esta tercera etapa sería, pues, un proceso de síntesis entre las duraciones y la sucesión o secuencia de los acontecimientos. Antes de alcanzar estas etapas, cuando el niño está todavía en un nivel preoperacional, no le sirve para nada el que se le permita observar relojes o cualquier otro dispositivo para medir el tiempo. (Incidentalmente, lo mismo le sucede a la persona adulta que habiendo ingerido una fuerte dosis de psilocibina —principio activo de los hongos alucinógenos— o de LSD, pierde la noción del tiempo y lo que sucede en los relojes no tiene ningún significado para él). Es necesario tener en cuenta que Piaget en sus experimentos busca siempre una situación en la que el espacio y la velocidad son evidentes. Esto puede constituir una especie de parcialidad o bias que llevó a este autor a considerar que el tiempo subjetivo, tanto en el niño como en el adulto, está integrado a través de la percepción de velocidades de eventos físicos. Existen otras explicaciones, veamos por ejemplo que Fraisse expresa esta capacidad en forma diferente, cuando afirma: “…el tiempo vivido o subjetivo no constituye la verificación de una relación, sino una experiencia directa…”. Esta experiencia está basada en el número de cambios o transiciones de eventos que el sujeto sea capaz de percibir. Las duraciones vacías, la durée pure de Bergson no existiría, pues tendría que percibirse en un estado irreal en el cual, aunque conscientes, no percibiéramos nada, y además, nuestro cerebro y todo el organismo no oscilara dentro de ritmo alguno. Cierto es que aunque no ignorara el valor de la ritmicidad para establecer duraciones, Bergson trató de encontrar una oposición entre un mundo material caracterizado por la pluralidad de acontecimientos y un mundo espiritual en el que somos capaces de realizar la abstracción de la duración pura, que en sus propias palabras es: “…forme que prend la succession de nos états de coscience quand notre moi se laisse vivre quand il s’abstient d‘établir une séparation entre l’état présente et les états antérieurs…”. Al depender, por lo tanto, nuestra ideal del tiempo, de nuestro propios ritmos endógenos, va a tener forzosamente una variabilidad relativa y una dirección asimétrica irreversible. Los problemas que plantea la Física Clásica de partículas no son ajenos en cuanto a nuestro tiempo subjetivo, sobre todo cuando proponen un tiempo simétrico donde los acontecimientos son reversibles y el tiempo puede ir del futuro hacia el pasado. Nuestro tiempo sí encuadra mejor con el sentido de aumento progresivo en la segunda ley de la termodinámica. Nuestra experiencia temporal directa está ligada al desarrollo filogenético y ontogenético. Los seres vivos evolucionan en un sentido y nunca hemos observado retrocesos o regresiones a formas anteriores de vida. Nuestro tiempo está marcado por límites precisos (el nacimiento y la muerte) y un proceso unidireccional (crecimiento, madurez y senectud). Pero no tenemos una noción actualizada en el presente de cuándo nacemos, ni siquiera de nuestros primeros años, tampoco de la duración probable de nuestra vida, es decir, del momento de nuestro muerte. Vivimos dentro de un optimismo temporal, irracional en verdad, aunque quizá no tanto ya que se basa en una estadística probabilística, en la que casi todo es posible, —es posible que una persona de 60 años viva ¡otros 60 más! y esa idea revolotea en la mente de los ancianos. El tiempo es todo lo que sucede entre una causa y su efecto, y para nosotros si no sucede nada entre ambos, el tiempo se detiene o desaparece. Ese estado de “dejarse ir” a un presente desligado de toda idea de pasado o futuro, de ideas simultáneas, que proponía Bergson, es una ausencia de tiempo ilusoria. La misma que se logra experimentalmente congelando el semen de un bovino, e inseminando a una hembra meses después, tal vez mucho después de que el padre ya murió. O la vuelta de un presente remoto que experimentan los habitantes de una aldea alpina, cuando el glaciar les devuelve en un bloque de hielo al joven bisabuelo que cayó en una grieta en 1902. Un hombre cultivado de nuestro medio académico posee diversas ideas sobre el tiempo, pero un solo y humano modo de “sentir” cómo éste transcurre. Podrá este intelectual conocer los diversos tratamientos que del tiempo han hecho las religiones, la flecha unidireccional del tiempo judeo-cristiana, el tiempo circular de los hindúes, donde todo se repite. O el intrigante tiempo de los mayas, con su dios de millones de años. Logrará tal vez entender el tiempo universal de los astrofísicos y la relatividad del tiempo y su relación con la velocidad de la luz y la posición del observador. Pero nada de esto logrará que cambie ni un ápice su sentido subjetivo de medir el tiempo. El hombre es un observador atado, que nada tiene que ver con “los observadores” puntiformes e ideales de Einstein. Aunque salga del planeta, y al girar alrededor de él observe una puesta y una salida del Sol cada 90 minutos, seguirá con un ritmo sueño-vigilia de aproximadamente 24 horas. Lo mismo le sucederá si pasa varios meses en el fondo de una profunda cueva, aislado del mundo. Y es que el cerebro humano tiene sus propios ritmos, establecidos en el largo proceso del desarrollo, ritmos endógenos, esculpidos a través de millones de años por los cambios ligados a la rotación de la Tierra. Existen diversas situaciones en las cuales podemos constatar, por un lado, la capacidad de estimar duraciones de los animales y del hombre, y por el otro lado, las alteraciones en sumo grado, experimentales o patológicas, de la percepción del tiempo. A estas situaciones tienen acceso los neurólogos y los psiquiatras, los psicofisiológos y los farmacólogos. Estas situaciones son, entre otras: a) las demencias seniles, pre-seniles y el síndrome de Korsakoff; A todas estas situaciones tendríamos que añadir el método de elección utilizado por los filósofos que se han ocupado del tiempo, es decir, la introspección. a) Las demencias seniles y pre-seniles y el síndrome de Korsakoff En estos estados patológicos, que incluyen a la enfermedad de Alzheimer y a diversas expresiones del alcoholismo crónico, está alterado el orden temporal de los recuerdos, orden que es esencial para la conservación de la identidad personal. Siendo esenciales en estos estados patológicos los trastornos de memoria, sobre todo reciente, nos enseñan cuán ligada está la percepción del tiempo a esta función. Incluso en personas normales, las apreciaciones directas de la duración son muy imprecisas, por eso todos nos valemos constante de relojes, aceptando de antemano un tiempo externo a nosotros, constante en su fluir (como diría Newton), confiable, pero que nada tiene que ver con el tiempo vivido. Lo que hacemos constantemente es ordenar acontecimientos y acciones, a los cuales les hemos dado una connotación temporal a través de la experiencia. Por ejemplo, sabemos que si hemos caminado a un paso regular unos 5 kilómetros, debe haber transcurrido una hora. O que si hemos conducido un automóvil de México a Cuernavaca, a una velocidad entre 80 y 100 km por hora, también habrá transcurrido aproximadamente una hora. Para esto hace falta memoria de las percepciones inmediatas y esto es precisamente lo que se pierde en las demencias. En condiciones de semiasilamiento sensorial podemos pedir a una persona normal que estime el valor de una duración por dos métodos hoy clásicos. Pidiéndole que nos diga cuánto dura un intervalo temporal (que nosotros le administramos con señales de diversa índole), o haciendo que el sujeto produzca el intervalo que él estima que corresponde a una duración determinada de antemano y por él conocida. Los sujetos normales estiman bastante bien duraciones que están dentro de un rango relativamente corto, de uno a 20 segundos. A medida que el intervalo es más largo, aumenta el error, con una tendencia a infravalorar la duración. En las demencias, es muy difícil la producción correcta de un intervalo pues falla la memoria reciente que señale al paciente cuál es la duración que es necesario reproducir. Los pacientes, sobre todo los de síndrome de Korsakoff, son conscientes de su déficit y a menudo fabulan para llenar sus “lagunas” temporales, llenándolas con hechos y duraciones inventadas. Como las lesiones neuronales encontradas en estos pacientes son bastante difusas, poco nos pueden decir sobre una localización topográfica del sentido del tiempo en el cerebro. Lo único que podríamos afirmar es que éste debe ser de integración córtico-subcortical, abarcando áreas del sistema límbico e hipotalámico, así como la corteza cerebral frontal y prefrontal. b) Los condicionamientos, pavloviano e instrumental, de traza o retardados La mejor forma de establecer una respuesta condicionada es aplicar el estímulo condicionado (luz, ruidos, etc.) simultáneamente o unos segundos antes del estímulo incondicionado o natural, (alimento, etc.). En el laboratorio de Pavlov se hizo el descubrimiento de que era posible retardar la presencia del estímulo natural durante 20 o 30 segundos y entonces el animal no respondía (secreción de saliva) sino dos o tres segundos antes. Es decir, era capaz de inhibir su respuesta hasta pasado un tiempo, el cual podría aprender a estimar. Esta fue la primera prueba de que los animales, perros en este caso, podrían aprender duraciones que estuvieran desligadas de los ritmos endógenos y exógenos periódicos. Con el condicionamiento instrumental, en el cual el estímulo inicial es alguna acción motora del animal, la que se “refuerza” con gratificaciones diversas, o se utiliza para que el animal inhiba un efecto nocivo, sucede lo mismo. Las ratas que deben brincar de un comportamiento a otro para evitar un choque eléctrico, retardan su acción cuando aprenden que existe un intervalo determinado entre la señal preventiva y el choque eléctrico. Cuando en este tipo de experimentos se coloca al animal ante la disyuntiva de calcular diferentes intervalos para predecir distintas acciones que se ejercen sobre él (acciones que provocan a su vez emociones variadas que van desde el placer al dolor), podemos observar conductas erráticas, verdaderas distimias que recuerdan los estados neuróticos de los humanos. Este hecho es una prueba más del carácter homeostático, de regulación y paz interna, que tiene una estimación correcta de las duraciones a que estamos sometidos. El mecanismo de condicionamiento retardado o de traza, que nos está enseñando que los animales son capaces de medir duraciones, es desconocido. El hecho de que el intervalo entre un estímulo condicionado y el incondicionado se puedan demostrar efector de inhibición activa de aspectos conductuales, sólo nos señalan un efecto, pero no nos dice cómo el animal calcula la duración de la inhibición. c) El sueño, la hipnosis y las ensoñaciones El ciclo nictameral, el deseo de dormir y la necesaria aparición del sueño, como ya hemos señalado, constituyen una medida de tiempo. Es una señal más que se suma a los numerosos ritmos nictamerales, exógenos y endógenos que nos avisa del fin del día. El cortisol llega a su nivel más bajo al principio de la noche. Asimismo, el número de linfocitos, la temperatura y la glicemia y la calcemia, etc. Pero una vez instalado el sueño, perdemos la conciencia y con ella el sentido del tiempo. Basta con “echar una siesta” en un cuarto oscurecido y se obtiene la curiosa sensación al despertar de desorientación en el tiempo, y a veces, en el espacio. Como si el tiempo se hubiera detenido y necesitamos consultar el reloj o mirar al cielo y ver el grado de oscurecimiento para volver a la cronología habitual. Para que se sostenga el ritmo diario de aparición del sueño (o el ritmo propio de cada especie animal), no es necesaria ni la conciencia ni el funcionamiento correcto de la corteza cerebral. Estos ritmos se mantienen gracias a la interacción de núcleos cerebrales y áreas subcorticales como el complejo nuclear del Rafe, el núcleo locus Coeruleus y la formación reticular bulbopontina. También participa el hipotálamo posterior y probablemente los núcleos intralaminares del tálamo. Pero todas estas interacciones de la circuitería neuronal subcortical tienen lugar fuera del campo de la conciencia, y por lo tanto, no son utilizadas para la medida del tiempo ligada al comportamiento vigil. Como sabemos, el sueño se divide en dos grandes fases que se alternan entre sí cada 90 minutos más o menos en el hombre. Una fase de Ondas Lentas en el Electroencefalograma (EEG), de sueño profundo y tranquilo. Otra fase de Movimientos Oculares Rápidos, durante la cual ocurren los sueños o ensoñaciones. Estas fases, que comprenden el 20% más o menos del sueño total, se acompaña de una actividad EEG rápida y de bajo voltaje, parecida, sino igual, a la de la vigilia. ¿Cuál es nuestro sentido del tiempo en estas dos fases? Esta pregunta ha intrigado a muchos investigadores. Si se despierta a un sujeto a diversas horas, desde el inicio del sueño hasta poco antes del despertar espontáneo y se le pregunta qué hora es, es sorprendente la exactitud con que puede responder. El error promedio no pasa de 40 minutos. ¿Cómo puede un sujeto inconsciente o con una conciencia onírica, muy diferente de la vigilia, estimar tan correctamente el tiempo? Del mismo modo que en el caso del condicionamiento en los animales es forzoso admitir que el sentido del tiempo es algo que puede funcionar fuera del campo de los procesos intelectuales complicados y cuya integración cerebral deberá estar en relación con las áreas encargadas de la vida vegetativa y los procesos instintivos. Es decir los estudios sobre el sueño y otros estados de conciencia alterada, nos enseñan que existen dos formas de medir el tiempo en el hombre: una consciente, adquirida durante la ontogenia, producto del aprendizaje de una relación velocidad-espacio y con una connotación social y ecológica, y otra inconsciente, estructurada filogenéticamente, cuyos mecanismos son heredados y están ligados a los ritmos biológicos. Lo importante es descubrir cómo estos dos sentidos del tiempo interactúan, o sea, cómo la percepción consciente del tiempo utiliza como medida a los ritmos biológicos y cuáles son éstos, y por otra parte, hasta dónde puede el control disruptivo de la actividad mental consciente modificar o alterar estos ritmos biológicos. Que esto último es posible, lo sabemos por los estudios de Bioretroacción (“Bio-Feedback”) que lo demuestran. Parece ser que la estimación de la duración durante los sueños, está determinada por la cantidad de acontecimientos que tengan lugar. Estos sucesos son colocados por el sujeto en lo que llamaríamos, en lenguaje de la computación, “en tiempo real”. Ya hemos señalado que un metabolismo acelerado modifica el tiempo de reacción y en la estimación del transcurrir del tiempo. Durante la fase MOR del sueño, el metabolismo cerebral está muy acelerado, las imágenes oníricas se suceden con extraordinaria rapidez. Un sujeto que sea despertado inmediatamente después de un sueño, al recordar las acciones y otros eventos que lo formaban, calculará la duración de su sueño, en relación con el tiempo que hubiera transcurrido si todo lo que pasó hubiera sucedido en la vigilia. Por eso algunos sujetos tardan horas en relatar un sueño que duró en realidad unos cuanto segundos. Bastan algunas imágenes claves con valor a veces simbólico, para que se desencadene toda una historia de larga duración. Los estudios sobre la apreciación del tiempo en la hipnosis confirman esta hipótesis del número de eventos. Cuando a un sujeto hipnotizado se le ordena despertar después de un lapso determinado, lo hace con una sorprendente precisión. Pero si le pedimos despertar después de media ahora, en la que debe hacer algo, correr o pintar, e interrumpimos la hipnosis a los diez minutos, relatará que estuvo hipnotizado por media hora. d) La estimulación eléctrica del cerebro humano En el curso de cierto tipo de intervención quirúrgica para tratar las epilepsias, se ha estimulado eléctricamente al cerebro humano en sujetos con anestesia local, capaces de verbalizar sus impresiones. Las estimulaciones de la corteza cerebral frontal y temporal evocan secuencias de imágenes, recuerdos musicales y vivencias del pasado, con una clara connotación temporal. Cuando los electrodos se colocan en la profundidad del cerebro, en la región de la amígdala o del hipocampo, se desencadenan evocaciones duraderas, episodios de la vida del paciente, en un claro contexto afectivo y una temporalidad definida. Estos resultados nos demuestran que siempre que almacenemos algún recuerdo, no lo hacemos simplemente guardando su contenido, sino que por así decirlo, le ponemos al menos dos etiquetas, una que se refiere al momento en el tiempo en que sucedieron las cosas y otra que señala su tonalidad afectiva. Esto parece cierto por lo menos para evocaciones de tipo personal. Pero pudiera ser cierto también para los recuerdos conceptuales; al recordar un verso en latín o el teorema de Pitágoras no podemos evitar, del mismo modo que les sucede a los pacientes con estimulaciones cerebrales, recordar un salón de clases, un maestro y tal vez algún compañero caro a nuestros afectos. En estas experiencias, del mismo modo que sucede en los sueños, es notable la diferencia que existe entre la duración real del estímulo (uno o dos segundos) y la extensión de los recuerdos o sensaciones evocadas. Un paciente que fue estimulado durante dos segundos, con un breve tren de pulsos a 100 Hertz, en el área amigdaliana del lóbulo temporal, nos relató una larga historia, “que le había llegado de pronto a la mente”, sobre un accidente en una fábrica, del cual había sido testigo en su juventud. Su relato estaba pleno de acontecimientos que se sucedían a una velocidad vertiginosa y el propio sujeto tenía la impresión de que había sido estimulado por nosotros durante horas. Una vez más, vemos que la experiencia de la duración parece estar en relación con la cantidad de eventos que en un momento dado experimente el cerebro, sean estos eventos conscientes, como en el caso relatado y en los sueños, o inconscientes, cuando simplemente aumenta la velocidad del metabolismo, como sucede con la fiebre. e) La acción de ciertos fármacos psicotrópicos Llamamos psicotrópicos a los fármacos que producen cambios en la actividad mental. Pueden ser usados con fines terapéuticos, lo que actualmente se hace con mucha frecuencia, o pertenecer al grupo de las sustancias alucinógenas. Sus efectos son de los más diversos, pero lo que aquí nos interesa es que, independientemente del fin que se persiga al ingerirlos o administrarlos, los podemos dividir en dos grandes grupos: aquellos que aceleran el metabolismo cerebral y la capacidad eidética y los que tienen un efecto opuesto, deprimiendo las funciones mentales (hasta producir sueño y coma), siendo inhibidores del metabolismo. Los primeros inducen una sobreestimación del tiempo real transcurrido. Los segundos por el contrario, hacen que los sujetos infraestimen las duraciones reales. Entre los “aceleradores” se encuentran la tiroxina, la cafeína, la nicotina y sobre todo, las anfetaminas. También los alucinógenos, como la psilocilina (hongos), el LSD, la mezcalina y el hachís. Bajo su influencia el sentido del tiempo está sumamente distorsionado, pero en general el sujeto intoxicado siente que el tiempo pasa muy despacio o simplemente no se interesa en absoluto por él. Los depresores producen la sensación de que el transcurrir del tiempo real es rápido, las horas se suceden sin acontecimientos que les den connotación mental. En ambos casos, el sentido del tiempo, ya de por sí frágil, se altera. Lo que podríamos preguntarnos es por qué unos individuos toman partido por la aceleración y otros por la depresión. Pudiera esto deberse a características muy personales en el manejo del tiempo vivido. O a otros factores independientes del tiempo, como la naturaleza misma de las imágenes y su relación con la vida afectiva. Los hombres hemos sufrido graves conflictos para comprender qué papel juega nuestro propio y privado sentido del tiempo, en el contexto de un tiempo universal. Este conflicto se agravó cuando Newton, que acertó en tantas cosas, nos dijo que el tiempo corría en una sola dirección y que era eterno e inmutable en su fluir. Si así era, ¿por qué nuestro tiempo es tan variable y loco, apareciendo y desapareciendo, alargándose y acortándose, produciéndonos angustia o placer? Tal parecía que el hombre era un subproducto muy imperfecto de una organización ideal. Por fortuna ahora sabemos que el tiempo en el universo, también puede acelerarse y retardarse, cambiar de sentido y hasta desaparecer en esas, tranquilizadoras para nosotros, singularidades de los hoyos negros del cielo. |
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Referencias Bibliografícas 1. Fernández-Guardiola, A., 1983, El sentido del tiempo subjetivo. Del Tiempo, Cronos, Freud, Einstein y los Genes, Fanny Black de Cereijido, Ed. Folios Ediciones, México, 85-113. Presentado en el 1er Congreso Nacional de Epistemología Médica, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, octubre de 1988. |
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Augusto Fernández Guardiola
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