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  R03B05

 
El ajolote
(1a. parte)
 
Robert Abernathy
   
   
     
                     
                   
El “ajolote” es un hijo del barro con nombre azteca (axolotl),
una desagradable criatura de cuerpo blanquecino, flácido y como a medio hacer, ojos pequeños, miembros débiles y cola grande y tosca. Pertenece a los anfibios, esa especie de vertebrados que, en la edad de los peces acorazados, fueron los primeros en trepar fuera del agua pare empezar la gran aventura de la existencia en el aire. Pero los “ajolotes” son anfibios degenerados cuyo ciclo vital ha abortado. Alcanzan la madurez sexual, desovan y mueren en el oscuro légamo, respirando a través de sus branquias bajo aguas estancadas, generación tras generación, como si aquella invasión paleozoica de la tierra firme hubiese acabado en retirada.
 
En algunos tiempos y lugares, empero, cuando el alimenta escasea o los enemigos abundan en el fondo del lago, o por otras más sutiles razones, sepultadas bajo un embotado cráneo primitivo o en el mecanismo glandular de un cuerpo torpe, se desencadena un cambio. Arrastrada por el instinto, la criatura se mueve, con la seguridad de dirección que en una forma de vida superior llamaríamos “propósito”, haca la superficie del agua, la luz y el aire que no puede respirar. Penosamente arriba a tierra. En el elemento no familiar, sus orladas agallas se marchitan, y él se estremece en contorsiones…
 
Cuando atravesaron la puerta, Linden contestó a los saludos de los centinelas sin apenas darse cuenta de su presencia; pero cuando los tuvo a la espalda, le pareció verlos murmurándose uno al otro:
 
“¡Es él!” Sí mejor será echarle ahora una mirada; quizá no tengamos otra ocasión”.
 
Y el otro contestarle quizá: “¿No bromeas? No tiene aspecto de estar tan chalado”.
 
Linden se mordió el labio y maldijo a su imaginación. Deliberadamente, inclinaba la cabeza y mantenía la mirada fija en la sólida realidad del camino asfaltado, semicubierto por la arena eternamente movida por el viento. Todo era quietud mientras avanzaban.
 
Tras unos cincuenta pasos, se detuvo de pronto, se llenó los pulmones del aire limpio —la brisa era todavía fresca, aunque no duraría mucho— y levantó los ojos. A menos de cien metros comenzaba la protección de hormigón, y tres ella estaba el acerado esqueleto de la plataforma de lanzamiento, sobre la cual, enhiesta y reluciente se alzaba la aguja de magnesio del cohete.
 
Sus ojos, irresistiblemente atraídos por las alturas, siguieron la línea del eje vertical, hacia el imaginario punto exactamente calculado allá en la infinitud. Esa noche las estrellas serían fanales. Pero ahora no habla más que un azul impoluto y sin fondo.
 
Una milla a lo lejos rezongaba un transporte, deslizándose por una ladera de aire hacia el campo de aterrizaje; y muy alto por encima de su cabeza, un negro halcón cruzó, cortando acaso aquella imaginaria línea hacia el infinito, y siguió, ajeno a todo, su planeo.
 
Pero el cohete no se les parecía. Carecía de alas, e incluso de aletea de dirección externas, y el mar de aire que le cubría no era para él más que un velo a romper. Sólo podía funcionar plenamente en el vacío, a una velocidad de millas por segundo.
 
Los músculos de la mandíbula de Linden se endurecieron y su aliento se aceleró… A su lado, Marty dijo suavemente:
 
— Mírala. Apenas puede esperar a esta noche.
 
Algo en su tono hizo a Linden contemplarle de soslayo. Marty estaba un poco inclinado hacia delante, y sus ojos, bajo las cejas hirsutas y ceñudas, permanecían fijos en la nave espacial. Toda su postura, más que la expresión de su rastro, traicionaba un deseo sin esperanza, una incurable envidia. Linden miró a otro lado con embarazo.
 
— Lo parece— respondió mecánicamente.
 
Nadie disentía de Marty, de su saber que las máquinas tienen alma, un alma dura y metálica, que nunca planearon sus constructores, capaz, con la inescrutabilidad esencial a la vida, tanto de temibles traiciones como de una lealtad que excede a toda comprensión.
 
Marty lo sabía desde la vez en que —inmovilizado por un metrallazo en la espina dorsal, y único hombre vivo y consciente tras los antiaéreos y los cazas— había sido inerme espectador mientras su gran avión también mortalmente herido y sin ninguna mano en los controles, había luchado por su vida durante un cuarto de hora, en el cielo de Alemania, venciendo al fin. Ni las burlas ni la lógica lograron nunca conmover esta creencia.
 
Posiblemente, esto explicaba su genio. A su contacto, los motores zumbaban con orgulloso placer, y complejos circuitos se mostraban dispuestos a contestar sus tácitas preguntas. Cuando esto noche el cohete rugiese y enfilase los cielos, la mano de algún personaje importante habría accionado el ultimo interruptor; pero sería su mano inmaterial —con su cuerpo atado a la tierra, por el mal de su espalda— la que abriría y cerraría los relés vitales, mediría el combustible para el insaciable motor y mantendría a punto instrumentos y controles.
 
La mirada de Linden volvió a posarse en la nave. Pensó: “Parece ansiosa por marchar a aquel mundo que es el suyo. Hasta el más torpe o ajeno notaría que no fue construida pare nada terrenal. Sin ruedas, orugas, aletas ni alas; tan sólo el agudo perfil señalando implacable a la nada”.
 
Retrocedió ante la sensación, a la vez terrible y fascinante, de hallarse en presencia de algo de otro mundo. Quizás había sido un error venir aquí ahora… o quizás el error fue venir con Marty. Se refugió en el duro consuelo de los hechos.
 
— Todo será automático, desde la órbita hasta el oxígeno. No tendrá nada que hacer, y muy poco que mirar… Nada que las cámaras no vean mejor. Soltó una breve risa—. En conjunto, tan emocionante como un viaje en metro.
 
Marty no le miraba.
 
— Podría ir por sí misma… Me pregunto si no lo haría mejor.
 
Los tensos nervios de Linden vibraron.
 
— ¡Vaya un modo de hablar! Quieres decir: Sabemos que las máquinas pueden soportar las condiciones de allá arriba, porque las hemos enviado y han vuelto; pero no estamos realmente seguros de lo que el espacio reserva a un hombre. Por eso voy a ir yo, desee o no tu amiga mi compañía.
 
— Ya sabes cómo pienso. Deberíamos probar algunos más sin tripulantes.
 
— Ya hemos descubierto cuanto podíamos de ese modo; aún no se han inventado, ni se inventarán en este siglo, los instrumentos que nos permitan predecir todos los modos en que el espacio puede afectar al cuerpo humano. Pudiéramos hacerlo si tuviéramos un sinfín de tiempo y de recursos… y si supiésemos lo suficiente sobre el cuerpo humano. Pero no contamos con ninguna de las dos cosas.
 
Marty guardaba un helado silencio.
 
— Pero los animales sobrevivieron. Y Davidson subió al espacio vacío y volvió sin novedad.
 
— Durante cinco minutos —dijo Marty— Metes la punta del pie en el agua para ver si está fría, mojas el dedo y pruebas para ver si está envenenada… y después te tiras de cabeza para ver si te ahogas.
 
Se habían vuelto frente a frente y sus ojos se encontraron. La discusión era una excusa trivial. La tensión que se había estando creando tenía raíces más hondas, y ahora, por el espacio de un relámpago, se trasformó casi en odio.
 
Después, Marty volvió a mirar el cohete. Una comisura de su boca se retorcía quejosa.
 
Linden se volvió hacia la puerta desde donde les contemplaban los curiosos centinelas.
 
Creí que querrías inspeccionarlo personalmente.
 
— ¿Para qué? ¿Acaso no lo has comprobado tú todo?
 
— Sí… Creo que aguantará el viaje.
 
Linden recorría la calle sin sombra, la brisa se iba haciendo caliente, y las nuevas edificaciones olían a la madera de pino traída de las montañas que se alzaban azules, pardas y verdosas a lo largo del horizonte por encima de los tejados. La actividad era escasa esta mañana; todo estaba terminado, listo y esperando, como el cohete que esperaba allá fuera, en el desierto, con su tersa piel de magnesio brillando al sol. La calle estaba tan vacía como la mañana que tenía ante sí; por la tarde, al menos, habría algunas rutinarias pruebas finales, aunque todas las importantes, con las cámaras de compresión, los centrífugos y los disparos de prueba, eran ya historia pasada.
 
Abrió lo puerta y se quedó clavado. Su corazón saltó locamente durante un momento. Después, cuando el resplandor que acababa de abandonar dejó de cegarle, recuperó casi su marcha normal y le permitió decir con voz tranquila:
 
— Hola, Ruth.
 
A la primera mirada, advirtió claramente que ella no había venido a pedir cuartel, sino a ofrecerlo. De lo contrario no habría paz, y ella no estaría aquí.
 
— Escucha, Jim. Ayer hablé con el general.
 
— Lo sé. También yo.
 
Pero ella ignoró la perversa interrupción y se apresuró a continuar.
 
— …y admitió que hay otros cuantos hombres tan preparados como tú para ir.
 
Otros cuantos… cuando tu me dijiste.
 
— Sí, lo sé —interrumpió él de nuevo—. Fue una mentira a medias…, porque parecía mucho más sencillo así. Pero, puesto que viste al general, tuve que decirle que tu y yo habíamos terminado, que ya no me importabas en absoluto.
 
Ella le miró, cortada, con un tácito “¿por qué?” dibujado en su boca.
 
— Porque cualquier estúpido psicólogo puede decidir que una alteración emocional es razón suficiente para borrarme de la empresa.
 
— Y tú crees que no lo es.
 
No podía seguir siendo brutal. Evitó su mirada y permaneció callado.
 
— Íbamos a tener casa con jardín, en el campo, frente a las colinas, un cuarto para los niños… —Su voz se quebró, pero continuó—. ¿Recuerdas, Jim? Íbamos a ser como los demás, coma toda ese gente feliz, a mirar la luna sólo a través de las hojas de los árboles, y dejar que otros se preocupasen de ir más lelos y más de prisa…
 
— Todavía puede ser así.
 
Ella no escuchaba.
 
— Ahora he descubierto —dijo pensativa lo que debía haber sabido antes. No haces esto por el deber, la ciencia ni ninguno de esos bellos pretextos. Hay otros muchos que podrían hacerlo. Lo quieres por ti mismo. Quieres ascender a las tinieblas envuelto en un resplandor de gloria… y cuando vuelvas, si vuelves, no estaré esperándote. Ya lo sabes.
 
El avanzo un paso y le oprimió los brazos con tensa garra… sólo por un instante. Ella ni se resistió ni le correspondió, y él dejó caer sus manos como si el contacto le hubiese quemado.
 
— Haces todo esto sin motivo. Es sólo tu imaginación insensata… irrazonable… —dijo, confusamente.
 
Ruth sacudió la cabeza.
 
— No son imaginaciones mías.
 
— Los animales volvieron sin novedad ¿no es cierto?
 
— Sí… y a la próxima generación aparecieron los ratoncillos sin ojos, y los conejos que no podían saltar por tener los huesos mal puestos, y…
 
— Sólo algunos. Te lo he repetido mil veces: el riesgo es despreciable.
 
— Todo fue efecto de los rayos cósmicos, allá arriba donde tú quieres ir. No me arriesgaré a tener hijos así ni aunque sean tuyos. ¿No comprendes que en ciertas cosas el menor riesgo es excesivo?
 
Su voz había subido hasta acabar en un sollozo.
 
— No eres lógica —dijo él sin esperanza—. Siempre hay riesgos… —Respiró profundamente—. Ruth, si quieres escucharme, trataré de explicarte… por qué tengo que ser precisamente yo. Después, probablemente me dirás que son insensateces.
 
Ella se sentó, obediente, en el borde de una silla, viéndolo pasear.
 
— ¿No te hablé nunca de cuando me caí del henil? —se volvió bruscamente para mirarla—. No me caí. Salté… “Fue en la granja de mi tío, el verano en que cumplí doce años. Tenían un gran pajar pintado de rojo, como es costumbre en el Midwest, y en tiempo de siega subían los carros cargados y metían el heno por la puerta abierta en el alero. Los chicos lo pasábamos en grande jugando en el heno y mirando desde allá arribe hacia la lejanía.
 
“Pero aquel atardecer, después de cenar, cuando el trabajo había terminado y ya se habían ido los hombros, trepé yo solo al pajar y miré por la puerta del alero al corral vacío. Había unos cinco metros, pero para un chico de doce años, visto desde allá arriba, parecía una milla… Por eso salté”.
 
— ¿Y qué pasó?
 
— Me disloqué una cadera —dijo Linden secamente—. Pero no lo sentí, ni entonces ni nunca. Durante unos instantes —un segundo, que es lo que se tarda en caer de esa altura— tuve algo que había estado buscando sin saberlo, y que siempre he buscado desde entonces, encontrándolo y volviéndolo a perder… el “Gran Trampolín” —terminó; y debería haberse mordido le lengua, porque no deseaba usar esa frase. Sonaba absurda, y era un secreto suyo.
 
— Jim, eso es absurdo.
 
Le asestaba sus ojos cargados de reproche, pero él los miró ahora de frente.
 
— Toda mi vida he estado buscando ese “Sitio”. Por eso cuando llegó la guerra me alisté en paracaidistas, y por eso no he podido estar nunca apartado de la investigación de aviones y cohetes. Durante ocho horas, mientras el cohete cubre dos veces su órbita en torno al planeta, estará en calda libre, libre… de la gravedad que nos tiene prisioneros del principio al fin de nuestra vida. Un cuerpo que cae libremente carece de peso, y es el único modo de lograrlo; incluso teóricamente no hay otro procedimiento para oponerse a la gravedad. El hombre que vaya en el cohete experimentará ocho horas de un estado que nadie ha conocido hasta ahora más que durante unos segundos… durante un salto en paracaídas, o a veces en un picado. Y en sueños. Casi todo el mundo tiene esos sueños, en los que vuela no como un pájaro o un avión, sino flotando, libre de las cadenas de la atracción terrestre. Creo que es una aspiración normal en el hombre; pero yo tengo mayor conciencia de ella que la mayoría de los mortales. Tenía que ser yo. Cuando supe que habían perfeccionado el cohete nuclear e iban realmente a probarlo, te hice creer que insistían en traerme aquí, pero fue todo lo contario; removí cielo y tierra para conseguirlo.
 
— ¿Ni siquiera pensaste que debía haber otros chicos que también han saltado de los pajares?
 
Él la miraba sin verle, viendo en su lugar el cohete dispuesto y deslumbrante en medio del desierto.
 
— Sin duda. Pero yo he encontrado el “Gran Trampolín” y me pertenece.
 
Se levantó, rígida.
 
— He esperado. He llorado al leer los titulares diciendo que iban a construir algo para llegar más alto y más de prisa. He rezado para que te hirieses, para que quedases incluso inútil, y no pudieses ir. Pero ahora hemos venido a parar al “Gran Trampolín”, y no esperaré más.
 
Linden miró a otra parte. Se llamó a sí mismo cobarde, insensato y traidor, y dijo en voz alta.
 
— Está bien. Si tiene que ser así…
 
Al principio, la voz del cohete fue como una manada de truenos que acaba de romper su jaula. A medida que la nave ascendía, el ruido crecía también, hasta ser como un millón de espíritus malignos clamando por la extinción de la raza humana. Y cuando la velocidad aumentó aun más se hizo todavía más fuerte, hasta una nota casi supersónica que temblaba en el umbral de la audición y vibraba agonizante en nervios, huesos y sangre.
 
continuará...
 
 
Notas
 
Tomado de Antología de Cuentos de Ficción Científica, selección del Dr. Javier Lasso de la Vega, Editorial Labor, 1965.
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Robert Abernathy

 

cómo citar este artículo
Abernathy, Robert y (Tomado de Antología de cuentos). 1983. El ajolote (1a. parte). Ciencias 3, enero-marzo, 58-61. [En línea]
     
 
     

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