revista de cultura científica FACULTAD DE CIENCIAS, UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
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 Las plantas con flores en el registro fósil

 
Aunque cada vez existe mayor información sobre las plantas que habitaron en el pasado en lo que hoy es México, son muchos los huecos que persisten, además de que en ellos se contemplan ideas distintas sobre lo que pudo haber sido la historia de la vegetación del país.
 
Esta situación se explica mediante el enfoque que los distintos autores proponen para explicar esta historia. Cuando se utiliza como marco de referencia la vegetación actual existe una tendencia a describir la vegetación del pasado con los mismos parámetros, lo que se traduce en que se describan selvas siempre verdes, caducifolias, subcaducifolias, bosques de pino-encino, sabanas, chaparrales, etc., que tienen connotaciones particulares para la vegetación actual, aunque en ocasiones los verdaderos límites de estos tipos de vegetación sean difíciles de precisar. Si a pesar de que se cuenta con toda la información potencial para interpretar y definir a las comunidades actuales existen problemas para lograr un concenso en cuanto a lo que éstas son y significan, es aún más difícil compararlas con las comunidades fósiles, de las que se tiene información relativamente parcial.
 
Esta práctica se ha basado en el principio del actualismo biológico, cuya premisa en los estudios paleontológicos es que los fenómenos que observamos en la actualidad pueden ser estudiados en el pasado. Si bien el actualismo biológico es real y sigue vigente en los estudios paleontológicos y paleobiológicos, su interpretación debe ser cuidadosa. Por ejemplo, se debe aceptar que cuando se habla de angiospermas (plantas con flor), o algún otro grupo de plantas, éstas deben cumplir con una serie de características que las incluyan en el grupo, haciendo de su edad geológica un factor secundario a su definición. Sin embargo la forma en la que interactuaban con otros organismos las angiospermas del Cretácico comparadas con las actuales sí pudo tener cambios importantes, o aún más, la manera en que eran seleccionadas las plantas pudo tener aspectos distintos comparada con las formas actuales. Baste señalar que los estudios paleoecológicos basados en la fisionomía de las hojas del Cretácico y parte del Paleogeno requieren ser calibrados para que puedan equipararse con aquellos del resto del Terciario y Cuaternario. Por ejemplo los anillos de crecimiento de la madera de las plantas con flor aparecen hasta el Eoceno, casi 80 millones de años después del primer reporte del grupo en el registro fósil y el tamaño de las semillas se incrementa del Cretácico al Paleogeno.
 
En contraste con la sobrevaloración del actualismo biológico, una segunda opción es reconstruir la vegetación haciendo uso del registro fósil como la fuente de información primaria. Mientras que conocer y entender los distintos aspectos de la biología de las plantas actuales es importante para entender la biología del pasado, ir demostrando las diferencias que existieron a través del tiempo requiere aumentar la cautela en las interpretaciones con base en el material fósil. Los ejemplos del párrafo anterior demuestran grandes diferencias entre las plantas del Cretácico y las actuales, pero se puede añadir, por ejemplo, el hecho de que la dispersión de frutos o semillas por medio de animales fue importante sólo hasta el Eoceno. Los frutos de las Zingiberales (incluye al plátano y al ave del paraíso) del Cretácico respaldan esta idea, pues se ha notado que a diferencia de sus contrapartes actuales éstos tenían muchas semillas de tamaño pequeño, carecían de arilo y la capa mecánica de la semilla ocupaba un lugar distinto en la cubierta. Los frutos cretácicos de Pandanacea (pandano, pah, Yucatán) también sugieren diferencias importantes en cuanto a la dispersión y germinación de sus propágulos comparados con los mecanismos que se observan en las plantas actuales del grupo. En las Haloragaceae también se han detectado diferencias importantes en la construcción del fruto entre las plantas fósiles y las actuales. En conjunto, la información muestra cambios importantes entre las plantas del Cretácico y las actuales, aún más, entre las plantas del Cretácico y las del Paleogeno. Si a esta información se añade el conocimiento que se tiene sobre la evolución de la flor durante el Cretácico y el Terciario, el panorama se vuelve aún más complejo, pero apoya la idea de que los procesos que moldearon a las angiospermas fueron los mismos que influyen sobre estas plantas en la actualidad, siendo la forma en la que actuaron lo que varía.
 
Cretácico
 
Aún es poco lo que se puede decir de la flora cretácica de México, pero es importante tener en mente que varias de las plantas estudiadas con detalle sugieren fuertemente la cercanía de Laurasia y Gondwana, y/o una historia más larga que la sugerida por su registro fósil conocido.
 
Hay plantas de grupos que se postula se originaron en el Hemisferio sur, que tienen representantes en la parte sur de Laurasia, y en ocasiones más hacia el norte, como lo demuestra la presencia de frutos de Musacea (familia del plátano) en sedimentos del Cretácico superior en lo que hoy es Carolina del Norte. También se ha encontrado polen de Pandanaceae en el sur de Canadá. La cercanía de estas masas continentales se había postulado con anterioridad, sobre todo porque el registro polínico así lo sugería, pero la presencia de macrofósiles es más contundente. La distribución de estas plantas también sugiere que estos grupos pudieron haberse originado antes, cuando las placas continentales estaban aún más cercanas. Llama la atención que en sedimentos del Cretácico inferior de México prácticamente no se han reportado angiospermas, siendo que una de las hipótesis más aceptadas sobre el origen del grupo sugiere que éstas iniciaron su desarrollo en latitudes bajas. Seguramente esta imagen del registro fósil cambiará cuando se realice trabajo paleobotánico y palinológico formal de estos sedimentos, ya que en este tiempo las plantas con flor formaban el componente menos representado dentro de las paleocomunidades.
 
Aunque las plantas mejor estudiadas del Cretácico de México se relacionan con grupos que se originaron en el Hemisferio sur, la presencia de semillas muy semejantes a las de Caltha (Ranunculaceae, familia del botón de oro y oreja de ratón) dentro de un coprolito en sedimentos del Cretácico superior de Coahuila, es una evidencia clara de que también se encuentran plantas que pertenecen a grupos que se originaron en el Hemisferio norte. La formulación de una propuesta sobre la organización de estas comunidades basadas en las angiospermas es aún prematura, pero es un hecho que la diversidad es considerable, había organismos acuáticos y otros que crecían cerca de los cuerpos de agua. Es importante señalar la presencia de coníferas que crecían en estas zonas bajas, en las cercanías de los cuerpos de agua, aparentemente bajo condiciones distintas en las que se desarrollan la mayoría de sus representantes actuales. No se puede descartar que existieran plantas que crecían en zonas altas, alejadas de las zonas de depósito que ahora se conocen como localidades fosilíferas, pero el trabajo y la información disponible de las localidades mexicanas no permiten hacer esta distinción. No obstante, discusiones paleoecológicas basadas en los fósiles del Cretácico superior de Coahuila han sido sugeridas, pero éstas tienen un gran contenido de interpretación con base en ambientes actuales. Posiblemente las localidades del oeste de México, en contraste con las del este, representen zonas de mayor altura, pero por el momento ésta no se puede determinar.
 
Si se compara lo poco que se conoce de la flora cretácica del occidente y oriente de México, es obvio que comparten la presencia de algunos géneros. Como sucede con las plantas actuales, las especies de un mismo género pueden estar adaptadas a ambientes con características distintas, o bien, una misma especie puede tener una amplia tolerancia ambiental. El hecho de que en ambas zonas geográficas hayan convivido palmeras, Podocarpus, Taxodiaceae (familia del ahuehuete y el sabino) o Cupressaceae (familia del ciprés) y Parahyllanthoxylon (planta extinta relacionada con el copal), tan sólo señala la necesidad de aumentar nuestro conocimiento sobre la ecología de estas plantas. Por ejemplo, el suelo en el que se desarrollaron las plantas en cada una de estas zonas debió haber sido distinto, pues la roca madre es diferente en las dos regiones, y por el estudio de las plantas actuales es bien sabido que el suelo puede desempeñar un papel importante en su selección. Mientras que en la región de Coahuila la secuencia sedimentaria y su contenido fósil apoyan la hipótesis de que el material se depositó en una planicie costera en la que se reconocen ambientes marinos, salobres y dulceacuícolas, los depósitos vulcano-sedimentarios de Sonora, y probablemente de Baja California, sugieren la presencia de ambientes dulceacuícolas únicamente. El conocimiento geológico del área no permite, por el momento, conocer qué tan alto, respecto al nivel del mar, se desarrollaron las cuencas en las que el material vulcano-sedimentario y las plantas fósiles fueron depositadas. Es importante tener presente que debió existir cierta influencia oceánica sobre las comunidades que dieron origen a estos yacimientos fosilíferos, pues mientras que unos se encontraban cerca de la costa oeste del mar epicontinental (Cannon Ball Sea), otras pudieran haber estado influidas por el océano Pacífico.
 
Desde el punto de vista biogeográfico los fósiles de ambas zonas son interesantes, ya que su hallazgo corrobora la hipótesis acerca de la larga y complicada historia de algunos grupos de plantas. Grupos de plantas como las Zingiberales (en donde se incluye Musaceae), Pandanaceae, Araceae (familia del alcatraz) y Haloragaceae tienen su centro de origen, de acuerdo con estudios hechos con plantas actuales, en el Hemisferio Sur. Sin embargo, el macrofósil más antiguo conocido de las dos últimas familias se encuentra en el Hemisferio norte, precisamente en Coahuila y Sonora. En contraste, los otros dos grupos de plantas comparten la presencia de taxa tanto en el Hemisferio sur (India) como en el del norte (Coahuila, Estados Unidos y Europa) durante el Campaniano. La idea de que durante el Mesozoico los continentes del Hemisferio norte y del sur estuvieron lo suficientemente cerca como para permitir la presencia de algunos taxa en ambas regiones geográficas, ha sido confirmada por evidencia encontrada en la Formación Tepalcatepec en los estados de Colima y Michoacán con la presencia de Afropollis (Winteraceae, familia de la chachaca, Oaxaca) en estratos del Albiano. Este hallazgo refuerza la idea de la proximidad de las regiones ecuatoriales de Gonwana y Laurasia a través del Tethys.
 
Por otra parte, en las calizas del Aptiano temprano de la Formación Tlayua, la presencia de Retimonocolpites (Laurales, familia del aguacate) sugiere que la diversificación temprana de este grupo, con más de 2 500 especies actuales, con centros de diversificación importantes en el Sudeste asiático y Brasil comenzó cuando los continentes del norte y sur se encontraban relativamente cerca uno de otro. Otros ejemplos que apoyan la proximidad de estas masas continentales son Tricolpites sp. (Hamamelidae, familia del liquidámbar) y Jugella sp. (similar a Spathiphyllum, Araceae) en la Formación Gran Tesoro en Durango. Aunque la edad de esta formación se ha considerado jurásica, la presencia de estos granos de polen sugieren que hay que reevaluarla, pues ahora se considera que la presencia de estas plantas permite correlacionar los sedimentos portadores de los granos de polen con estratos de Norteamérica de edad Albiana. La falta de resolución estratigráfica no permite decidir cuál es el fósil más viejo, lo que por si sólo no significaría encontrar el lugar de origen de un grupo, pero si plantea que durante este tiempo, o poco tiempo antes, existieron puentes que permitieron la comunicación entre los dos hemisferios. No queda aun claro cómo estuvo constituido este puente, pero seguramente estos grupos de plantas se originaron antes del Campaniano.
 
Si, por ejemplo, se tomara en cuenta la diversidad de un taxón en una zona geográfica determinada para sugerir su lugar de origen en el Campaniano, tal como se ha hecho con las plantas actuales, podría postularse que la familia Musaceae se originó en el Hemisferio norte, ya que en éste se encuentran varias especies de Spirematospermum y Striatornata (plantas relacionadas con el plátano y el ave del paraíso). Aún más, de acuerdo con Rodríguez-de la Rosa y Cevallos-Ferriz, lo que hoy se incluye en Spirematospermum podría incluir varios géneros de Musaceae. Un razonamiento semejante se podría hacer con las Pandanaceae, pero en este caso su origen, al examinar el registro fósil del Campaniano, sería en la India en donde varias especies (aproximadamente 5) han sido descritas como pertenecientes a Virocarpum (planta extinta relacionada con el pandano). Aunque el número de especies en este grupo se sigue discutiendo, otros registros fósiles del grupo sólo se conocen de Norteamérica, en donde polen, una hoja, y el fruto de Coahuila han sido asignados a la familia Pandanaceae. Los macrofósiles más antiguos de Araceae se han reportado en Coahuila, aunque de acuerdo con las plantas actuales su centro de origen es en África, lo que da origen a una situación semejante a la de los dos grupos anteriores.
 
Estos datos sugieren, en primer término, que cualquiera que haya sido el puente que permitió el intercambio de plantas durante el Campaniano funcionó en ambas direcciones, y segundo, que si bien un taxón puede originarse en un sitio, miembros de éste pueden diferenciarse posteriormente en otros lugares.
 
Terciario
 
Si comparamos las plantas del Eoceno con las del Cretácico es obvio que hay una “modernización” de ellas, que seguramente puede ser detectada en las comunidades del Paleoceno. Sin embargo, se debe tener claro que durante el Paleogeno, en territorios que hoy forman México, existían condiciones de orografía, hidrografía, climatología, etc., completamente distintas a las actuales. En términos muy generales puede afirmarse que mientras en el occidente los terrenos volcánicos dominaban, lo que seguramente generaba prominencias de diferentes alturas, en el oriente, amplias planicies costeras con elevaciones mucho menores daban forma al paisaje. También durante el Paleogeno no existía el eje neovolcánico ni las sierras al sur de éste, además de que lo que hoy se conoce como Península de Baja California estaba unida al continente. Desde luego, dentro de este panorama no se puede descartar la presencia de algunas elevaciones producto del vulcanismo en el centro y oriente de México. Estas condiciones permiten pensar que las plantas y floras establecidas en latitudes más altas de Norteamérica pudieron aumentar su área de distribución hacia el sur con relativa facilidad. Aunque es mucho lo que nos falta por conocer de las plantas y la vegetación del Paleoceno en lo que hoy es México, es importante comprender que el registro fósil apoya la idea de una continuidad entre la flora de altas latitudes y la de bajas latitudes de Norteamérica. Esta continuidad tiene implicaciones fitogeográficas importantes, pues si en las altas latitudes de Norteamérica se ha demostrado que durante el Paleógeno su vegetación tuvo nexos importantes con la vegetación de Europa y Asia, es de esperarse que estas plantas tengan al menos algunos representantes en latitudes bajas de Norteamérica.
 
En el límite del Paleoceno-Eoceno de Tamaulipas, en la Cuenca de Burgos, Martínez-Hernández et al., reportan la presencia de Engelhartia y Platycaria (plantas de la familia del nogal). Al analizar la distribución de estos taxa y tomando en cuenta el registro fósil, resulta que la distribución disyunta actual de Engelhartia, por ejemplo, puede explicarse mediante su extinción en varias regiones del Hemisferio norte, subsistiendo ahora sólo en Asia y México (Tamaulipas y Oaxaca). Si se acepta esta hipótesis, muchos de los taxa con afinidad asiática que crecen ahora en México, como Melisoma (palo blanco, Veracruz), Turpinia (manzanillo, Chiapas) y Liquidámbar pudieron haber llegado al territorio nacional en un periodo tan reciente como el Paleoceno-Eoceno, a través de los puentes del este y oeste de Norteamérica y su subsecuente desplazamiento hacia el sur.
 
Los estudios palinológicos de los estados de Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas sugieren que la vegetación que allí se estableció durante el Paleoceno-Eoceno era semejante a la del este de los Estados Unidos. Aún más, aparentemente esta flora alcanzó sitios más sureños. Los macro y microfósiles del Oligoceno de Puebla también atestiguan la expansión de las floras de altas latitudes hacia las bajas latitudes de Norteamérica. Este panorama de la vegetación de México, que comienza a documentarse, nos hace preguntarnos sobre los factores que regían la distribución de estas floras.
 
Durante mucho tiempo se utilizó el modelo de las geofloras para explicar la distribución pasada y actual de las plantas y su forma de asociarse. Esta propuesta sugiere que las comunidades actuales tienen mucho tiempo de haberse formado (posiblemente desde el Cretácico) y que de acuerdo con los cambios climáticos, ambientales o geológicos se movieron como un todo de un área geográfica a otra, como lo planteó Axelrod en 1978. En contraste, más recientemente se propuso que, si bien se podía reconocer cierta homogeneidad en las floras terciarias, especialmente durante el Eoceno, las distintas comunidades detectadas en distintos momentos geológicos y en diferentes áreas geográficas se habían formado por el movimiento individual de las especies, dependiendo de la capacidad particular de migración y establecimiento de cada una, lo que dio origen al concepto de la flora boreotropical.
 
Tomando en cuenta la hipótesis de la flora boreotropical, más recientemente se ha documentado que durante la mayor parte del Eoceno existió un clima relativamente estable y uniforme en el Hemisferio norte, que aunado a la cercanía de los continentes o a la presencia de puentes formados por islas que los conectaban, permitieron la expansión de la distribución de las plantas más allá de su lugar de origen.
 
El oeste de Norteamérica se caracteriza por una intensa actividad volcánica que formó enormes depósitos fosilíferos que contienen muchos taxa de la llamada flora boreotropical desde el Eoceno, o antes. Este punto es importante para el entendimiento del origen de la vegetación de México, pues su vegetación durante el Paleogeno, por poseer elementos comunes, puede entenerse como una extensión hacia el sur de la flora boreotropical, pero hay que verla como una extensión con características propias. Dichas características las da la forma en la que se asocian las plantas representantes de la flora de latitud mayor, —Mimosa (sensitiva, uña de gato), Rhus (sumaque), Cedrelospermum (planta extinta de la familia del olmo), Eucommia (planta que hoy sólo crece en China), Karwinskia (tullidora)— en conjunto con los elementos propios de las floras del sur de Norteamérica —Reinweberia (planta extinta de la familia del frijol), Pseudosmodingium (tetlate, hincha huevos), Comocladia (cinco negritos, Chiapas)— La importancia de estos nexos resalta cuando se quiere explicar la presencia de plantas con afinidades asiáticas (Eucommia), africanas (Copaifera) o europeas (Statzia, planta extinta e insertae sedis) en la vegetación terciaria de México, pues su presencia se remonta a la conformación de la flora boreotropical en latitudes bajas de Norteamérica. Algunas de las plantas fósiles conocidas de México vivieron en latitudes mayores de Norteamérica, Asia y Europa, en donde tienen un excelente registro fósil como es el caso para Cedrelospermum, Eucommia, Rhus, Mimosa. Sin embargo, dos plantas, Statzia y Pistacia (pistache), un grupo con características particulares en sus hojas, llaman la atención, pues sólo se les conoce de dos zonas geográficas. Se han recolectado n Alemania, en Rott, y en México, en los alrededores de Tepexi de Rodríguez. Sin embargo, otros fósiles de plantas comunes a estas dos localidades se han encontrado en otras partes de Europa y latitudes altas de Norteamérica. La distribución disyunta de estas plantas introduce interesantes problemas biogeográficos y biológicos. De hecho, si la edad de Eoceno que algunos autores atribuyen a los sedimentos poblanos es correcta, el registro fósil sugieriría que dichas plantas se originaron en México y posteriormente pasaron a Europa, en donde se han encontrado en sedimentos más jóvenes, oligocénicos.
 
La presencia en México de plantas con origen en África puede explicarse mediante conexiones entre África-Asia-Norteamérica, o África-Asia-Europa-Norteamérica. Aunque no se puede descartar la posibilidad de que el intercambio de algunas plantas se realizara vía Sudamérica, a través de Centroamérica o las Antillas. Por el momento las vías de intercambio mejor documentadas son aquellas que se dieron por medio de los continentes del Hemisferio norte. En esta discusión es importante la presencia de madera fósil de Copaiferoxylon (planta de la familia del frijol) en Baja California Sur, pues en la actualidad sólo crece en África y en el este de Sudamérica. Su registro fósil, basado en maderas, señala que también vivió durante el Oligoceno en Túnez y en el Mioceno en Somalia, aunque debe aclararse que en el material de Túnez se decribieron canales radiales, que no se conocen de la planta actual, por lo que el único registro confiable es el de Somalia. Esta misma planta se ha reportado del Plio-Pleistoceno del Golfo de México con base en el polen. Su presencia obviamente refleja nexos entre esta planta del Oligoceno-Mioceno de Baja California y las actuales de África y Sudamérica. Su distribución actual en el este de Sudamérica sugiere que ésta pudo haber sido una vía de intercambio entre los hemisferios, sin embargo no se puede descartar que haya llegado a México por el Norte. El hecho de que su registro fósil más antiguo se haya encontrado en Baja California Sur así lo sugiere. La ausencia de registro fósil fuera de las áreas mencionadas hace indispensable esperar a conocer un poco más sobre los lugares en los que habitó esta planta, para entender su distribución en ambos continentes y hemisferios.
 
Entender la continuidad y amplia distribución, temporal y espacial, de la flora boreotropical en latitudes bajas de Norteamérica es importante, pues no sólo permite comprender mejor el origen de la vegetación de México, sino tambiénsustentar su importancia como un área activa en la diversificación y radiación de algunos taxa desde hace mucho tiempo. Por ejemplo, plantas relacionadas con Tapirira (jobo, Anacardiaceae, familia del mango), Mimosa y Acacia (algarrobo, Leguminosae) son conocidas en la actualidad de Norte y Sudamérica y las dos primeras están bien documentadas en el registro fósil en latitudes altas y bajas de Norteamérica. Durante el Oligoceno ya se habían manifestado los primeros esbozos del Eje Volcáncio Transversal, lo que sugiere, entre otras ideas, que estas plantas atravesaron esta zona geográfica con anterioridad, o bien que fueron costeando hasta alcanzar la zona sur de México. Cualquiera que haya sido la vía, para la discusión actual lo importante es qué elementos de la flora boreotropical estaban presentes hasta el sur de México en el Oligoceno, hace aproximadamente 20-25 millones de años. Tapirira es una planta interesante pues aunque a la familia se le ha asignado un origen gondwánico, el primer registro de Tapirira es del Eoceno de Óregon. Nuevas muestras señalan su presencia en el Eoceno en Wyoming, siguiendo una serie de reportes del Oligoceno y Oligoceno-Mioceno en Baja California, Baja California Sur y Chiapas, respectivamente. Esto es, el registro a través del tiempo muestra un desplazamiento hacia el sur. A este patrón de movimiento de plantas de norte a sur pudiera también añadirse  Copaifera, de la que hablamos en el párrafo anterior, además de Karwinskia (Rhamnaceae). También importante, para visualizar este movimiento hacia el sur de algunas plantas, es la presencia de Haplorhus (de la familia del pirú) en el Oligoceno de Puebla. Haplorhus es en la actualidad una planta endémica de Perú, por lo que su presencia allá sugiere que de alguna forma se trasladó de México a su actual lugar de desarrollo. Esto implica pensar en una distribución más amplia del género en el pasado geológico y su extinción en algún momento en las zonas al norte del Perú. Aunque esta idea resulta atractiva hay que encontrar una explicación a la forma en que la planta franqueó la separación que existía en aquel momento entre Norte y Sudamérica. Los modelos tectónicos actuales para la zona sugieren que difícilmente pudo haber intercambio de norte a sur, o en sentido contrario, antes de 3 m.a.a.p. Sin embargo, existen algunas propuestas que sugieren que durante el Terciario medio existieron islas que sirvieron como puente entre los dos continentes.
 
Desafortunadamente no se conocen más fósiles de este género, pero como se verá adelante, y lo ejemplificaron Copaifera, Tapirira y Karwinskia arriba, Haplorhus no son las únicas plantas que necesitan una explicación para entender su distribución actual.
 
Documentar la presencia de estas plantas —flora del pasado geológico en México— es importante, pues aunque existe la tendencia en los trabajos neobotánicos a aceptar que muchas de las plantas actuales del sur de México tienen una historia en el país mucho más larga que la postulada hace algunos años, todavía es común escuchar y leer que la presencia de plantas con afinidad con el sureste de Estados Unidos se debe de alguna manera al desplazamiento de esta última hacia el sur durante las glaciaciones pleistocénicas. La presencia desde el Paleógeno de algunos elementos de la flora boreotropical y en el Neogeno de muchos más, combinados con elementos más típicos de México está bien documentada para el país. A partir de antecedentes históricos, mencionados en los párrafos anteriores, se vislumbra una larga historia en la que los componentes de la flora boreotropical estaban bien establecidos en México. Conforme se entienda mejor la manera en la que la vegetación de México fue adquiriendo su estado actual, el concepto de refugio tan usado para explicar los componentes actuales de la vegetación del sur de México (y de otros lugares), deberá adecuarse. De esta manera, debemos encontrar plantas con una amplia distribución y otras con distintos grados de restricción geográfica. Aún más, es de esperarse que en el registro fósil aparezcan plantas históricamente endémicas (aquellas que a través del tiempo sólo se conocen de una región determinada), mismas que se deben diferenciar de las plantas que representan refugios endémicos (aquellas que sólo se conocen en una región debido a que se extinguieron en otras.
 
No sólo entre las plantas fósiles, sino también entre las plantas actuales se encuentran ejemplos que sugieren nexos geográficos con Sudamérica. Entre éstas se pueden incluir géneros propios de “tierra caliente” como Tapirira, Anthurium (cuna de Moisés), Aspidosperma (chichi), Brosimum (ramón), Byrsonima (nanche), Castilla (hule), Cecropia (guarumo), Chamaedora (palma trepadora), Hymenea (caupinoli), Jacobinia (muitle), Lasiacis (carrizo del ratón), Maranta (platanillo), Maxillaria (orquídea), Piptadenia (espino negro), Pseudolmedia (tepetomate), Psidium (guayaba), Theobroma (cacao) y Zamia (palmitas), así como numerosos taxa de Leguminosae. Otro grupo de plantas, propio del bosque mesófilo, que mantiene también esta relación, son, Alloplectus, Billia (castaño de la sierra), Brunellia (baraja), Cavendishia (limoncillo), Centropogon, Clusia (manzana del diablo), Deppea, Drymonia (viejito), Fuchsia (aretillo), Hedyosmum, Hoffmania (tepecajete cimarrón), Hypocyrta, Macleania, Oreopanax (palo de danta), Podocarpus, Roupala (palo de zorrillo), Satyria, Tabouchina, Topobea (mata de palo) y Weinmannia (cempoalchal).
 
Los nexos entre África-México y Sudamérica-México son también sugeridos por plantas cuya distribución tan distante puede asumirse se originó en el tiempo en el que las masas terrestres estaban juntas, o mediante puentes, y cuya permanencia hasta la actualidad ha dependido de la capacidad de establecimiento y evolución en los ambientes en donde se presentan, por ejemplo Carpodiptera (palo de halcón), Ceiba (ceiba), Chlorophora (moral amarillo), Erblichia (flor de mayo), Guarea (bejuco blanco), Hirtella (icaquillo), Lonchocarpus (palo de oro), Lippia (orégano), Swartzia (corazón azul), Trichilia (cucharillo), Urera (chichicaste) y Vismia (nancillo amarillo).
 
Perspectivas
 
Pueden buscarse explicaciones complementarias al intercambio de plantas entre Gondwana y Laurasia, en el territorio nacional, si se entienden las rutas de migración y la evolución de los linajes, lo que también implica el entendimiento de la evolución geológica del país. La evolución de ciertos taxa puede relacionarse con los cambios geológicos en el occidente del país, comparada con los eventos en el oriente. El vulcanismo ocurrido durante el Cretácico y el Paleógeno determinó la permanencia de algunos grupos y propició el origen y evolución de otros, lo que da sentido, por ejemplo, a la hipótesis de que los pinares y encinares que dominan las regiones altas de las sierras en Norteamérica son comunidades clímax, seleccionadas por los constantes fuegos a los que fueron sujetos desde el inicio de su diversificación biológica.
 
Para poder establecer la historia de la vegetación de México es indispensable tener presente los movimientos de la Placa Farallón, que tiene influencia en la dispersión de plantas continentales hacia las islas de las antillas, en el desplazamiento hacia el norte del bloque que va a formar la península de Baja California, y hacia el sudeste del Bloque Chortis que posibilitó la dispersión de un grupo muy grande de plantas cuya evolución estuvo bajo la influencia del vulcanismo.
 
El movimiento de la Placa de Farallón tuvo un efecto adicional sobre el Arco Volcánico que se estableció durante el Paleógeno en la región de la actual Mesoamérica, lo que propició un desplazamiento de las islas hacia el noreste (mar Caribe). La gran cantidad de plantas antillanas compartidas con la flora de la Costa del Pacífico de México, y no con la flora del Golfo de México, además de la presencia de algunos taxa en las Islas Revillagigedo relacionados con la flora del Caribe, se explica a partir de la posición que guardaban estas islas en el pasado con respecto a la costa del Pacífico mexicano, lo que propició el aumento de la distribución geográfica de los taxa de esa región. Es muy probable que antes de su desplazamiento las islas ya contuvieran una importante cantidad de plantas comunes a la parte continental y occidental del territorio nacional, aunque al adoptar su posición actual los taxa continuaron evolucionando, como lo sugiere la comparación de Comocladia fósil del estado de Puebla, con las especies actuales que se desarrollan en México y aquellas de las islas del Caribe.
 
En el caso de la protopenínsula, entender su posición en una latitud más sureña hace posible considerar al registro fósil en la parte norte de ese territorio (hoy San Diego, California) como perteneciente a México, y por lo tanto permite conocer las plantas que crecieron en México en el Eoceno o antes, aunque en la actualidad este registro se encuentre fuera de los límites políticos del país. La localidad de El Cien, que está aproximadamente en la parte media de Baja California Sur, contiene un conjunto florístico del Oligoceno-Mioceno cuya ubicación ancestral refiere una asociación de plantas tropicales en la vertiente del Pacífico, de la que se puede asumir una vegetación tropical fuertemente influida por el mar, y que seguramente se extendió a lo largo de la costa como lo muestra la bien conocida flora del Oligoceno-Mioceno de Chiapas, misma que es compleja en términos de su composición y que en cierta forma es el antepasado de las selvas bajas actuales de la costa del Pacífico.
 
En el caso del desplazamiento del Bloque Chortis, su prolongada cercanía con las costas al sur del Pacífico, permitió que durante su migración mantuviera un intenso intercambio de plantas con el continente. El choque con la parte continental al sur del país incrementó la complejidad fisiográfica de esa región. Así, el origen de la Sierra Madre del Sur se reconoce como resultado de ese proceso. Este esquema tal vez pueda explicar, en primer lugar, la mayor diversidad vegetal del estado de Chiapas frente a todas las demás regiones fisiográficas del país, donde la conjunción de plantas con diferentes afinidades se ha mantenido como un misterioso proceso de integración florística. En segundo lugar, explica la distribución con límite en Centroamérica de plantas que tienen una muy relevante diversificación en la vertiente occidental de México —Pinus (pino), Quercus (encino), Karwinskia, etc. De hecho, la Depresión de Nicaragua (el extremo austral del bloque emplazado), marca el límite meridional de la distribución de Pinus y las demás coníferas consideradas boreales, así como de varios elementos holárticos como Acer (maple), Arbutus (madroño), Arceuthobium (flor de pino), Carpinus (mora de la sierra), Fraxinus (fresno), Liquidámbar, Ostrya (tzutujte) y Platanus (cicamoro).
 
Aunque es mucho todavía lo que se debe documentar para dar firmeza a las ideas expuestas arriba, los trabajos palinológicos realizados en el país subrayan la importancia del vulcanismo en la evolución de los taxa y las comunidades. Aunque en este escrito se hace referencia sólo de manera somera a la influencia del vulcanismo sobre la evolución de los taxa y/o comunidades, el siguiente ejemplo permite un acercamiento a lo importante que este fenómeno pudo haber sido a lo largo del tiempo, sobre todo en el territorio nacional, que ha sido fuertemente influido por este fenómeno a lo largo de la costa occidental y de las zonas centro y sur. A partir del registro polínico del barreno Texcoco 1 con una longitud de 2 065 m, se puede demostrar la influencia del vulcanismo sobre la sucesión de la flora en la cuenca del Valle de México. La sección estudiada comprende del Mioceno (2 065 - 830 m) al Plioceno (830 - 300 m). El conjunto florístico, comenzando en la base de la sección (2 065 - 2 000 m), sugiere un clima tropical en el que se desarrollaron Malpighiaceae (familia del nanche), Rubiaceae (familia del café) y Leguminosae (familia del frijol), que no vuelven a presentarse en el resto de la columna. Estos elementos parecen indicar la presencia de una cuenca de depósito muy cercana al nivel del mar. A los 1970 m, el conjunto polínico representa una comunidad semejante al bosque mesófilo con Engelhartia, Ilex (junco serrano) y Anemia (helecho), en donde también se encuentran elementos boreales que comienzan a aparecer con baja frecuencia como Pinus, Alnus (aile, aliso) y Quercus. Luego de la introducción de estos elementos boreales, otros empiezan a ser más frecuentes y se asocian a Chenopodiaceae- Amaranthaceae (familias del epazote y alegría), gramíneas (familia del pasto) y compuestas (familia del girasol). La abundancia de Pinus y Quercus es muy variable, sin embargo, estos cambios en la zona se asocian al intenso vulcanismo que favorece la selección de estos taxa y no permite el restablecimiento del bosque mesófilo. A partir de los 725 m (Plioceno) parece estabilizarse la actividad volcánica y permitir el restablecimiento del bosque mesófilo integrado por Ilex, Betula (alamo), Engelhartia, Juglans (nogal), Carya (nuez) y Liquidámbar.
 
Sin embargo, la presencia de estos bosques es intermitente con intercalaciones de bosque mixto de Pinus y Quercus, donde las composiciones varían y aún es posible encontrar coexistiendo elementos mesófilos (e.g., Liquidámbar). Estos cambios sugieren el establecimiento del bosque mesófilo en condiciones de mayor humedad, afectado en mayor o menor grado por la intensidad de los eventos volcánicos.
 
El ejemplo anterior señala la necesidad de abandonar algunas ideas muy arraigadas. Por ejemplo, que la presencia de gimnospermas, tanto fósiles como actuales, necesariamente deben relacionarse con climas fríos. Esta relación no necesariamente funciona en el pasado, y tiene importantes excepciones en la actualidad. Entre las plantas con flor, géneros como Ilex, Quercus, Populus (chopo), Salix (sauce llorón), Alnus, etc., se han relacionado con condiciones climáticas que permiten el establecimiento de elementos típicamente boreales. Sin embargo, en el registro fósil de Ilex se observa que éste se asocia con diversos conjuntos de plantas en el territorio nacional a lo largo del tiempo. La conclusión —después de observar asociaciones de fósiles— es que la definición y tipos de comunidades que se conocen en la actualidad no tienen por qué encontrarse en el pasado. Aunque en la actualidad la presencia de una planta o un grupo de plantas en un lugar determinado puede ser el resultado de un conjunto de factores (climáticos, edáficos, genéticos, etc.), no se puede afirmar que idénticos factores, y las mismas plantas, hayan permanecido sin cambio a través del tiempo. Sólo mediante trabajos en los que se conjunte la visión paleo y neobotánica se podrá lograr un mejor entendimiento de la historia de la vegetación de México. Chivi52
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Cevallos Ferriz, Sergio R. S. y Ramírez, José Luis. (1998). Las plantas con flores en el registro fósil. Ciencias 52, octubre-diciembre, 46-57. [En línea]
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Bugs y Faus en el país de las matemáticas

En el siglo segundo de nuestra era, —Flegón— un liberto griego del emperador Adriano, publicó un libro titulado Historias extraordinarias. Fiel al espíritu de la época, Flegón incluyó en su obra relatos que hoy se antojan excesivos, como el del nacimiento de un niño con cuatro cabezas que fue presentado ante Nerón, otro más sobre una mujer de Alejandría que en cuatro ocasiones tuvo a quíntuples, y un tercero en torno al extraño caso de la sirvienta de un comandante de la Guardia Pretoriana que en pleno comienzo de la era cristiana dio a luz a un pequeño simio en Roma.

A pesar de lo que se pudiera creer, el interés de Flegón no se limitaba a los partos anómalos, e incluyó en su libro un relato pormenorizado sobre los efectos de un terremoto que afectó a Sicilia y el sur de Italia durante el reinado de Tiberio. El temblor hizo que se agrietara el suelo y, como escribió Flegón, “sus fisuras mostraron los restos de seres de grandes dimensiones.” Los nativos se sorprendieron y no quisieron mover los cuerpos de los gigantes, pero recogieron el diente de uno de ellos, que medía más de un pie de largo, y lo enviaron a Roma. Los emisarios se lo mostraron al emperador Tiberio, y se le preguntó si deseaba que le hicieran llegar a Roma los restos de esos seres extraordinarios. Para evitar profanar las tumbas y cometer una impiedad, decidió no remover los cuerpos, pero no se quiso privar de conocer las dimensiones de aquellos seres heróicos de otros tiempos. Por ello, el Emperador tomó una decisión sabia, e hizo llamar a un conocido geómetra de nombre Pulcher, a quien mucho apreciaba por su sabiduría. Una vez que éste se encontró ante la presencia de Tiberio, el emperador le ordenó reconstruir el rostro del gigante, cuyo tamaño tenía que respetar la escala de aquel diente. Pulcher siguió con prontitud las órdenes del emperador, y calculó las proporciones de la cara y el cuerpo entero tomando como referencia las dimensiones del diente. Modeló luego la cara y se la mostró al Emperador, el cual se declaró satisfecho con lo que había visto, y envió de regreso el diente a donde se había recolectado.”1

“Uno no debería desconfiar de estas historias”, agregó Flegón antes de cerrar su relato, “puesto que reflejan que en el pasado la naturaleza se prodigaba y todo lo generaba con dimensiones cercanas a las de los dioses, pero a medida que transcurría el tiempo, se marchitaban los tamaños de las criaturas engendradas por la tierra”. A pesar del desdén que la obra de Flegón ha inspirado a los estudiosos del mundo clásico, me gustaría saber más de Pulcher, el geómetra. No es sino un nombre más en la lista de personajes sin rostro que nos dejó el mundo grecolatino, pero es el antecedente más antiguo que conozco de un estudioso de las matemáticas que aplicó las reglas del crecimiento relativo de las partes de un organismo recurriendo a lo que debe haber sido una formulación semiempírica de la alometría.

¿Qué tanto profundizaron los antiguos en torno a este concepto? Aunque se podría sospechar que atrás de la historia de Flegón se encuentran los conceptos de simetría y estructura corporal con los cuales cualquier escultor del mundo grecorromano hubiera estado familiarizado, no deja de llamar la atención que fuera un geómetra (es decir, alguien dedicado a las matemáticas) quien recibiera el llamado del Emperador para reconstruir el cuerpo del gigante (que probablemente era parte de un fósil de mamut). Pulcher debe haber conocido, aunque sea en forma empírica, algunas de las reglas básicas del crecimiento alométrico. Como afirman José Luis Gutiérrez Sánchez y Faustino Sánchez Garduño al glosar a Ludwig von Bertalanffy en su libro Matemáticas para las ciencias naturales, que hoy nos convoca, éste puede ser de forma y = bxa, en cuyo caso corresponde a la ley de crecimiento relativo más sencilla que se conoce. Cualquiera que se asome a La Traza General, la segunda parte y sin duda alguna la más atractiva del texto de José Luis y Faustino, descubrirá de inmediato que atrás de esa aparente simplicidad se encierran posibilidades didácticas extraordinarias. Sin encerrarse en lo que ellos mismos llaman “juego más o menos diestro del álgebra”, demuestran cómo la ecuación se puede generalizar para que los estudiantes de las ciencias naturales puedan, a partir de la relación peso y talla, comprender los casos en que el crecimiento no cumple la ley alométrica general, y culminan con un modelo no lineal cuyas posibilidades de aplicación se concretan en el análisis de los datos de campo de una población de ostiones de los esteros de Sinaloa que fue estudiada en detalle por miembros del Departamento de Matemáticas de la Facultad de Ciencias.

¿Qué es lo que se encierra atrás de una fórmula que a pesar de su simplicidad es capaz de describir el desarrollo de un ser vivo? La lectura de Life’s Other Secret: the new mathematics of the living world,2 que Ian Stewart publicó hace apenas unos meses, demuestra que aún subsiste la antigua tradición pitagórica que considera a las propiedades de los números como la base sobre la cual descansa la estructura de un Universo que se mueve al ritmo que le marcan las propiedades de los cocientes y las proporciones. La cábala puede ser fascinante, pero resulta mucho más útil y prudente recordar las palabras de von Bertalanffy, que afirmó en su Teoría general de sistemas,3 que existen muchos fenómenos del metabolismo, la bioquímica, la morfogénesis y la evolución que siguen precisamente la formula y = bxa, y agregó que “a pesar del carácter simplificado y de sus limitaciones matemáticas, el principio de la alometría es una expresión de la interdependencia, organización y armonización de procesos fisiológicos”.

A diferencia del pato Donald y otros pitagóricos, Faustino y José Luis no llevan tatuados en las manos pentágonos con estrellas de cinco picos. Por el contrario, se saben discípulos de una escuela que pretende no solo “adaptar el modo de pensar del matemático a las ciencias de la vida” sino también comprender, desarrollar y enseñar la filosofía de la que hablaba von Bertalanffy. Aunque su libro se titula Matemáticas para las ciencias naturales no es difícil adivinar atrás de los ejemplos que citan cuál es su amor fundamental: el de las ciencias biológicas, lo cual los hace parte de un grupo de profesores e investigadores de nuestra universidad embarcado en la tarea de construir y difundir una disciplina que se pueda legítimamente llamar biología teórica.

¿De dónde arranca este empeño que pretende unir a dos disciplinas aparentemente tan disímbolas como las matemáticas y la biología? José Luis y Faustino afirman que buena parte de los orígenes se encuentran en los trabajos de los años treinta de von Bertalanffy sobre la teoría de los sistemas y en sus aplicaciones al estudio de las ciencias de la vida. Sospecho que el origen puede ser más antiguo. Todos conocemos los hilos conductores que llevan, por ejemplo, a la discusión de Galileo sobre el grosor de los huesos en sus Diálogos sobre dos nuevas ciencias, los cálculos medio tramposos que hizo Mendel de las frecuencias de sus híbridos, y a la demografía malthusiana, a la que José Luis y Faustino dedican un análisis detallado, crítico y comprometido.

Sin embargo, es probable que el impulso inicial más estimulante haya sido la matematización de la teoría de la selección natural. El propio Darwin no era especialmente afecto a las matemáticas y veía con cierto escepticismo los argumentos de su primo Francis Galton; pero como lo demuestra el ejemplo de Karl Pearson y la serie de artículos que publicó a finales del siglo pasado bajo el título de Mathematical Contributions to the Theory of Evolution, esos prejuicios fueron rápidamente superados. La generación siguiente fue todavía más lejos. Entrado el siglo veinte, la teoría matemática de la genética de poblaciones, desarrollada con extraordinaria acuciosidad por investigadores de la talla de Ronald A. Fischer, Sewall Wright, y John B. S. Haldane, no sólo preparó el camino para el nacimiento del neodarwinismo, sino que también contribuyó a legitimar los enfoques cuantitativos de las ciencias biológicas.

Curiosamente, en el libro de José Luis y Faustino no encontré mención alguna a D’Arcy Wentworth Thompson, sombra tutelar de los biólogos matemáticos y de los matemáticos interesados en la biología. Heredero de las mejores tradiciones intelectuales británicas y ejemplo prototípico del gentleman victoriano, Thompson era un zóologo escocés sumamente cultivado que transitaba con igual facilidad de los clásicos griegos a la geometría euclidiana. Aunque era demasiado cortés para hacer explícito su escepticismo por las explicaciones darwinistas, en 1917 publicó su célebre On Growth and Form4 un tratado elegante y bien estructurado en donde intentó describir los principios físicos que subyacen a las formas biológicas, y que se puede leer como un homenaje tardío pero estimulante a la filosofía de Pitágoras. La lectura del libro de Thompson es una zambullida gozosa en la interdisciplina: por sus páginas fluyen en sucesión interminable los principios matemáticos que subyacen a las celdas de un panal de abejas, la espiral logarítmica que describe lo mismo la forma de los caracoles que los cuernos de los carneros, y la precisión con la que las espinas de las suculentas y las inflorencias de las compuestas obedecen las reglas de Fibonacci. Al igual que algunos de sus contemporáneos, Thompson estaba convencido de que las formas geométricas de los organismos representaban soluciones optimizadas con las que la materia viva respondía en forma plástica y polifilética ante la acción directa de las fuerzas físicas. Pocos creen eso hoy en día, pero como anotó hace ya casi veinte años Stephen Jay Gould5, los trabajos de David Raup con fósiles de gasterópodos y amonites sugieren que en algunos casos es posible explicar la forma de los organismos y sus partes reconociendo la manera en que están determinadas jerárquicamente por unos cuantos factores mucho más sencillos pero interconectados —que es precisamente parte de lo que afirmaba Thompson.

Es cierto que D’Arcy W. Thompson exageró en algunas ocasiones y se equivocó en otras, pero es fácil reconocer su actitud visionaria y su contribución al acercamiento de dos ciencias hasta entonces tan ajenas, lo que ayudó a la gestación de una óptica novedosa y más precisa de la biología. No fue el único. Basta asomarse a los trabajos de Volterra, Lotka, Gaus, Kermack y McKendrick, con su teoría sobre la difusión de las epidemias, y Ravshevsky (un personaje complejo cuya biografía intelectual aún está por escribirse), para identificar de inmediato la existencia de toda una generación que se sintió cautivada por los problemas biológicos y de la que son herederos, conscientes o no, muchos de los matemáticos que trabajan en modelos y problemas de las ciencias de la vida.

Como lo demuestran algunas de las notas de pie de página del libro de José Luis y Faustino, los apellidos que portan las ecuaciones encierran biografías y momentos científicos insospechados.

Desde 1901 Vito Volterra, un matemático, aviador, y senador italiano antifascista que había alcanzado una reputación internacional por sus trabajos sobre ecuaciones diferenciales y la teoría de funcionales, se había interesado en el problema de la elasticidad, y a partir de allí había comenzado a reflexionar sobre el significado que tienen los modelos para estudiar disciplinas alejadas de las ciencias físicas. El interés de Volterra permaneció latente pero incólume durante varios años, y no fue sino hasta 1925 cuando su yerno, el zóologo Umberto D’Ancona, se acercó a él con los registros de pesquería de los puertos de Venecia, Fiume y Trieste. Las batallas marinas en el Adriático durante la Primera Guerra Mundial habían frenado la pesca, lo cual limitó los efectos de la actividad humana sobre el equilibrio natural entre las distintas especies de peces, que habían retornado a sus niveles normales. Volterra se aproximó al problema de la interacción de dos especies con un enfoque que algunos han tachado de mecanicista, pero que demuestra su ingenio y originalidad. Supuso que las poblaciones eran equivalentes a dos sistemas de partículas que se movían al azar en un recipiente cerrado, que representaba el mar.

Cada vez que una “partícula-presa” y una “partícula-predador” se tocaban en forma aleatoria, la segunda devoraba a la primera. Bajo la hipótesis de tasas de crecimiento constantes, es decir, malthusianas, Volterra llegó rápidamente a la conclusión de que se trataba de un fenómeno periódico que podía ser descrito como una oscilación.

Como relata Giorgio Israel en su espléndido libro La Mathématization du Réel,6 D’Arcy Thompson se interesó de inmediato por el análisis de Volterra y, con su generosidad característica, de inmediato lo invitó a escribir un artículo, que apareció publicado en 1926 en Nature. Lo que siguió fue una tragedia. El artículo atrajo la atención (y el resentimiento) de Alfred J. Lotka, un matemático estadounidense solitario y amargado que supervisaba el trabajo estadístico de la Metropolitan Life Insurance Company de Nueva York. El análisis de los datos de la aseguradora le había familiarizado en forma con la dinámica de las poblaciones, no de peces sino de humanos, en donde, como todos sabemos, también hay presas y depredadores. Aunque siempre se mantuvo alejado de las instituciones académicas, Lotka no sólo poseía una sólida formación científica, sino que era un matemático brillante que había resuelto con éxito diversos problemas en biología evolutiva, física estadística y teoría de probabilidades. Pero no era un hombre generoso. Cuando leyó el artículo de Volterra, de inmediato reclamó la prioridad y le envió un paquete que incluía copias de sus trabajos y un ejemplar de su libro Elements of Physical Biology,7 en el que un año atrás había analizado un caso particular de las relaciones parasitarias y discutía las interacciones predador-presa. El modelo de Lotka era distinto al de Volterra y formaba parte de un intento por describir matemáticamente un ecosistema formado por un número n de especies con relaciones tróficas francamente peligrosas, porque todas ellas se nutrían unas de otras.

En realidad, el reclamo de Lotka era injustificado. No había existido ni mala fe ni omisión voluntaria por parte de Volterra, cuyo análisis para el caso de dos especies era mucho más completo que el de Lotka. De nada sirvieron las explicaciones del italiano. Como lo demuestra la lectura de la correspondencia que sostuvo con D’Arcy Thompson, Volterra se obsesionó con el asunto, pero todo fue inútil. Un año es un año, y el apellido de Lotka quedó como el primer nombre en un binomio que dejó unidos para la posteridad a dos hombres que se detestaban.

Venturosamente el enojo de Vito Volterra no frustró sus empeños académicos. Como dicen Faustino y José Luis, Volterra continuó trabajando en el desarrollo de la primer teoría determinista sistematizada de la dinámica de poblaciones, y en 1938 hasta se convirtió en un precursor de Walt Disney y del pato Donald al filmar, con ayuda del matemático ruso Vladimir A. Kostitzin y del cineasta francés Jean Painlevé, un documental en donde explica los principios matemáticos de su teoría.

Para entonces, sin embargo, la combinación de disputas familiares y diferencias de enfoque había enfrentado a Volterra con su yerno D’Ancona, pero con papeles profesionales invertidos.

Este último creía en la infalibilidad absoluta de los modelos. En cambio, Volterra, quien poseía una extraordinaria sensibilidad hacia los problemas biológicos, reconocía las dificultades que encierra la aplicación de toda metodología cuantitativa al estudio de las ciencias de la vida. El intercambio epistolar entre suegro y yerno fue exacerbado por sus respectivas pasiones mediterráneas, y pronto se convirtió en un debate sobre los riesgos de la abstracción y las posibilidades del modelaje en biología.

Es evidente que la razón asistía a Volterra, el matemático. Como nos lo recuerda el texto de Koyré que Faustino y José Luis anexaron a su libro, Galileo había afirmado que “el libro de la naturaleza está escrito con caracteres geométricos”. Sin embargo, una ojeada a la historia de la ciencia demuestra que mientras que el uso del instrumental matemático y el ideal de la axiomatización han tenido un éxito extraordinario en la física, ese mismo enfoque no siempre ha sido igualmente productivo cuando se aplica a la ciencias de la vida —pero hay éxitos notables, como lo demuestra el extenso inventario de ejemplos incluídos en Matemáticas para las ciencias naturales, y que incluye problemas de ecología, bioquímica, genética, pesquería, y crecimiento y desarrollo de los organismos. Como escribió en 1968 von Bertalanffy al referirse no a la disputa sino a los modelos de Lotka y Volterra, “los principios que gobiernan el comportamiento de seres intrínsecamente diferentes se corresponden. Pongamos un ejemplo simple: la ley del crecimiento exponencial se puede aplicar a ciertas células bacterianas, de animales o de humanos, así como al progreso de la investigación científica, si éste se mide, por ejemplo, por el número de publicaciones sobre problemas de la genética, o sobre las ciencias en general. Los seres en cuestión, bacterias, animales, humanos o libros, difieren totalmente de igual manera que lo hacen los mecanismos causales implicados en los cambios mencionados. De cualquier forma, siguen la misma ley matemática. Otro ejemplo: las leyes que describen las rivalidades entre las especies, animales o vegetales. Los mismos sistemas de ecuaciones se aplican a ciertas ramas de la fisicoquímica o de la economía”.

Es imposible no sentir la fascinación ante el extraordinario poder de abstracción de las matemáticas, sin duda alguna la actividad teórica más sofisticada que ha desarrollado nuestra especie. Ello nos conduce de inmediato a interrogantes para las cuales no tenemos respuesta.

¿Por qué podemos sistematizar y organizar el conocimiento en términos cuantitativos? ¿Cuál es la estructura íntima de la mente humana que ha permitido que en todos los pueblos y en todas las culturas se hayan cultivado, en mayor o menor grado, no sólo la matemática, sino también la poesía, y la producción y consumo de bebidas fermentadas y otras sustancias enervantes?

Sin embargo, no nos debemos engañar. Aunque los humanos tenemos las neuronas empapadas de fluidos matemáticos, no todos atienden a su llamado. Nadie ignora la severidad de los problemas pedagógicos que presenta la enseñanza de las matemáticas, tanto en México como en otros países. Me limito a un ejemplo de hace casi ochenta años: “Tengo diecisiete años, y sueño con la Historia Natural, pero mi mediocridad en el plano de las matemáticas puede frenarme irremediablemente. Las matemáticas me inspiran un asco que no puedo superar”, le escribió un joven estudiante francés al célebre biólogo francés Jean Rostand, “¿Realmente sin ellas no puedo consagrarme al estudio de la vida? ¿Cómo resignarme a no hacer la carrera que uno quiere, y en la que uno se encontraría a gusto?”

Es cierto que el desarrollo de la biología molecular sustituyó a los cálculos estadísticos de la genética mendeliana y que, como dice Giorgio Israel, la biología moderna está definida por un reduccionismo mecanicista sin matemáticas —pero nadie puede ser biólogo sin ellas. Ecología, bioquímica, neurofisiología, genética de poblaciones requieren de ellas y, como bien afirman José Luis y Faustino, la biología molecular sería inconcebible sin los modelos geométricos de las macromoléculas o muchas otras aplicaciones en otras áreas de las ciencias de la vida. Nadie puede, por tanto, ignorar el reto docente ante esta realidad.

El volumen que hoy nos ha reunido es, en buena medida, resultado del empeño admirable que un grupo de amigos y colegas de la Sociedad Matemática Mexicana, del Departamento de Matemáticas de nuestra facultad, y de la Universidad Autónoma de Chapingo, por asumir en forma plena el compromiso de la enseñanza. Es una obra con defectos, sin duda alguna, pero éstos son mínimos: le falta un índice, el nombre de Dwight Eisenhower está mal escrito, las figuras son francamente espantosas y el diseño es frío e inhóspito como el de un procesador de textos adquirido durante alguna oferta navideña. Pero estos defectos no demeritan en modo alguno sus virtudes esenciales. El libro ha asumido como hilo conductor el concepto de modelo, y como preocupación fundamental, la enseñanza de la matemática, entendida ésta como una disciplina que se ha desarrollado en un contexto social e histórico específico. Es un texto de prosa pulida, escrito con sentido del humor, ejemplos extraordinariamente bien elegidos, y en donde los afanes didácticos volatilizan cualquier asomo de pedantería en la elegancia de las demostraciones. Me alegró de verdad tener este libro en las manos, por la forma en que fue escrito, por los objetivos que se persiguieron con su elaboración, por la amistad y respeto que siento por sus autores y, sobre todo, porque es fácil reconocer que atrás de la preparación de un texto para nuestros maestros y alumnos hay un acto de enorme generosidad intelectual.

El 6 de agosto, hace apenas unos meses, vi por primera vez el texto de José Luis y Faustino. Después supe que ese mismo día había fallecido André Weil, el fundador del grupo Bourbaki, quien a pesar de haber luchado en contra de la resistencia francesa, al lado de las fuerzas alemanas logró emigrar a Princeton. Ni en Francia ni en los Estados Unidos de Norteamérica lo querían, pero lo respetaban. Carecía de la intensidad y la solidez moral de su hermana Simone Weil, pero era un hombre brillante, con un refinado sentido del humor, y horizontes intelectuales de una amplitud enorme. Como lo demuestra la lectura de su autobiografía Souvenirs d’Apprentissage,8 siempre se mantuvo atento tanto a los problemas de la enseñanza como a la posibilidad de aplicar su conocimiento a otras áreas del conocimiento científico a las que siempre se asomó con su mirada de matemático.

Esa actitud no es tan rara como pudiera parecer. La lectura de Matemáticas para las ciencias naturales es un ejemplo de hasta qué punto esa apertura intelectual suele ser más frecuente entre los matemáticos que entre quienes se dedican a otras disciplinas científicas. Me parecen admirables tanto su preocupación por la enseñanza, como la buena disposición con que los matemáticos se asoman, con una mezcla medio explosiva de candor e interés, a otras áreas del conocimiento: la pintura renacentista, la economía, la epidemiología, la demografía, la historia y la filosofía de las ciencias, y hasta el psicoanálisis. Como nos lo recuerdan José Luis y Faustino, ese acercamiento se suele dar sin paternalismos y sin actitudes refractarias. “Durante los dos últimos tercios del siglo —escriben en su libro— la matemática se ha inspirado en procesos biológicos tan complicados como el modelo darwiniano de selección natural o el funcionamiento del sistema nervioso, para desarrollar herramientas computacionales (los algoritmos genéticos y las redes neuronales, respectivamente, de utilidad muy superior, en algunos casos, a las tradicionales”. Tienen razón: la matemática y la biología se han nutrido y enriquecido mutuamente como resultado de su interacción. Entre una y otra ha habido de todo: resultados extraordinarios como los de Lotka y Volterra, chanchullos minúsculos e inofensivos como los de Mendel, excesos como los de Ravshevsky y Stewart, promesas incumplidas como las de la teoría de catástrofes, errores y aciertos como los de D’Arcy Thompson. Como lo demuestra este breve inventario, la relación de las matemáticas con las ciencias biológicas es de amores extravagantes y amasiatos turbulentos. No importa. Mejor eso a un matrimonio tedioso. Chivi52

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Lazcano Araujo, Antonio. (1998). Bugs y Faus en el país de las Matemáticas. Ciencias 52, octubre-diciembre, 4-10. [En línea]
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 Las múltiples caras de la Tierra

  

En las fotografías tomadas desde el espacio, la Tierra se ve como una apacible esfera azul. Sin embargo, esa imagen del planeta esconde un sistema muy dinámico y en constante transformación, en respuesta a la energía producida en su interior y a la energía proveniente del Sol que se esparcen en los océanos, la atmósfera y los continentes, modelando su superficie.

La Tierra es un planeta fascinante, formado por una compleja red de procesos naturales que lo hacen único en el sistema solar. Sus orígenes e historia han despertado la curiosidad de muchas generaciones de estudiosos de las ciencias naturales. ¿Cómo se formaron las montañas?, ¿por qué encontramos restos de organismos marinos en rocas que hoy se encuentran a más de 3 000 metros de elevación?, ¿por qué existen plantas y animales con un pasado común en continentes actualmente separados por grandes océanos? Éstas son algunas de las preguntas que la humanidad se ha planteado desde los tiempos de las civilizaciones más antiguas y que durante muchos siglos permanecieron sin una explicación razonable. A raíz de dichos cuestionamientos surge la geología, ciencia que estudia el origen y la evolución de la Tierra. Esta ciencia se dedicó durante muchos siglos a clasificar las rocas y minerales, sin entender a fondo los procesos que los forman. No fue sino hasta el siglo presente, con la teoría de la tectónica de placas, que se produjo un cambio radical en la forma de explicar la evolución del planeta y se revolucionó el  conocimiento de las ciencias naturales en general.

Esta historia comenzó en el siglo pasado, con la elaboración de los primeros mapas geográficos que mostraban con mayor precisión la forma y distribución de los continentes. Uno de los primeros científicos que observó que las costas de África y Sudamérica coincidían como dos piezas de rompecabezas fue el francés Antonio Snider-Pelligrini en 1858. En su época esta idea pareció tan descabellada que fue abandonada en la oscuridad del olvido. Sin embargo, a principios del siglo xx el alemán Alfred Wegener encontró las primeras evidencias geológicas de que los continentes estuvieron unidos en el pasado formando un solo supercontinente, al que llamó Pangea, con lo que sentó las bases de la teoría de la deriva de los continentes. Aunque no ha sido muy difundido, el trabajo de Wegener fue tan importante y tuvo impacto en la comunidad científica como en su tiempo Darwin con la teoría del origen de las especies o Galileo cuando propuso que la Tierra giraba alrededor del Sol.

A pesar de la ardua labor de muchos científicos que trabajaron a favor o en contra de la teoría de la deriva de los continentes, no fue sino hasta los últimos cincuenta años de este siglo que los avances tecnológicos y la creación de instrumental científico complejo (sonares, magnetómetros, espectrómetros, etc.) desembocaron en una gran explosión de descubrimientos sobre los procesos que moldean la superficie de la Tierra y los mecanismos internos que los controlan. T. Wilson, A. Cox, D. Tarling, T. Atwater, P. Allegre, P. Molnar, J. Dewey y muchos geocientíficos más construyeron las bases teóricas de lo que hoy se conoce como tectónica de placas.

Su estructura

Nuestra Tierra nació del colapso de una nube interestelar hace más de 4 500 millones de años. Durante los primeros millones de años de su formación, la Tierra sufrió un intenso bombardeo de meteoritos, lo que, aunado a la energía emitida por la radiación de algunos elementos, provocó un aumento en la temperatura hasta producir una gran masa fundida. Aunque la composición química total de la Tierra se ha mantenido casi constante a lo largo de sus 4 500 millones de años, los procesos químicos y físicos han cambiado a través del tiempo la naturaleza y el espesor de las diferentes capas que la forman. Algunos elementos como los metales, por ser más pesados, se han ido concentrando en las capas más profundas. En cambio, otros elementos más ligeros se han desplazado a las capas externas. Este proceso de diferenciación química junto con el enfriamiento paulatino de la superficie, originaron los primeros compuestos minerales y las primeras rocas de una corteza primitiva.

Se desconoce cuánto tiempo tardó en formarse la primera costra sólida del planeta, aunque las rocas más antiguas descubiertas hasta la fecha en la superficie de la Tierra tienen alrededor de 4 000 millones de años de edad. La mayoría de la información que se posee sobre la estructura y la composición actual del interior del planeta proviene de la recopilación de datos indirectos, obtenidos a través de mediciones de los fenómenos físicos de la Tierra que son efectuadas desde la superficie. Un ejemplo de ello son los estudios de las ondas generadas por los terremotos, incluyendo métodos como la tomografía sísmica, el estudio del campo gravimétrico y magnético de la Tierra, las variaciones en el flujo de calor, etc. Los estudios geológicos superficiales proporcionan muy pocos datos directos sobre la constitución de las capas profundas del planeta, ya que de los 6 371 km que tiene el radio de la Tierra, el hombre solamente ha perforado 11 km con maquinaria moderna en la región de Siberia. De los meteoritos se obtienen datos geológicos indirectos acerca de la probable composición del planeta antes de su diferenciación química en capas; otro medio de obtener información acerca del interior de la Tierra es el estudio de los materiales que llegan a la superficie por las erupciones volcánicas. Así, con los datos que hoy se conocen, se considera que existen tres capas principales que forman nuestro planeta: núcleo, manto y corteza.

El núcleo representa 14% del volumen de la Tierra y 32% de su masa (si se considera que la Tierra tiene un volumen de 1 083 x 109 km3 y una masa de 5 975 x 1 024 kg). Está compuesto de hierro y níquel, y en menores cantidades por silicio, azufre, carbono, oxígeno e hidrógeno. Es la parte más profunda de la Tierra y está sometida a temperaturas que van  de 3 500° a 4 500° C, y a una presión de 3.5 millones de atmósferas en su centro. El núcleo interno, que comprende de 5 100 a los 6 371 km de profundidad, es sólido, y aunque fluye lentamente a velocidades de centímetros por año, tiene una rotación más rápida que la superficie por 1 a 3 grados más por año. En cambio, el núcleo externo, que abarca de 2 900 a 5 100 km de profundidad, es líquido y tiene fuertes corrientes que se mueven a varios kilómetros por hora, las cuales parecen originar el campo magnético de la Tierra.

El manto forma 83% del volumen del planeta y 65% de su masa, y está constituido por óxidos de hierro, magnesio y sílice. Su temperatura varía de 500° C en el manto superior a 3 500° en el manto inferior y las presiones van de 30 900 a 1.3 millones de veces la presión de la atmósfera.

Es la capa más fascinante de la Tierra, ya que aparentemente en ella se generan las fuerzas que provocan los cambios más importantes en la corteza terrestre. El manto se extiende de 40-70 km a los 2 900 km de profundidad, y su materia incandescente está en continuo movimiento, formando celdas parecidas a las observadas en la atmósfera. A estas celdas de movimiento se les llama corrientes de convección. Estas corrientes se generan aparentemente por las diferencias en temperatura que hacen que el material más caliente de las partes más profundas del manto suba a los niveles más altos, a profundidades menores, donde su temperatura disminuye y aumenta su densidad, provocando que caiga nuevamente hacia las partes bajas del manto. La distribución y la geometría de las corrientes de convección no han sido determinadas con precisión, sin embargo, los últimos resultados obtenidos por medio de tomografía sísmica sugieren que estas celdas de convección abarcan desde la zona de contacto manto–corteza hasta la zona de transición entre el núcleo y el manto a 2 700 km de profundidad.

La corteza constituye solamente 3% del volumen total de la Tierra y 1% de su masa. Está formada por dos tipos de corteza de naturaleza muy distinta: 1) la continental, que tiene de 30 a 70 km de espesor y está compuesta por óxidos y silicatos de aluminio y otros elementos ligeros; y 2) la oceánica, que es más delgada (de 1 a 40 km de espesor) y está formada por óxidos de hierro y magnesio.

Además de éstas, nuestro planeta presenta una capa externa, la atmósfera, compuesta de gases como nitrógeno, oxígeno, argón y otros más. Tiene un espesor aproximado de 1 000 km y temperaturas que varían de -150° a 40° C en las capas bajas; hasta más de 1 000° C en las capas altas.

La piel de la Tierra

La corteza que forma el piso de los océanos tiene una composición y una historia diferente a la corteza que forma los continentes. Las rocas de la corteza oceánica están constituidas por la lava que se enfría al salir del manto a lo largo de grandes grietas que recorren los fondos marinos, donde surgen volcanes submarinos que forman cadenas montañosas largas y angostas, llamadas dorsales oceánicas. Su composición es similar a la del manto, y están formadas principalmente por basaltos. Estos derrames basálticos son cubiertos por una delgada capa de lodo marino. Las rocas de la corteza oceánica formadas a un mismo tiempo se ven en el mapa como bandas paralelas a las dorsales oceánicas con pequeños escalones y que corren a lo largo de los fondos oceánicos. Estas bandas están separadas por fracturas o fallas de transformación que desplazan los pequeños segmentos de la dorsal y se forman como parte del movimiento de las placas. Las fallas de transformación son como las grietas que se abren en la corteza de un árbol cuando éste crece. El estudio de los fósiles de animales marinos que se han encontrado en los lodos que cubren el fondo de los mares así como el de la orientación del magnetismo que se conserva en los minerales magnéticos que forman las lavas han permitido conocer la edad y calcular la velocidad de la formación de la corteza oceánica. Algunas bandas de la misma edad son más anchas, lo que significa que en ese periodo la corteza crecía más rápido. La corteza oceánica crece en promedio entre 2 y 4 cm al año, aunque en la parte sur de la dorsal del Pacífico crece hasta 18 cm al año.

Las rocas más viejas del fondo oceánico tienen 190 millones de años y son 3 000 millones de años más jóvenes que las rocas más antiguas de la corteza continental. Esto significa que la corteza oceánica tiene un periodo de vida muy corto, ya que se hunde en el manto rápidamente a lo largo de las zonas de subducción.

Las propiedades magnéticas de las rocas han sido de gran utilidad en la reconstrucción del movimiento de las placas. Cuando la lava se solidifica, los minerales de hierro y titanio se cristalizan y se orientan conforme al campo magnético de la Tierra existente en ese momento.

En el caso de las rocas volcánicas continentales, cuando la orientación de los minerales es distinta a la que tendrían con respecto al campo actual, nos indica que hubo cambios en latitud y por lo tanto su posición paleogeográfica. En algunos periodos geológicos los polos magnéticos se han invertido con respecto a su posición actual. En el caso de las rocas basálticas que se forman en las dorsales, se observa una alternancia de bandas rocosas con minerales orientados con respecto a la ubicación actual de los polos (anomalías positivas) o bien con orientación invertida (anomalías negativas). Estas bandas son idénticas en ambos lados de las dorsales, por lo cual puede reconstruirse la velocidad de expansión de los fondos oceánicos y la distribución de los continentes en el pasado.

En cuanto a la corteza continental, ésta tiene una historia muy compleja e interesante. Es de mayor espesor que la corteza oceánica, de 35 a 70 km en algunas partes. Es más fría pero más ligera que la corteza oceánica y forma las grandes masas continentales. Por sus características físicas y químicas las rocas que forman la corteza continental se han mantenido flotando sobre el manto sin hundirse como la corteza oceánica. Por esta razón en ella se hallan las rocas más antiguas del planeta. Su composición es muy variada, ya que está formada por bloques y capas de diferentes tipos de rocas y edades. En ella encontramos rocas que primero estuvieron en los fondos oceánicos, así como rocas originadas por volcanes, o que antes eran lodo y arena —formadas en lagos, ríos o desiertos. Algunas partes de los continentes fueron inundadas por el mar en varias ocasiones, dejando restos marinos en el registro estratigráfico.

La corteza continental ha crecido, aunque en forma más lenta y por medio de procesos distintos a aquellos que originan la corteza oceánica. Esta corteza crece cuando cadenas de volcanes submarinos chocan contra sus márgenes, y cuando bloques grandes de corteza oceánica se quedan atrapados entre continentes al chocar éstos (como la India y Asia) y por los grandes volúmenes de material del manto que suben a la superficie al formarse los volcanes. Si calculamos cuántos kilómetros cúbicos de corteza se formaron en distintas épocas del pasado geológico de la Tierra se obtiene que 30% de la corteza se formó entre 4 000 y 2 900 millones de años antes del presente, 45% se formó entre 2 900 y 2 500 millones de años, y 25% se formó entre 2 500 millones de años y el presente, lo cual indica que la velocidad en que crece ha disminuido.

¿Qué son las placas tectónicas?

Son fragmentos independientes de litósfera (material sólido que incluye a la corteza y parte del manto superior) que se mueven unos con respecto a otros y que están separados ya sea por dorsales, zonas de subducción o fallas de transformación. Las placas se mueven, se rompen o chocan principalmente por el efecto del arrastre que producen las corrientes de convección del manto en la litósfera. La configuración de las placas, su movimiento y otros procesos asociados a éste han sido bien documentados por medio del estudio de la distribución y naturaleza de volcanes y terremotos, las formas de los fondos oceánicos, y los movimientos de las masas continentales, calculados por mediciones vía satélite.

Como se mencionó anteriormente, en los fondos oceánicos hay zonas de ascenso de materiales del manto que rompen la corteza, lo que permite el paso de los mismos en forma de lava incandescente que se derrama a ambos lados, formando una banda de corteza nueva. Las regiones donde la corteza se calienta y se rompe se llaman zonas de apertura o zonas de rift. En el caso de los fondos oceánicos, las zonas de rift han evolucionado formando grandes cadenas montañosas sumergidas, denominadas dorsales oceánicas.

Como la creación de nueva corteza oceánica es continua, y la superficie de la Tierra no presenta un aumento en su área, es necesario que exista un mecanismo de destrucción de la corteza oceánica, que permita la reintegración de sus rocas al manto. Este proceso, contrario a los procesos de apertura o rift, ocurre en el borde de ciertos continentes donde la corteza oceánica, fría y pesada, se hunde bajo la corteza continental o bajo una corteza oceánica más ligera. A éstas se les conoce como zonas de subducción y coinciden aproximadamente con la parte descendente de las corrientes de convección. Las zonas de subducción son sitios de intensa actividad sísmica y volcánica. La expansión y crecimiento de los fondos oceánicos y la subducción o reciclado de la corteza constituyen una de las fuerzas que originan el desplazamiento o deriva de los continentes —proceso que ha ocurrido por millones de años.

A veces los continentes chocan porque la corteza oceánica que había entre ellos desaparece por los procesos de subducción, entonces la fuerza que los mueve hace que parte de la corteza de uno de los continentes sea empujada por debajo del otro, lo que ocasiona que la corteza se deforme y aumente su espesor dando origen a grandes cadenas montañosas como Los Himalayas, formados por el choque de la India que se está desplazando por debajo de Asia. A estas zonas se les conoce como zonas de colisión.

En ocasiones las fallas de transformación pueden formar el límite entre placas. En este caso representan zonas donde las placas se deslizan lateralmente, una con respecto a la otra, y en ellas no se genera ni se destruye corteza. Un ejemplo conocido es la Falla de San Andrés, en California, que nace en el golfo de California en México.

En los últimos tres años se ha descubierto un nuevo tipo de límite de placas. Aunque no ha sido bien definido, parece que en los fondos oceánicos hay zonas anchas donde la roca ha sido fuertemente deformada, y que separan fragmentos rígidos de corteza oceánica con movimiento diferente.

Las placas litosféricas se pueden considerar como las piezas del rompecabezas más grande del planeta. Estas pueden contener diversos tipos de corteza. En la actualidad existen ocho placas formadas, en parte, por la corteza de los cinco continentes del mundo y en parte por corteza oceánica, y siete placas formadas exclusivamente por corteza oceánica.

Las ocho placas formadas por continentes y océanos son: 1. Placa norteamericana (México pertenece a esta placa); 2. Placa de Sudamérica; 3. Placa del Caribe; 4. Placa eurasiática; 5. Placa indo-australiana; 6. Placa africana; 7. Placa antártica; 8. Placa arábica.

Las siete placas formadas casi totalmente por corteza oceánica son: 1. Placa Pacífica; 2. Placa de Cocos; 3. Placa de Nazca; 4. Placa Filipina; 5. Placa Fidji; 6. Placa de Escocia; 7. Placa de Juan de Fuca (figura 1).

Las placas litosféricas están en continuo movimiento unas con respecto de las otras, a diferentes velocidades y en diferentes direcciones. Algunas placas son lentas y se mueven un centímetro por año, en cambio otras se desplazan hasta 20 centímetros al año. Sin embargo, en promedio se mueven ¡a la misma velocidad que crecen las uñas!

Además de las grandes placas tectónicas, existen pequeños bloques o fragmentos de litosfera cuyas rocas son muy distintas de aquellas que forman otros bloques adyacentes o de aquellas que se encuentran en las grandes masas continentales denominadas cratones. A estos bloques de litosfera se les denomina Terrenos Tectonoestratigráficos. Éstos pueden haber sido antiguos arcos de islas volcánicas o fragmentos de corteza continental antigua. Si éstos se formaron cerca de su posición actual se denominan terrenos autóctonos, en cambio aquellos que se formaron en una posición distinta a la que tienen actualmente se denominan terrenos alóctonos. Aquellos cuya posición original es incierta son conocidos como terrenos sospechosos. Por ejemplo, en nuestro país hay por lo menos diez fragmentos de litosfera o terrenos tectonoestratigráficos, de los cuales al menos cuatro son sospechosos, tres son alóctonos y tres son autóctonos.

 Sismicidad, vulcanismo y orogenia

 La Tierra manifiesta su energía interna mediante sismos, erupciones volcánicas y aguas termales; también se siente en el intenso calor de las minas muy profundas, ya que la temperatura de la Tierra aumenta de uno a tres grados centígrados por kilómetro de profundidad. Los sismos son la vibración o movimiento del suelo que se produce por un rompimiento súbito de los materiales en el interior del planeta. Se les llama terremotos cuando son muy fuertes y causan gran destrucción. La actividad sísmica de una región determinada se define por el número, la distribución y la naturaleza de los sismos que ocurren en dicha región. Si una placa litosférica se desliza con respecto a otra, pueden pasar meses o años sin moverse, porque ambas tienen irregularidades que las detienen y no las dejan desplazarse libremente. Sin embargo, estas irregularidades se rompen y las placas se mueven y se sacuden en un lapso de minutos o segundos, produciendo los sismos de origen tectónico. Por ejemplo, los sismos que se sienten a lo largo de la costa del Pacífico de México son de este tipo y se producen por la subducción de la placa de Cocos por debajo de la litósfera de México (figura 2). En otros tipos de límites de placas, como las dorsales oceánicas y las fallas de transformación, también se producen sismos. Existen otros sismos más locales originados en los volcanes, cuando el magma va moviéndose hacia la superficie, o cuando hay derrumbes en las laderas de las montañas o en el interior de las cavernas. El estudio de los sismos es muy importante, ya que nos revela la estructura y la profundidad de las diferentes capas del interior del planeta, así como la dirección y la velocidad del movimiento de las placas litosféricas.

Se calcula que en el mundo ocurren un millón de sismos al año, de los cuales diez o más son muy destructivos. Éstos se concentran a lo largo de los límites de las placas. Los terremotos más grandes están asociados a las zonas de subducción y a las zonas donde chocan dos continentes.

Por ejemplo, el terremoto del 19 de septiembre de 1985, con una  magnitud 8.1 en escala de Richter, que afectó sobre todo a la ciudad de México, se originó cuando un segmento de 100 kilómetros de largo del piso oceánico se movió dos metros por debajo de la corteza de la costa de México en solo 1.5 minutos. Este movimiento liberó la misma energía que si hubieran explotado 20 000 bombas atómicas como la de Hiroshima, a 18 kilómetros de profundidad dentro de la litosfera.

Los volcanes son la forma más espectacular de liberación de energía de la Tierra. Se forman a partir de la acumulación del material incandescente, originado en las profundidades del planeta, que fluye y se enfría sobre la superficie. La roca fundida en el interior del manto y la litósfera se llama magma. El magma es más liviano que las rocas próximas y asciende lentamente a la superficie, algunas veces a lo largo de fallas o fracturas. Si el magma sale a la superficie y entra en contacto con el aire o el agua se le conoce como lava. Es importante entender los procesos que producen la actividad volcánica para evitar el crecimiento de asentamientos humanos en zonas de riesgo. Según la fuerza, la cantidad de gases y de material fundido, las erupciones pueden ser muy explosivas, como la del Vesubio, o formar ríos de lava lentos y poco destructivos, como las de Hawai. La composición química y la estructura de la lava son muy útiles para interpretar la historia y la evolución del planeta, al igual que la naturaleza de su interior. Los volcanes se originan por los procesos de la tectónica de placas y, al igual que los sismos, se concentran a lo largo de los contactos entre placas: los volcanes de arco se producen al fundirse una placa oceánica en el interior del manto, al romper el magma la corteza superior —que puede ser oceánica (arco oceánico) o continental (arco continental); el Popocatépetl es un volcán de arco que se produjo de la fusión de la placa oceánica de Cocos debajo de la corteza de México. Los volcanes de dorsal oceánica o rift son los grandes volcanes que se forman en el piso oceánico debido al proceso de crecimiento del mismo; mientras que los volcanes de punto caliente son producto de magmas que provienen de la parte superior del núcleo y forman una cadena larga de volcanes.

Los materiales de la corteza terrestre se ven afectados por el movimiento de las placas litosféricas. El choque entre dos masas continentales, la subducción o el movimiento de las fallas de transformación producen una fuerza extraordinaria sobre las rocas que es capaz de cambiar su forma, y de reducir o aumentar su volumen, dando lugar a pliegues y fallas. El estudio de estas estructuras permite reconstruir la dirección y la magnitud de las fuerzas que actuaron en la roca en el pasado. También ayuda a determinar la posición antigua de los diferentes tipos de límites de placas, así como la localización y la edad de los choques entre continentes que ocurrieron en el pasado. Las deformaciones que afectan grandes zonas geográficas se llaman orogenias y forman algunas de las grandes cadenas montañosas u orógenos.

A veces el océano que existe entre dos continentes desaparece por efecto de la subducción, en otras ocasiones hay fragmentos de corteza oceánica que se desplazan sobre la corteza continental, preservándose como testigos de la existencia de mares antiguos. A estos fragmentos se les conoce como ofiolitas. Si un nuevo océano se forma, y rompe en partes las montañas originadas por el choque, las estructuras se preservan como cicatrices del pasado, lo cual nos ayuda a reconstruir la posición de los antiguos límites de placas y la colisión entre continentes.

 Presente y futuro

Debido a los procesos que involucran la tectónica de placas, la forma y distribución de los continentes ha cambiado a través del tiempo. En otros artículos que aparecen en este mismo número de Ciencias, se describen los principales cambios que se dieron en la configuración de las masas terrestres y la posible ubicación de México a lo largo de este desplazamiento. Hace 225 millones de años aproximadamente, se formó el supercontinente llamado Pangea, que agrupó a todos los continentes actuales. En su parte central se encontraba África, al noroeste Norteamérica, al noreste Eurasia, al oeste América del Sur, al sureste la Antártida y Australia y al este la India, Madagascar y la península Arábiga. Durante la transición del Triásico al Jurásico (hace 190-205 millones de años), Pangea se dividió en dos grandes continentes, Laurasia, al norte, agrupando a Norteamérica y Eurasia, y Gondwana al sur, constituida por el resto de las masas continentales. Más tarde, a lo largo del resto del Jurásico, el Cretácico y el Terciario, cada uno de esos dos grandes continentes se fraccionó lentamente, hasta establecerse la distribución actual de continentes y océanos. Entre los eventos más llamativos se encuentra el desprendimiento de la India de África durante el Jurásico, su viaje hacia el noreste a lo largo del Cretácico y su choque con Asia en el Eoceno (hace aproximadamente 40 millones de años), evento que aún continúa y que hace que los Himalayas sigan elevándose más de dos centímetros por año. Durante el proceso de rompimiento de Gondwana, Australia, la Antártida y Sudamérica se mantuvieron unidas, en un puente terrestre hasta hace cerca de 50 millones de años. Antes del rompimiento de este puente, la fauna de estos continentes era muy semejante. Después, la Antártida se dirigió a su posición actual y se cubrió con su casquete polar. Australia se aisló casi totalmente y por ello su flora y fauna es tan especial.

En la actualidad, la superficie está formada por cinco continentes. La Tierra, sin embargo, es un sistema en constante movimiento y su cara cambiará en el futuro. Dentro de 50 millones de años, el océano Atlántico será casi 2 000 kilómetros más ancho que hoy. La península de Baja California, junto con la parte oeste del estado de California se desplazarán hacia el norte hasta chocar con Alaska. El mar Mediterráneo se comunicará con el océano Índico a través del Mar Rojo. Australia chocará con Nueva Guinea y Las Filipinas. La India disminuirá de tamaño por el choque con Asia. El occidente de África formará un nuevo continente pequeño y Centroamérica se deformará por el empuje de Sudamérica.

Los procesos dinámicos de la Tierra, objetivo de estudio de la tectónica, originan las grandes montañas, la distribución de los volcanes, los terremotos, y la formación de las grandes cuencas oceánicas, entre otros rasgos geológicos. El ciclo de las rocas, los cambios en el nivel del mar y, en cierta forma, las condiciones climáticas de las áreas emergidas de los continentes, también dependen de la dinámica y el movimiento de las placas. Muchos otros procesos, como el metamorfismo, la formación del relieve topográfico, la generación de yacimientos minerales y de petróleo también tienen una relación directa con los procesos de la tectónica de placas. Aún hay muchos misterios por resolver, por ejemplo ¿qué mueve realmente a las placas?, ¿cuál es la composición y configuración real del interior de la Tierra?, además de saber con mayor precisión la configuración de los continentes y otras muchas preguntas, para las que las futuras generaciones de estudiosos de la Tierra probablemente encontrarán respuestas. Chivi52

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Centeno García, Elena y Quiroz Barroso, Sara Alicia. (1998). Las múltiples caras de la tierra. Ciencias 52, octubre-diciembre, 22-29. [En línea]

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El difícil amor entre la biología y la matemática

El ensayo que Antonio Lazcano Araujo publica en este número de Ciencias y que leyó en la presentación de Matemáticas para las ciencias naturales1 tiene la chispa, el buen humor y la erudición a los que Toño nos tiene acostumbrados. Los comentarios, las anécdotas elegantes y documentadas que salpican sus cuartillas, dan a los nombres de los estudiosos que él cita y pueblan hoy nuestros más respetados libros técnicos, una dimensión tangiblemente humana y hacen de su gentil presentación —que agradecemos por todo lo que vale— un artículo interesante, educativo y realmente disfrutable.

La forma en la que Lazcano caracteriza la relación entre su disciplina de origen, la ciencia biológica, y la nuestra, la matemática, es muy sugestiva. Al señalar que se trata de un amasiato turbulento o un amor extravagante, asoma las narices una vieja disputa filosófica que Toño toca de soslayo y a la que nosotros queremos referirnos explícitamente: se trata de discernir la existencia de una disciplina que pueda legítimamente llamarse biología matemática o, en forma sucinta, biomatemática.

El debate suscita con frecuencia reacciones encontradas y extremas, exactamente como las que se dan en una disputa conyugal y cómo, en tales episodios, el no llamar al pan, pan, y al vino, vino, encona resentimientos y distancia en los actores.

Por ejemplo, aquellos biólogos que toman el reduccionismo mecanicista (sin matemáticas) como método universal en su disciplina, suelen adoptar una actitud pragmática respecto de las reflexiones filosóficas; olvidan toda la tradición humanista de las ciencias y parecen contentos con ello; si hay algún método matemático que les sirva, lo aprovechan pero pasan de largo cuando alguien les invita a pensar en las implicaciones epistemológicas de ese uso.

Sin duda, el desdén de la filosofía estrecha el horizonte y engendra errores, como el de creer a pie juntillas que todo en biología puede reducirse, por ejemplo, a describir secuencias de adn. Sin embargo, es un hecho que hay enigmas esenciales de la vida —como la biología del desarrollo, i.e. el proceso que lleva del genotipo al fenotipo y que da lugar a la emergencia de patrones, a la diferenciación celular, a la especialización de tejidos, etcétera— inexplicables en términos solamente del código genético, cuya solución exige, de inicio, admitir que la física y la matemática de este fin de siglo han empezado a hacer contribuciones notables a la comprensión de esos enigmas y que, muy probablemente, la respuesta correcta dependa del auxilio de estas dos ciencias.

Otros biólogos, quizá de mayor raigambre naturalista, suelen dejarse llevar por el escepticismo, pues la inmensa variabilidad de la vida, el carácter esencialmente contingente con el que conciben su historia y la abrumadora complejidad —en el sentido de que en ellos actúan multitud de elementos interrelacionados de manera no simple— de sus fenómenos, les hacen creer que los procesos biológicos no pueden ser sometidos a leyes causales porque, como se ve en la física, tales leyes empiezan siempre por idealizar las cosas, y ese procedimiento, aplicado al estudio de la vida, es notoriamente incapaz de lidiar con ella.

Por esto, aunque respeten y aun aplaudan “la mezcla medio explosiva de candor e interés” con la que físicos y matemáticos pretenden extender sus métodos a la biología, no dejan de sonreír compasivamente como parece hacerlo Lazcano al final de su artículo, pues posiblemente piensan que están “empeñados en un intento condenado a fracasar. Pobrecitos”.

Sin embargo, tanto los desdeñosos como los escépticos parecen coincidir en que un buen auxiliar para la investigación en biología es la estadística y, cuando se plantea el tema de la relación entre biología y matemática, suelen decir “ah, sí, claro que no se puede entender la biología contemporánea sin la estadística” y agregan, “por ejemplo, es indispensable en la fundamentación neodarwinista de la teoría de la evolución que inició Galton y culminaron Haldane y Fisher”.

Nuestro primer empeño en esta discusión es dejar establecido que no es esa la relación interdisciplinaria que nos interesa: la estadística se encarga de recolectar y presentar ordenadamente datos experimentales y de hacer inferencias que, por su naturaleza, no pueden trascender el límite del empirismo; es decir, los métodos estadísticos pueden ser muy valiosos en la descripción de lo que ocurre, pero son estériles para explicar cómo o por qué. Esto quiere decir, también, que la búsqueda de relaciones causales, explicativas, no pertenece a su dominio.

No, nuestra concepción de la biomatemática es semejante a la de la fisicamatemática: así como el ser humano piensa su circunstancia en el lenguaje natural, la física se piensa en matemáticas; y de manera semejante a cómo la gramática, desde la perspectiva chomskiana, con sus reglas de generación y transformación, es el soporte para que los hablantes de una lengua desarrollen pensamientos complicados y sean capaces de expresar razones y sentimientos completamente nuevos. La lógica de la matemática permite constituir, con las representaciones de las cosas físicas, cuerpos de enunciados formales cuyos teoremas describen estructuras, niveles de interrelación, dinámicas, principios generales o leyes. Por ello, no puede ser más grande la diferencia entre lo que nuestra biología matemática pretende y el empirismo estadístico.

Del amasiato turbulento

Pero, entonces, ¿qué relación puede haber entre dos ciencias cuyas metodologías y objetos de estudio son completamente diferentes? La biología estudia desde organismos tan diminutos como los radiolarios o las amibas o, más pequeños aún, como las bacterias, hasta las imponentes sequoias, los seres humanos y los enormes cetáceos; considera todos sus niveles de organización y explora las relaciones intra e interespecíficas a diferentes escalas espaciales y temporales: examina las características macroscópicas de los organismos y escudriña en su intimidad celular y molecular; describe la breve historia de la vida de los individuos y trata de reconstruir la sucesión de las especies en la inmensidad de los tiempos geológicos. El trabajo de un biólogo suele combinar la investigación de campo con la de laboratorio; se enfrenta en su tarea, siempre directamente, con la más maravillosa de las realidades físicas, la de la vida.

En cambio, la matemática es una ciencia formal y deductiva. Como la lógica o la gramática, posee un lenguaje propio. Por medio de sus símbolos establece relaciones, orden y estructuras y, con base en supuestos sencillos y reglas de inferencia claras, obtiene consecuencias ciertas dentro del aparato formal en el que son deducidas. Aunque la visión popular de la matemática suele suponer que sólo tiene que ver con cantidades y figuras geométricas, en su mundo, al que se ha asomado incluso el pato Donald, hay mucho más que aritmética; los niveles de idealización son prácticamente no acotados y se construyen modelos o formalizan teorías cuya relación con los problemas de la realidad física, que frecuentemente los inspiran, es secundaria en tanto su lógica es completamente ajena a lo que puedan representar las ecuaciones. El de los matemáticos, además, es un trabajo de gabinete; si acaso, utilizan la computadora como una herramienta, pero... Volvamos a la pregunta: ¿qué relación puede establecerse entre una ciencia que estudia a los seres vivos y otra que es prototipo de abstracción?

Hasta hoy, prácticamente en todas partes, la escuela dominante en biología tiende sólo a describir, clasificar o narrar pero no explica lo que ocurre con la vida. El problema de explicar, como se entiende en la física o la química, estableciendo relaciones causales para descubrir por qué la realidad de la vida es como es, con base en hipótesis o teorías que puedan ser refutadas, no parece pertinente.

Por ello, al referirse al trabajo de D’Arcy Thompson, a quien llama con justicia y concisión “sombra tutelar” de los biomatemáticos, Toño Lazcano afirma: “... al igual que algunos de sus contemporáneos, Thompson estaba convencido de que las formas geométricas de los organismos representaban soluciones optimizadas con las que la materia viva respondía en forma plástica y polifilética ante la acción directa de las fuerzas físicas. Pocos creen eso hoy en día (el subrayado es nuestro)”.

En efecto, los miembros de la corriente dominante no creen eso porque creen otra cosa. Por ejemplo, posiblemente creen que la distribución espacial de las partes de las plantas o la anatomía de los animales son ininteligibles porque la selección natural es un proceso histórico, esencialmente circunstancial, sujeto de puro azar y, por ello, ajeno a principios explicativos generales.

En cambio, el tipo de afirmación thompsoniana que refiere Toño no es la expresión de un elemento doctrinario sino una hipótesis biofísica; es decir, es un enunciado sujeto a refutabilidad. Dadas las condiciones bajo las cuales se supone válido, pueden confrontarse sus consecuencias con la realidad y, de acuerdo a esta confrontación, corregirse o tomarse como una plataforma para plantear hipótesis de mayor alcance explicativo. Por el contrario, las creencias son irrefutables.

Más adelante, Lazcano cita a Stephen Jay Gould: “los trabajos de David Raup con fósiles de gasterópodos y amonites sugieren que en algunos casos (el subrayado es nuestro) es posible explicar la forma de los organismos y sus partes reconociendo la manera en que están determinadas jerárquicamente por unos cuantos factores mucho más sencillos pero interconectados.”

Y nosotros llamamos la atención sobre el subrayado precautorio: si es posible la explicación en algunos casos ¿qué invalida la posibilidad de que sean factores sencillos interconectados los que gobiernen, en general, la arquitectura de todos los seres vivos? Nuevamente, sólo la creencia de que eso no puede ser porque es de otra manera y una vez montados en la fe, lo de menos es ver ventajas adaptativas por todos lados.

A despecho de la reconvención airada del mismo Darwin que en la edición de 1872 de El origen de las especies advirtió que él no sostenía tal cosa,2 los neodarwinistas afirman que todos los rasgos que están presentes en la morfología de una especie tienen que verse como el resultado de la combinación de un cambio en el medio ambiente, que habría reducido la probabilidad de sobrevivencia de unos ancestros e incrementado la de otros, convirtiéndolos en los más aptos y en los únicos capaces de dejar descendientes.

En esta visión no caben las limitaciones estructurales, físicas y químicas naturalmente impuestas sobre cualquier dinámica evolutiva. El mismo Stephen Jay Gould ha dicho que las historias adaptativas podrían llevar a decir —como el famoso doctor Pangloss de la novela volteriana— que “las narices de los seres humanos están hechas no para respirar, sino para portar los anteojos sobre ellas”.

Desde luego, las regularidades fibonaccianas, las centenas de ejemplos de patrones que se encuentran en la obra de Thompson, la multitud de semejanzas morfológicas que se observan entre los seres vivos y la materia inanimada son sorprendentes. Pero si nos limitamos a registrarlas maravillados, como lo han hecho tantos naturalistas hasta el día de hoy, nos dejaremos dominar por el pasmo y estaremos muy lejos de una explicación, ya que hará falta complementar el asombro con el escepticismo, ingredientes indispensables de la ciencia, según Carl Sagan, y en la búsqueda consiguiente de inteligibilidad.

D’Arcy Thompson encontró el por qué de las espirales que se forman por acumulación de material calcáreo; durante los últimos veinte años, con avances y retrocesos, se ha buscado explicar por qué la coloración de los animales obedece a procesos de reacción-difusión de las sustancias que dan el color sobre la piel y, recientemente, los físicos franceses Yves Couder y Adrien Douady han dado con los por qués del predominio de los números de Fibonacci en la arquitectura de las plantas.

Estos procesos son, entonces, una consecuencia inevitable de las leyes naturales y no dejan lugar a accidentes históricos modulados por la selección natural. Por ejemplo, tal vez para la forma de los pétalos o el aroma de las flores sea importante el relato adaptacionista, pero el trabajo de Couder y Douady parece haber establecido que la arquitectura esencial de las plantas nada tiene que ver con ventajas selectivas.

Pero, ¿existen leyes que gobiernan al mundo biológico en el mismo sentido que las leyes de la física mandan sobre la materia inanimada? O, acaso, ¿es la materia viva diferente a la que compone el agua, las rocas, los mares, los planetas y las galaxias, de manera que la vida y sus manifestaciones son incomprensibles, porque son el producto de designios divinos o de una ciega y azarosa variación seguida de un retorno a cierto orden, impuesto por la todopoderosa selección natural?

Si la primera pregunta se responde afirmativamente y se renuncia de una vez y para siempre a cualquier tipo de vitalismo, las leyes de la biología podrán expresarse, como las de la física, en el lenguaje preciso y claro de la matemática. En este caso, como dice Ian Stewart3, en una de esas afirmaciones de talante pitagórico que llevan a los biólogos a ver a físicos y matemáticos del modo como los famas ven a los cronopios en la mitología cortazariana, con ternura reprobatoria:“el siglo venidero presenciará una explosión de nuevos conceptos matemáticos, de nuevos tipos de matemática creados por la necesidad de entender los patrones del mundo viviente. Esas nuevas ideas interactuarán con las ciencias biológicas y físicas por caminos completamente nuevos. Proveerán —si son exitosas— una comprensión profunda de ese extraño fenómeno que llamamos “vida” en la cual sus sorprendentes capacidades sean vistas como algo que fluye inevitablemente desde la riqueza subyacente y la elegancia matemática de nuestro universo. Chivi52

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Sánchez Garduño, Faustino y Gutiérrez Sánchez, José Luis. (1998). El difícil amor entre la biología y las matemáticas. Ciencias 52, octubre-diciembre, 12-17. [En línea]
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Oaxaquia, historia de un antiguo continente

La mayoría de los cambios geológicos de la Tierra ocurren a velocidades demasiado lentas para ser percibidas por los sentidos ordinarios del ser humano. Un volcán permanece activo centenares de miles de años, pero sus erupciones violentas son eventos raros para el lapso de nuestras vidas. De igual manera, los grandes terremotos representan una fracción ínfima del tiempo que ocupa el movimiento lento de las placas tectónicas, pues mientras aquéllos terminan su agitación en unas decenas de segundos, las placas permanecen en movimiento continuo por millones de años. Las montañas de los Himalaya, las más altas del mundo, no han dejado de aumentar su altura desde hace 40 millones de años y actualmente se elevan 2 metros cada milenio, esto es, desde el nacimiento de Cristo, los Himalayas se han levantado poco más del doble de la estatura promedio de un ser humano.

Sin embargo la Tierra tiene huellas y cicatrices que nos hablan de una dinámica extrema, de grandes migraciones continentales, inmensas masas fundidas que ascienden desde el interior del planeta partiendo los continentes en varios pedazos, cambiando el ritmo y rumbo de la evolución de los seres vivos y provocando la destrucción de montañas que antes fueron tan majestuosas como los Alpes o los Himalaya. Estos cambios drásticos y profundos de la faz de la Tierra han ocurrido a lo largo de la historia del planeta, que es muy antigua. 4 500 millones de años se dice fácil, pero si dejásemos caminar una tortuga durante ese tiempo y luego emitiéramos un rayo de luz para que le diese alcance, sus ondas luminosas, que viajan a 300 000 kilómetros por segundo, tardarían varios años para iluminar a la tortuga. Y un continente, moviéndose a la velocidad imperceptible de unos 10 centímetros por año, podría en ese lapso circundar la Tierra más de diez veces.

Por ello, la forma de los continentes que hoy conocemos la veremos siempre igual en nuestras vidas, pero en el pasado geológico ésta ha cambiado formando supercontinentes únicos como Pangea y luego se han roto como ha sucedido durante los últimos 200 millones de años. Las seis masas continentales que hoy forman las dos Américas, África, Eurasia, Australia y Antártida, dentro de otros 250 o 300 millones de años probablemente vuelvan a reunirse en un nuevo supercontinente, tal vez llamado Panterra.

La ciencia no comprende todavía por qué los continentes se agrupan y se dispersan en ciclos que tienen una duración de 300 a 500 millones de años en promedio. Sin embargo, el conocimiento de la geología de las rocas que afloran en la superficie de la Tierra empieza a revelar estos misterios de la evolución del planeta.

La Tierra y sus rocas

La superficie de la Tierra presenta en su relieve dos divisiones fundamentales: las cuencas oceánicas y los continentes. Sin embargo, prácticamente todos los continentes han estado sumergidos en el mar y con frecuencia los fondos oceánicos emergen unidos a los continentes.

Por ello, la definición geológica de un continente requiere elementos constitutivos adicionales que vayan más allá de su estado actual emergido o sumergido. Así, la composición química y mineralógica de las rocas continentales contrasta notablemente con la de los fondos oceánicos, pues mientras las primeras son ricas en silicio, sodio y potasio, las segundas lo son en hierro, magnesio y calcio. Asimismo, la edad promedio de las rocas continentales es mayor en un factor de diez que la de los fondos oceánicos, y la estructura de los continentes es mucho más compleja que la de las placas oceánicas. De esta manera, con base en la información anterior, un continente puede difinirse como una masa de dimensiones planetarias compuesta por rocas ricas en elementos y minerales relativamente ligeros, cuya edad es hasta 20 veces más antigua que la de las rocas más viejas de los fondos de los mares actuales, y que internamente presenta una estructura y una composición extraordinariamente complejas.

Las rocas son elementos centrales en la reconstrucción de la historia de la Tierra. Sin embargo, aunque los primeros continentes aparecieron probablemente muy al principio de la formación de la Tierra —hace 4 550 millones de años— no existe vestigio lítico alguno de ellos, ya que conforme nacían eran destruidos por la magnitud y la frecuencia de los impactos de asteroides y cometas asociados al crecimiento mismo de los planetas durante los primeros 500 millones de años de su vida. Las rocas más antiguas conocidas en la Tierra datan de hace 4 000 millones de años y han sido encontradas en las raíces de los escudos continentales del Arqueano de Canadá y Australia. Mas la superficie de la Tierra cubierta por esas rocas es ínfima, lo que ha generado una de las controversias más trascendentales de todos los tiempos en las ciencias geológicas, a saber, la forma y el ritmo en que han crecido los continentes.

La idea de que alguna vez los continentes de la Tierra formaron una sola masa y por lo tanto un supercontinente fue propuesta formalmente por Alfred Wegener en 1912. No obstante, en los últimos años ha surgido una idea más general que considera que las masas continentales están sujetas a un misterioso ciclo de coalescencia y dispersión en la superficie terrestre con una duración aproximada de 500 millones de años. Como resultado de este ciclo, antes de Pangea hubo otros supercontinentes como el denominado Rodinia por McMenamin y McMenamin en 1990 y posteriormente caracterizado geográficamente por autores como Hoffman, Dalziel y Moores. Una vez formado el supercontinente Rodinia, hace 1 000 millones de años, un nuevo ciclo tectónico global inició su rompimiento hace 700 millones, dando como resultado principal la aparición de una gran masa continental conocida como Laurencia.

Esta propuesta está lejos de ser aceptada por todo mundo. Hay quienes proponen que prácticamente todas las masas continentales fueron creadas en los primeros cientos de millones de años de la infancia de la Tierra y luego crecieron de manera mínima. Otra corriente sostiene que el crecimiento de los continentes ha sido episódico y que en su mayor parte fueron creados al empezar el Eón Proterozoico hace 2 500 millones de años; mientras otra escuela considera que el crecimiento de los continentes ha sido un proceso esencialmente continuo de agregación de arcos magmáticos a los márgenes de los núcleos continentales, guiado por la dinámica de la tectónica de placas. La incertidumbre fundamental que impide la proposición de una hipótesis que sea aceptada unánimemente se debe a la existencia de grandes lagunas en el conocimiento acerca de la composición del manto de la Tierra y a la manera en que sus elementos e isótopos constitutivos migran de fuentes desconocidas y se adicionan como huéspedes de rocas ajenas, a diferentes profundidades en esta capa, que es, volumétricamente, la más importante de la Tierra.

Génesis de una idea

Las rocas cristalinas del sur de México han llamado la atención de los naturalistas desde el siglo pasado. Alexander von Humboldt adscribió estas peculiares rocas a las épocas más antiguas de la historia de la Tierra, y a principios de este siglo Guadalupe Aguilera lo siguió en su idea. Sin embargo, fue hasta 1962, año en que en México se aplicó el método de fechamiento absoluto por métodos radiactivos, cuando se logró demostrar que las rocas de Oaxaca eran las más antiguas del sur del país. Asimismo, a partir de su estudio petrográfico se encontró una similitud extraordinaria con rocas de la misma edad procedentes de las regiones de los Adirondacks, en el Noreste de Estados Unidos y Quebec-Ontario en Canadá. Con base en estos hechos, en 1962 los doctores Carl Fries, investigador finado del Instituto de Geología de la unam, y Zoltán de Cserna, del mismo instituto, propusieron una relación directa entre estas regiones separadas y dieron el nombre de Orogenia Oaxaqueña al evento que produjo no solamente las rocas de Oaxaca, sino también las de Tamaulipas e Hidalgo. Guzmán y de Cserna extendieron de manera explícita el cratón de América del Norte, del sur de Estados Unidos hasta Oaxaca, conformando una larga península que habría actuado como contrafuerte durante las orogenias del Paleozoico.

Fue con base en estos trabajos pioneros que el presente autor se inspiró para proponer la integración de aquellos datos y los nuevos, con la importante diferencia de que no considera esta porción de territorio como una continuación directa del cratón de América del Norte, sino como un microcontinente exótico que posee una historia de desplazamientos y colisiones sumamente compleja desde su formación, hace 1 000 millones, hasta el presente. Nace así la idea de Oaxaquia, un antiguo continente que actualmente es parte constitutiva del territorio mexicano.

Oaxaquia es una región geológica de México todavía hipotética, que se piensa formó parte del gran supercontinente Rodinia. Esta hipótesis, que empieza a transformar ciertas ideas sobre la configuración continental de esa época y la naturaleza del primer cinturón orogénico en la historia de la Tierra, nacido de procesos tectónicos como los modernos, ha sido integrada desde hace menos de tres años a la polémica internacional que gira en torno a la reconstrucción de los continentes antes de Pangea, y ya se toma en cuenta en las obras más recientes sobre tectónica global de placas, como en la de Condie, publicada en este año.

La idea de que Oaxaquia nació durante la colisión global de los continentes que misteriosamente convergieron para formar el supercontinente de Rodinia, deriva de algunos de los estudios ya mencionados. Este evento, denominado Orogenia Grenvilleana, afectó a la mayoría de los antiguos márgenes continentales durante una época de la historia de la Tierra que abarcó de 1 250 a 950 millones de años antes del presente. Este ciclo orogénico es el primero en la historia de la Tierra que produjo una cadena montañosa alargada y continua, de miles de kilómetros, semejante a los sistemas montañosos actuales Alpinos e Himalaya y a la Cordillera del borde occidental del Continente Americano. Tal vez las investigaciones futuras puedan demostrar que ese fenómeno tectónico dejó la mayor y más profunda cicatriz hasta ahora conocida en la piel cambiante del planeta Tierra.

La Orogenia Grenvilleana perturbó profundamente la estructura y composición de la litósfera terrestre, a tal grado que durante esa época se produjeron tipos de roca bastante singulares, como las llamadas anortositas sódicas y charnoquitas (granitos de hiperstena), cuya naturaleza petrográfica y gran abundancia no tienen comparación en la evolución tectónica de la Tierra. En el segmento Grenvilleano de Canadá existen cuerpos anortosíticos individuales con un volumen varias veces superior al conjunto de las rocas volcánicas de la Sierra Madre Occidental, la cual es considerada como la mayor provincia de rocas riolíticas del planeta. La tierra de Oaxaquia nació durante este evento como parte del conjunto orogénico Grenvilleano, el cual fue posteriormente disgregado por la deriva continental y distribuido en los cinco continentes del presente. 

Oaxaquia, Laurencia y Gondwana

Si en verdad Oaxaquia nació junto a Laurencia —como lo sugieren los estudios paleomagnéticos realizados en la región de Oaxaca por Ballard y colaboradores—, una vez concluida la Orogenia Grenvilleana, hace 950 millones de años, la historia subsecuente de Oaxaquia —comprendida desde esa fecha hasta hace 505 millones de años cuando fue levantada de su cuna, donde había permanecido sepultada tres decenas de kilómetros abajo y cubierta luego por los mares del Cámbrico—, permanece casi por completo en la oscuridad. Por fortuna, las rocas y minerales de Oaxaquia expuestas en Tamaulipas, Hidalgo y Oaxaca registraron la historia de su ascenso en forma de pequeños relojes-termómetros cristalinos que fueron tomando la temperatura y el tiempo conforme el continente se levantaba. Minerales como el zircón, granate, hornblenda, biotita, muscovita y ortoclasa constituyen los relojes térmicos que ilustran la trayectoria curvilínea que siguió Oaxaquia, enfriándose con la extremada lentitud de apenas 4°C cada millón de años.

Es interesante observar que la intersección de la curva con la coordenada vertical del tiempo, extrapolada hasta la temperatura cero (en la superficie), corresponde aproximadamente a 700 millones de años —valor semejante a la edad que por otros métodos se ha propuesto para el inicio de la disgregación de Rodinia. La falta de registro estratigráfico en Oaxaquia durante el periodo mencionado, que va de 950 a 505 millones de años, impide por completo conocer la trayectoria horizontal que siguió este continente; es decir, su evolución paleogeográfica durante ese tiempo no puede ser determinada y constituye la historia hasta ahora perdida de Oaxaquia.

Tras la desintegración total de Rodinia, hace cerca de 700 millones de años, y mediante una trayectoria indeterminada, sabemos que Oaxaquia se incorporó a Gondwana al menos hace 505 millones de años, fecha que marca el límite entre los periodos Cámbrico y Ordovícico de la era Paleozoica. Esta afirmación deriva de un hecho afortunado: en la región de Nochixtlán, estado de Oaxaca, Pantoja-Alor y Robinson decubrieron hace más de tres decadas un pequeño afloramiento de apenas 1 km2, con rocas marinas que contienen fósiles de esa época (trilobitas y otros grupos de invertebrados), de afinidad paleobiogeográfica indiscutible con Gondwana, pero mucho menor con Laurencia. Este sorprendente hallazgo, sin embargo, no tuvo las consecuencias esperadas en su tiempo, pues entonces la revolución científica de la tectónica de placas no estaba consolidada y por ello la movilidad horizontal de los continentes que implicaba la presencia de faunas exóticas en el registro fósil de determinadas regiones del planeta, como ocurre en Oaxaca, era vista con suspicacia.

Sin embargo, la permanencia cámbrica de Oaxaquia en Gondwana fue audazmente propuesta desde esos años por Dunkan Keppie, quien, sobre esa base paleontológica, planteó que a principios de la era Paleozoica la región del sur de México se encontraba frente a las costas actuales del Perú, es decir, en la margen occidental de Gondwana. 

La Orogenia Acateca

Tras una ausencia de más de 250 millones de años —sea como un microcontinente separado de Gondwana o como su parte frontal—, Oaxaquia regresó a Laurencia. Este encuentro se produjo como parte de una colisión continental que cerró, a partir del Ordovícico, el Océano Iapetus, surgiendo de este evento las cadenas montañosas de los Apalaches en Estados Unidos y los Caledonianos en Europa. El Complejo Acatlán del sur de México registró con magnífico detalle en sus rocas, la naturaleza de los fenómenos profundos que ocurren cuando dos masas continentales chocan. En este caso Oaxaquia se sobrepuso a Laurencia, viajando sobre ella varios centenares de kilómetros y consumiendo por completo la parte oceánica de Iapetus que antes los separaba. El resultado del proceso fue la generación de un conjunto de rocas singulares que identifican por sí mismas la presencia de una sutura entre dos placas tectónicas. Estas rocas, todas presentes en la zona de la sutura Acateca, se denominan eclogitas, anatexitas, milonitas y serpentinitas. Las primeras son rocas más densas que las del manto superior de la Tierra, ya que están formadas por granate, pyroxena y rutilo y se generan a presiones muy elevadas y temperaturas variables en zonas de subducción y colisión. Las segundas (anatexitas) son granitos que surgen por fusión de la corteza en las raíces de las montañas y suelen acompañar a las orogenias de colisión. Las milonitas, como su nombre sugiere, son rocas cristalinas que surgen por la molienda dinámica de sus cristales en zonas de fallamiento profundo, hasta que dichos cristales desaparecen de la vista y llegan a dimensiones micrométricas. Por último, las serpentinitas son masas de roca que representan por lo general zonas hidratadas del manto de la Tierra, transportado durante los empujes orogénicos sobre las rocas de la corteza.

El peso de Oaxaquia y la fricción que produjo su desplazamiento sobre el fondo oceánico Iapetus y el cratón laurenciano, formaron todas esas rocas en el Complejo Acatlán, que representa entonces la sutura de las dos masas continentales y constituye la expresión estructural y petrológica típica de una orogenia de colisión entre dos continentes, a la cual hemos llamado Orogenia Acateca. Dado que los granitos precipitan durante su consolidación pequeños relojes minerales como el zircón, que empiezan a contar fielmente el tiempo transcurrido a partir de su precipitación en el magma, la edad obtenida por este método para las rocas anatexíticas de la sutura (440 millones de años), corresponde a la parte terminal del Ordovícico. Es decir, pasaron más de 300 millones de años para que Oaxaquia regresara a su seno materno, al tocar nuevamente las tierras de Laurencia, de donde había partido posiblemente hace 750 millones de años. Sin embargo, los ciclos tectónicos que caracterizan la dinámica terrestre hicieron que Oaxaquia quedase nuevamente separada de Laurencia al migrar hacia el hemisferio norte, después de su colisión ordovícica con Gondwana.

La Orogenia Caltepense 

En la región de la tranquila villa de Caltepec en el estado de Puebla, existen evidencias incontrovertibles de procesos tectónicos, magmáticos y metamórficos que actuaron de manera simultánea hace 380 millones de años, definiendo otra orogenia durante el Devónico. Por la magnitud y naturaleza de las unidades geológicas involucradas en esos procesos, es posible reconstruir un cuadro del espectacular choque oblícuo entre la masa continental de Oaxaquia y las tierras emergidas de la destrucción ordovícica de Iapetus. En virtud de que el choque entre las dos masas esta vez no fue frontal, sino en buena parte rasante, la fricción entre las masas produjo la fusión parcial del frente de choque de Oaxaquia y generó lo que hemos bautizado como Granito de Cozahuico. Esta intrusión magmática tiene varios kilómetros de ancho y ocupa una posición intermedia entre el Complejo Acatlán (Iapetus-Laurencia) y el Oaxaqueño (Gondwana).

Los movimientos relativos de Oaxaquia —su deslizamiento hacia el sur con respecto a Laurencia—, junto con los restos del fondo oceánico de Iapetus representados en el Complejo Acatlán, provocaron pliegues, flujo plástico y metamorfismo en toda esta nueva zona de colisión, cuya expresión tectónica hemos denominado Orogenia Caltepense. La generación del Granito de Cozahuico por fusión parcial (anatexis) de la parte frontal de Oaxaquia durante este segundo encuentro con el antiguo continente de Laurencia, permitió fechar la época en que esto ocurrió.

Los efectos de una orogenia como ésta no se limitaron a los 7 km comprendidos en la zona de contacto de la Falla de Caltepec, entre Oaxaquia y Laurencia, sino que se extendieron por todo el Complejo Acatlán, provocando un intenso plegamiento que en conjunto acortó hasta 60% el ancho original de la zona geográfica afectada, engrosando la corteza considerablemente. Al final de esta orogenia, Laurencia se separó completamente de Gondwana, originando un nuevo océano conocido como Herciniano, el cual habría de extinguirse también al formarse el último de los supercontinentes, Pangea, entre el Pensilvánico y el Pérmico al final de la era Paleozoica. 

La Orogenia Ouachita

El contacto más reciente entre Laurencia y Oaxaquia ocurrió hace aproximadamente 270 millones de años, durante un evento tectónico conocido como Orogenia Ouachita. Ésta afectó todo el márgen meridional de Laurencia, desde el estado de Arkansas en Estados Unidos, hasta el de Baja California Norte en nuestro país. Con certeza casi absoluta, hoy se sabe que la porción centroccidental de Gondwana, y particularmente la región noroccidental de lo que es actualmente América del Sur, colisionó con Laurencia para formar el último de los supercontinentes de la historia de la Tierra, conocido como Pangea, extinguiendo el último de los océanos del Paleozoico. Durante este choque, Oaxaquia habría ocupado una gran parte del frente de colisión, modificando profundamente su estructura y composición litológica, para quedar nuevamente y hasta nuestros días adherida al antiguo continente de Laurencia, donde había nacido 1 000 millones de años atrás. Desafortunadamente, las evidencias geológicas de este choque fueron sepultadas por formaciones más jóvenes que cubrieron toda la sutura orogénica en la región norte del país.

Los problemas de una hipótesis

A pesar de una gran cantidad de hechos que apoyan la existencia del microcontinente mexicano, hay algunos datos difíciles de acomodar en la hipótesis de Oaxaquia, como aquellos que sugieren que las rocas precámbricas del estado de Oaxaca no formaban un continuo con las de Tamaulipas e Hidalgo, lo que, en consecuencia, indicaría la inexistencia de Oaxaquia. Es indudable, por ejemplo, que la cadena de volcanes que cruza México a lo largo de su porción central constituye una fractura profunda que bien pudiera representar una discontinuidad antigua que marcaría un límite real entre el cratón de América del Norte y las tierras de Gondwana. También es cierto que a pesar de tantas semejanzas entre los gneises precámbricos del norte y sur de Oaxaquia, existen diferencias que hacen pensar en historias distintas para su evolución geológica y por ende en la posibilidad de que hayan pertenecido a continentes separados.

Una manera de juzgar hasta cierto punto la validez del concepto de Oaxaquia como una masa continua de rocas precámbricas que se extiende desde Oaxaca hasta Tamaulipas, es estimando la probabilidad de que por azar se junten dos masas, una al norte y otra al sur de la Faja Volcánica Transmexicana o Eje Neovolcánico, con características geológicas similares a las que a continuación se mencionan: 1) ambas regiones están en la facie metamórfica de granulita; 2) ambas regiones presentan una orientación de sus estructuras tectónicas en el cuadrante nw; 3) en las dos áreas los complejos anortosíticos forman una parte característica de sus afloramientos; 4) estas anortositas se cuentan entre las más jóvenes del Cinturón Grenvilleano a nivel mundial; 5) la historia de enfriamiento postorogénico de las dos regiones es semejante; 6) ambas partes tienen una composición de sus isótopos de plomo y neodimio comparables; 7) la culminación térmica de su metamorfismo tiene una edad similar.

La probabilidad para cada evento se estima considerando la extensión del Cinturón Grenvilleano afectado por el evento contra su extensión total. Por ejemplo, se calcula de manera aproximada que la mitad del cinturón donde aflora fue afectado por esa facie metamórfica, de tal manera que la probabilidad de que dos de las partes del Cinturón Grenvilleano global migren independientemente y se junten luego por azar es de 1/2 (0.5). Para el resto de los eventos mencionados (puntos 2 a 7), burdamente las probabilidades estimadas son respectivamente, 0.25, 0.20, 0.20, 0.167, 0.5 y 0.25.

Ahora bien, la probabilidad de que estos siete eventos similares se hayan dado en dos fragmentos originalmente separados y luego reunidos por azar en el Cinturón Grenvilleano es el producto de todas las probabilidades individuales, es decir 0.5 x 0.25 x 0.20 x 0.20 x 0.167 x 0.5 x 0.25, lo cual nos lleva a la bajísima probabilidad de 0.0000104 de que esto ocurra. Es pues, casi 10 000 veces más probable que improbable el que los segmentos norte y sur de las rocas precámbricas mexicanas, desde Tamaulipas hasta Oaxaca, formen una masa que ha permanecido esencialmente continua desde su nacimiento, hace 1 000 millones de años, hasta el presente.

Oaxaquia, por lo tanto, constituye una hipótesis altamente probable, pero sujeta a comprobación o bien rechazos en función de los resultados que arrojen las nuevas investigaciones en proceso.

Algunas consecuencias

Si la hipótesis de Oaxaquia es correcta, estas son algunas de las consecuencias más importantes con repercusión mundial que tendría para el entendimiento de esta parte de la historia geológica de la Tierra.

Implicaría la integración de más de 1 millón de km2 a las reconstrucciones futuras de Rodinia y del cinturón orogénico Grenville.

Los extremos norte y sur de Oaxaquia tomarían el papel de unidades tectónicas truncadas y cruciales para comprobar la bondad de algunos modelos de reconstrución de Rodinia propuestos hasta la fecha.

El estudio geológico de las márgenes de Oaxaquia desempeñaría un papel fundamental para determinar las interacciones orogénicas de Gondwana y Laurencia durante el Pelozoico.

Considerando la dimensión tridimensional de Oaxaquia (> 30 millones de km3) es interesante plantear la búsqueda de mecanismos tectónicos que expliquen el levantamiento simultáneo de esa masa o de bloques litosféricos aún mayores, desde su origen a varias decenas de kilómetros de profundidad, hasta la superficie.

Dado el elevado porcentaje de rocas anortosíticas que caracteriza a las rocas de Oaxaquia a lo largo de sus casi 1 000 kilómetros de longitud, el volumen de la corteza anortosítica del planeta generado durante el Proterozoico Medio por la Orogenia Grenvilleana se incrementaría notablemente. Chivi52

Referencias bibliográficas
georgia 12
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Ortega Gutiérrez, Fernando. (1998). Oaxaquia, historia de un antiguo continente. Ciencias 52, octubre-diciembre, 30-37. [En línea]
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