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  de lo solube y lo insoluble
 
     
Reflexiones en torno al binomio
ciencia-sociedad
 
 
 
 
Antonio R. Cabral
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Ya es un lugar común decir que, en los últimos cincuenta años, la ciencia ha influido a la sociedad más que en toda su historia anterior. La biología molecular, en otro tiempo considerada como tema de novelas, es ahora uno de los motores más eficaces de la ciencia moderna. La ingeniería genética, la clonación de ovejas, los análisis de ácidos nucleicos depositados en vestidos azules son noticias de ocho columnas. Por todos lados se nota el impacto de la ciencia en la colectividad; esto es tan obvio que parece ya no haber nada más qué decir. La ciencia, y su sucedánea, la tecnología, son parte de prácticamente todas las actividades humanas, ya que de una u otra manera están inmersas no sólo en las casas que habitamos, en los alimentos que comemos y en los transportes que abordamos, sino también en los artículos electrónicos que usamos para trabajar o para no aburrirnos. Podría decirse que en mayor o menor grado, nadie escapa del arrope de la ciencia. Por ello, ahora que al parecer el planeta se ha librado de la destrucción nuclear, la sociedad presta atención a otros peligros atribuidos a la ciencia como la clonación de humanos, la creación ad libitum de virus tan temidos como letales y la manufactura de órganos a destajo. Los científicos podrían a su vez ser vistos como seres misteriosos que, metidos en sus laboratorios, maquinan ideas perversas de cómo dañar a sus semejantes sin dejar la menor huella; puede que esto no sea totalmente falso: no sería difícil que alguien con conocimientos profundos sobre la vida misma y que al mismo tiempo padezca debilidades humanas, quiera aplicar esos conocimientos para hacer el mal. Tampoco debe dudarse de la existencia de científicos que prefieran seguir otros caminos que los señalados por la ética científica, que no es otra que la ética cotidiana, y utilicen su experiencia para beneficio propio sin que medie el más mínimo interés en buscar la verdad por la verdad misma. En un mundo tan competitivo como el que ha tocado vivir no deben extrañar esos desvíos: los científicos, como los empresarios, los políticos, los choferes, los taxistas, los bibliotecarios, los sacerdotes y el público en general, nunca han pertenecido a la especie que tiene un nimbo sobre sus cabezas.
 
Con todo y las innovaciones tecnológicas, las asimetrías sociales están más presentes que nunca: el paludismo sigue matando a varios miles de personas al año en países africanos a pesar de que, en 1902, Sir Ronald Ross recibió el Premio Nobel de Medicina precisamente por sus descubrimientos sobre el ciclo vital del parásito causante de esa enfermedad. Igualmente, en las sociedades avanzadas una gran proporción de las riquezas nacionales se gastan en salud y recreación, pero en el mundo subdesarrollado las hambrunas y las guerras matan a millones de personas, la desnutrición y las enfermedades parasitarias son muy frecuentes y ni siquiera se pueden satisfacer las necesidades más básicas como la comida y la habitación. Desde luego que a la ciencia le gustaría decir que ya tiene la solución para la pobreza y que pronto todos los habitantes de la Tierra tendrán alimentos sobre sus mesas tres veces al día. Todos sabemos que estos problemas, por ser del dominio de los gobiernos y de su política económica, rebasan los límites de la ciencia, y aun los de la economía, la cual, dicen sus practicantes, es parte de ella. Pero no por esto, la sociedad debe sentirse defraudada; al contrario, debe estar segura de que la ciencia, al hacerse preguntas que pertenecen al mundo real, tarde o temprano, encontrará respuestas que tengan una aplicación práctica. En la mayoría de los países la investigación científica está patrocinada principalmente por agencias gubernamentales, ya que la participación de la industria privada en los países subdesarrollados, con algunas excepciones, es magra. La sociedad analiza los logros de los hombres de ciencia mediante comisiones evaluadoras de la actividad científica y confía en que el dinero destinado para ellos es bien utilizado. En los países desarrollados, el gasto asignado a la investigación científica se escatima cada vez menos, pues los gobernantes saben que esto trae consigo bienestar y riqueza para los ciudadanos y con ello, hay que decirlo, la posibilidad de reelegirse; pero en los países menos favorecidos, la sociedad aún no se ha dado cuenta de que la ciencia es un vehículo seguro para salir del subdesarrollo y no al revés. Según lo apuntó nuestro admirado Voltaire, esto no sorprende: es difícil que la razón prevalezca ahí donde domina la superstición. Mientras en Estados Unidos el número de científicos por cada diez mil habitantes es de treinta y cinco, en México es de uno. No debemos imitar el camino andado por los estadunidenses porque sea el mejor modelo, sino porque, con todo y sus limitaciones, la ciencia ofrece alternativas razonables, y para, como dice el doctor Ignacio Chávez, “no pasarnos la vida rezando las verdades y los errores que nos legaron otros”.
 
El quid no es la falta de creatividad, ya que los científicos que habitan el Tercer Mundo no son cortos de ideas, sino que padecen la enfermedad que el biólogo molecular inglés avecindado en California, Sydney Brenner, reciente y atinadamente bautizó como mdd, que en nuestro idioma bien podría traducirse con puntualidad como “Millones de Dólares”, pero que en el de él es “Money Deficiency Disease”. A nadie conviene padecer la enfermedad de Brenner; cuando ésta ataca sólo a una persona, las secuelas no son muy graves porque no afectan directamente a la sociedad. En cambio, cuando la ciencia y la tecnología de un país enferman de mdd, los síntomas rebasan al paciente y sus repercusiones son incalculables. Dinero y bienestar están íntimamente ligados, no en vano el doctor Amartya Sen recibió este año el Premio Nobel de Economía por sus estudios sobre la calidad de vida, concepto éste que pocos entienden y que nadie sabe definir, pero que pocos pueden rebatir. El impacto de la ciencia en la colectividad, ya quedó dicho, es indiscutible. Desde hace algunos años diversos científicos estadunidenses intentan convencer a sus compatriotas para que dejen entrar la ciencia en sus modelos de pensamiento y, consecuentemente, en su acción. Ya se verán los efectos. En nuestro país hay esfuerzos en el mismo sentido, aunque, seguramente, son insuficientes. La afrenta es doble: producir a pesar de la mdd e incrementar la cultura científica de un país en donde la ciencia no es un valor.chivicango53
 
Antonio R. Cabral
Instituto Nacional de la Nutrición “Salvador Zubirán”.

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como citar este artículo
Cabral R., Antonio.(1999). Reflexiones en torno al binomio ciencia-sociedad. Ciencias 53, enero-marzo, 14-15. [En línea]
 

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